domingo, 16 de diciembre de 2018

Esta noche hay nubes negras

Esta noche hay nubes negras.
Sí.
Hay nubes negras.
Yo las estaba esperando.
Las vi acercarse por el horizonte.
Ya no habrá paz,
ni silencio:
por los pasadizos se escuchan voces.

Arañazos en las costillas,
puñetazos en la pared.
Ojos que ya no lloran,
que ya no pueden llorar
secos, cansados
prisioneros en pozos de sombras.

Un susurro en la oscuridad,
se crece en el silencio...
en esta noche, una más
que paso en el infierno.

Y las nubes negras sobre mí
yo ya no respiro
porque creo, que en una noche así
ya está todo dicho.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

miscelánea de invierno

¿Qué es este nudo que me comprime las entrañas?
¿Por qué siento que se me rompe el pecho de porcelana?
Ya no entiendo por qué se han ido
de mi ventana todas las palomas blancas.
Ni sé por qué sigo buscando un reflejo de mi alma,
si por más que busco, ya adentro no queda nada
más que ceniza, polvo y morralla.

Las nubes negras, las noches claras,
sin sombras de dudas, sin nanas, sin magia
nada que recordar cuando asome la mañana,
pero quizá algo negro, oscuro
que se nos esconda en la mirada.

Y escribiré palabras que tacho, diré cosas que escondo,
para luego negarlo todo,
para negar que ya he tocado fondo,
para no poder describirte la manera en que ardo por dentro,
para que no te imagines nunca lo que veo en el incendio,
ni tengas que contemplar
esta mansión vieja en la que me rodeo de espectros

Mis palabras mi escudo, mi mirada el antifaz
tras los que me esconderé para que no me encuentren jamás,
y poder irme sola
-¡poder escapar!-
huir de todo,
y encontrar





paz

martes, 27 de noviembre de 2018

Confesiones del ocaso (juego de luces y sombras)

Aquí el agua no tiene igual color.
Cuando suba la marea ya no seré la misma.
El viento esparce cenizas en las corrientes en las que confío para irme lejos.
La llave del horizonte la guardo bajo mi pecho.

(Maquinaciones, lo no dicho, lo nunca escrito)

Tengo una colección de baúles vacíos y jaulas llenas de alimañas.
Pero tengo que confesar que mis brazos están cansados:
no pueden más.
Y tuve que decirle adiós arrodillada a los pies de su cama, y enjugarme las lágrimas con el manto que me tejí con todas las banderas rojas que encontré tendidas en la orilla.

No se lo esperaba;
yo tampoco.

A las seis de la mañana una operación a corazón abierto,
pero fue el aroma en el ambiente lo que me abrasó los pulmones.
No me pude mover, las piernas no me respondían,
estaban atadas al suelo con lazos de raíz y encaje.

(El alambre de espino vino después)

viernes, 26 de octubre de 2018

En mis brazos (La tregua)

La tormenta se cernía como una cobija sobre la pequeña cabaña de madera. Yo observaba los rayos que iluminaban constantemente la noche con su resplandor siniestro y la lluvia violenta que golpeaba con furia las ventanas sentada en la mesa; delante de mí un libro que no leía y una taza de algún brebaje que no me había bebido, y se había quedado tan frío como yo.

Cuando oí los tres golpes secos sobre la puerta, ni siquiera pude sentir asombro. Era como si de alguna forma lo estuviera esperando. En una noche como esa sólo podían ocurrir desgracias.
Abrí la puerta y ella se desplomó en mis brazos. Su capa estaba completamente calada y aunque no llevaba la capucha puesta, la melena empapada ocultaba su rostro.

Pobrecita. Pobre mía.

La liberé del pesado abrigo y la senté frente al fuego, mientras me apresuraba a ir al cuarto de baño a llenar la bañera de abundante agua caliente. Cuando se hubo llenado, la tomé en brazos, alzándola como a una gran muñeca de trapo. No entiendo de dónde saco esa fuerza a veces. Supongo que cuando ella me necesita, yo me crezco y me convierto en una superheroína. Sin olvidar que momentos como ese sólo son treguas que nos permitimos ocasionalmente. Luego volvemos a nuestra rutina, a tirarnos sillas a la cabeza y pegarnos puñaladas cuando la otra no está mirando. Menudo lazo tóxico el que nos une. Pero supongo que hay cosas que no se pueden cambiar.

Con sumo cuidado y delicadeza, la desprendí de las prendas heladas que la vestían y la ayudé a introducirse en la bañera. Ella no dejaba de temblar, y en su rostro se reflejaba una expresión ausente, como si sólo se encontrase allí de cuerpo presente y realmente estuviera muy, muy lejos.
Su delicada espalda estaba plagada de magulladuras. Trabajé sobre ella rápidamente, curando sus heridas con un ungüento especial que guardaba en mi armario de los remedios. Con un paño empecé a frotarle los miembros. También tenía algunos descosidos en la piel, por lo que, con la misma aguja y el mismo hilo que utilizaba siempre, remendé las aberturas por donde se le escapaban los sueños, consciente de que sólo era una solución momentánea, y que volverían a abrirse una y otra vez. Eran como una lesión mal curada, que tiende a empeorar con el paso del tiempo y a no curarse nunca del todo.
El vapor que flotaba en el ambiente y el agua humeante me hizo remangarme. Varios mechones de pelo se me escaparon del recogido que llevaba en la nuca. Me sentía como un androide programado, que actuara por inercia, y que automáticamente supiera de antemano qué hacer sin ni siquiera pensarlo.

Salí un momento del baño dejándola inmóvil con la cabeza gacha, y me encaminé a la cocina para prepararle una infusión. Iba a hacer su favorita. Sólo yo podía cuidarla así. Sólo yo sabía.

Regresé al baño, cargando la bebida y la toalla que siempre usaba ella, esa que le hacía sentir como si estuviera recibiendo un abrazo de un cúmulo de nubes . La envolví con ella y la senté en el taburete. Cepillé el cabello que le caía por la espalda, mientras untaba su piel suave con aceite de almendras. Cuando estuvo lista, le puse el camisón blanco, ese que le llegaba hasta los pies y convertía su cuerpo en algo incierto. Ya era capaz de caminar, y su cabeza ya no apuntaba al suelo; no parecía, como minutos antes, una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas, pero su mirada seguía perdida, y la desesperanza en su rostro parecía sugerir que nunca iba a ser capaz de encontrarla.

La guié, ambas con los pies descalzos, hasta la cama. La arropé con numerosas mantas y coloqué una ramita de lavanda sobre el cabecero. Después, me senté en la mecedora que había al lado a velar su sueño, y poco tardé en sentir su respiración acompasada. Una vela perlaba la estancia de un esplendor tenue, y alumbraba su tez, que ahora estaba dotada de una calma que no había visto antes. Ahí donde se encontraba, en el reino de los sueños, parecía una criatura celestial, un arcángel; viéndola así, nadie podía llegar a imaginarse que dentro de sí guardaba una fiera. Y si no una, una enciclopedia entera de bestias. Un zoológico entero. Todas guardaban agazapadas en su interior a que saltase la chispa que lo hiciera todo arder.
Esperaba que por fin hubiera hallado paz, aunque sólo hubiera sido en sueños. De verdad lo deseaba.

Seguía diluviando en el exterior. Parecía que no fuera a parar nunca.

No quería perturbar su sueño, ni mucho menos despertarla, pero no pude evitarlo. Me senté en el borde de la cama y le acaricié el cabello. Quise ponerle flores en el pelo. Quise llevármela muy lejos de allí. Quise hacerle olvidar todo.

Ya me acordaría de todo aquello cuando volviera a odiarla.
Ya lo recordaría cuando le hiciera daño una vez más.

Apagué la vela de un soplido y salí del dormitorio, cerrando la puerta con delicadeza. Pero en vez de marcharme, me senté frente a su puerta como un centinela. Mientras yo estuviera vigilante, nadie penetraría allí. Nada ni nadie podría hacerle daño. Al fin y al cabo, sólo me tenía a mí

Y yo a ella.

lunes, 22 de octubre de 2018

No me acostumbro

No me acostumbro a vivir así.
No importa cuánto tiempo pase.
Vivo eternamente semioculta tras un velo que me esconde parte del rostro y me oscurece la mirada.
Nunca podré estar tranquila.
Nunca seré capaz de relajarme, de bajar la guardia y dejarme mecer por el oleaje sin pensar que las olas que me acunan son las mismas que me arrastrarán hasta la profundidad abisal y llenarán mis pulmones de agua negra y helada.

No me acostumbro y a la vez me resigno.
Por momentos me convenzo de que nunca seré capaz de quitarme esta corona de espinas, de que mi corazón malvivirá para siempre preso de una soga apretada que le roba el oxígeno y una valla de alambre que lo mantiene como rehén del miedo y lo aísla del resto del mundo.

En este salón los chistes están prohibidos. Aquí susurran hasta las sillas y las paredes tienen oídos.
No dejo que nadie me vea nunca con mi traje de lágrimas y con esa cara que se me pone cuando estoy asustada.

Quizá a mí me haya tocado vivir siempre huyendo por no sentirme nunca segura.
Quizá a mí me haya tocado vivir errando y no tener un hogar.
Quizá a mi me haya tocado vivir entre espejos y espejismos.
Quizá ni siquiera yo sea real.

Pero la verdad es que estoy cansada.
Vivir en tensión constante agota a cualquiera.
A veces siento que vivo dentro de un polvorín y todos los días llueven chispas del cielo.
Temo explotar en cualquier momento y llevármelo todo por delante.
Intentar salir de aquí es como tratar de golpear con los nudillos las paredes de un ataúd.

Intento mantener a las criaturas atadas, pero siempre consiguen escapar. Siempre hay algún alma deambulando por los pasillos de este motel abandonado.

Siento tanta impotencia y tanta rabia que a veces olvido que puedo albergar alguna otra emoción.
En ocasiones todo me parece tan fútil y tan carente de sentido que la vida me parece una pantomima absurda y mal escrita.

La conclusión de todo esto es que una misma puede convertirse en su peor pesadilla.
Nadie puede rescatarme de aquí.
Ni siquiera yo misma.

jueves, 18 de octubre de 2018

Junto a mí

Llevaba más de un año visitando a diario aquella casa en ruinas, que se volvía más y más polvorienta con el paso de los días. No podía dejar de hacerlo. Simplemente era incapaz. Se había convertido en una suerte de obsesión sin la que no era capaz de vivir. Ya no distinguía si aquella amalgama de recuerdos hechos hogar se me había enraizado en el corazón, o si directamente el corazón me había echado raíces allí.
Había épocas en las que me esforzaba en no volver por el lugar. Trataba de distraerme con lo que fuera, en trazarme rutas sobre los mapas que no me llevaran a ninguna parte, sólo para descubrir, una vez más, que mis pies me habían conducido inconscientemente ante la vieja puerta de madera del sitio que una vez fue mi refugio.

El lugar que antaño había sido un remanso de paz y calidez, donde los rayos del sol se filtraban por los grandes ventanales llenando las estancias de luz y color se había convertido en una especie de cueva inhóspita y oscura, tan gélida que te permitía ver tu vaho aun encontrándote en el interior. Su aspecto era tan desalentador como una galería llena de relojes parados en el momento de una catástrofe. Pero yo no podía irme de allí. Quizá estaba condenada, de alguna manera, a pasearme eternamente por sus cuartos vacíos llenos de trastos viejos y tesoros de otra época, de subir y bajar escaleras que chirriaban y caminar por corredores silenciosos donde todavía resonaba el eco de todas las risas que algún día albergó.
Eso sí, cuando iba, nunca tocaba nada. De alguna manera sentía en mi corazón que no podía. Ya no se me permitía hacer algo así; me había convertido en una extraña dentro de mi propio hogar. O algo que se había asimilado bastante, hace mucho tiempo.
Había ocasiones en las que introducía la llave de latón y abría el cerrojo con su habitual chasquido para descubrir, con sorpresa, que alguien había estado allí hasta poco antes de que yo llegase. Un aroma a nubes y brisa marina impregnaba la estancia y se colaba por todos los rincones, desde el sótano con sus paredes de madera enmohecida hasta el ático que atesoraba las reliquias más antiguas.

Las hojas del calendario caían sin cesar y acabaron formando una suerte de alfombra de papel amarillento en el suelo de la cocina. Pero yo seguí acudiendo. A veces embutida en un riguroso luto, con un tupido velo negro cubriéndome la tez pálida, como si el objetivo de mi visita fuera velar a un ser querido. Pero otras veces (esas fueron menos) acudía descalza y vestida de blanco, con un poquito de luz en los ojos, feliz de estar allí, abriendo las ventanas y dejando pasar a un centenar de palomas blancas. Salía al jardín descuidado y caminaba entre los matorrales, recolectando rosas salvajes para hacer un ramo que depositaba encima de la mesa, con la secreta esperanza de no encontrármelo en mi próxima visita.

Llegó, con el pasar de los meses, un día en que prácticamente amanecí frente a la casa. El rocío vestía las flores, y el fresco de la mañana erizaba el vello de mis brazos, así que me apresuré hacia la casa, subiendo la escalinata a paso ligero. Cuando llegué a la puerta, supe que algo había pasado, pues no estaba cerrada, como la hallaba siempre. Cada vez que iba, me aseguraba de errar bien al salir. Dudé en marcharme por donde había venido, pero me sentía como la guardiana de aquella casa, y mi sentido de la responsabilidad me empujaba a averiguar lo ocurrido. Así que terminé de abrir la puerta entreabierta con la punta de mi bota y me adentré en el vestíbulo. El sonido de mis pasos quebró el silencio dominante. Sin embargo, no era un silencio amenazador ni sepulcral. Había algo distinto en el ambiente. Pero no lo percibí como algo negativo.
No sentí miedo, aunque en el momento no entendiera cuál fuera el quid de la cuestión.
Tenía que ir a la cocina. Algún tipo de magnetismo me atraía hacia allí. Así que recorrí el largo pasillo, mientras los retratos de sus paredes me contemplaban con interés.

Me detuve antes de entrar. Ahí había alguien, y no me hizo falta que se diera la vuelta para saber quién acariciaba el ramo de rosas secas que yo misma había dejado atadas con un lazo blanco sobre la mesa. Hubiese reconocido esa silueta en cualquier parte, en medio de cualquier multitud; hoy, ayer, y aunque pasaran décadas. Mi temperatura corporal pareció descender varios grados, mi corazón se negó a seguir bombeándome sangre por unos segundos y hasta olvidé cómo respirar. Quise tirarme al suelo, echar a volar y escapar por un ventanal, cavar un agujero en la tierra y huir como un topo, y salir corriendo como alma que lleva el diablo. Pero también quería congelar ese instante. También quería dar un paso adelante y ver qué pasaba. Aunque me pareciera poco menos que saltar al vacío.
Y sin paracaídas.

Eso hice. Me sentía valiente. Tan valiente y gallarda, que fui capaz de atreverme a exponerme a un posible dolor a pecho descubierto, sin armadura que me cobijara un corazón que hacía aguas ni escudo tras el que me pudiera esconder.
Cuando reuní el valor de dar un paso al frente, él ya me observaba desde unos ojos azules que no había podido olvidar. Llevaba esa mirada grabada a fuego en algún rincón de mi ser. Pero no era hostil. De hecho, encontré en sus ojos un reflejo de lo que yo sentía. De todo lo que yo había sentido. Era una mirada de mar cálido que invitaba a zambullirse. De cielo azul que me apetecía surcar.

Así que di otro paso. Él hizo lo propio. No pude evitar sentir que contemplaba a un espejismo. Le había extrañado tanto, había recreado tantas veces ese encuentro, que cuando al fin lo estaba viviendo, no quise creerlo.

Por fin, aunque el tiempo, caprichoso como él solo, prorrogase ese momento, nos abrazamos. Yo me sentí como un náufrago que se aferra a la vida tras notar los brazos exhaustos y la esperanza perdida. Le abracé como si no quisiera dejarle ir nunca más, como si fuera el último abrazo que fuese a darle jamás. De verdad así lo sentía. Y de verdad que ya me había asegurado, en mi fuero interno, que nunca más volvería a estrecharle entre mis brazos.
No sé cuánto duró dicho abrazo. Quizá minutos, quizá horas. Sólo sé que me entregué a su calidez y a ese aroma a nubes y brisa marina que me resultaba tan familiar.

Cuando nos desasimos, todo a nuestro alrededor había cambiado. Parecía que nos hubiéramos transportado a un lugar diferente. El aire no estaba congelado ni cortaba la piel. Ya no sentía en mi interior el pesar que me invadía por dentro cuando ponía un pie allí. Todo había dejado de ser una fotografía en blanco y negro y había regresado el color.

Por fín habíamos devuelto aquel lugar a la vida.
Por fin había vuelto a ser nuestro hogar.

domingo, 7 de octubre de 2018

La penúltima

Por más que grito aquí nadie me oye.
Se me está quedando cara de muñeca de porcelana de tanto fingirla.
Si alguien encuentra mi corazón, que me lo devuelva.
Yo ya no sé qué sentido tiene todo esto.
Ya no sé qué sentido tengo yo.
Aquí ya no hay música, tan sólo ruido.
Aquí no queda luz, aquí está ya todo sucio.
Ya no quiero ni bailar, tendrás que arrastrarme.
Mis ojos están llenos de polillas de esas que devoran sueños
y todos mis sueños se han teñido de blanco y negro.
Las estatuas están rotas y el aire impregnado del característico olor dulzón que desprenden las rosas al arder...
y a estas alturas de la película lo único que quiero oír es el silencio roto
por el ruido de las cosas
al caer

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Las señoras que se aburrían

Las señoras que se aburrían llevaban mucho tiempo aburriéndose. Tanto, que ya se habían aburrido de aburrirse. Claro está, que a esa edad la vida les reservaba ya contados entretenimientos.
Disfrutaban ya de muy pocas cosas -poquísimas-, pero lo que hacían, lo llevaban a cabo de forma exquisita, con mucho gusto, como si algo tan simple como levantarse por la mañana y abrir las ventanas para contemplar las vistas al parque municipal fuera lo mejor del mundo.
Una de las cosas que más le gustaban a las señoras era pasear por el barrio y sentarse en un banco -siempre el mismo banco- y contemplar a la vida alejarse de ellas y al gentío pasar, disfrutaban especialmente observando a las mamás con niños pequeños, a gente que se notaba que no era de aquí, y realmente, a cualquier tipo de persona, pues bien sabían que se podía decir mucho sobre todo el mundo.

Las señoras que se aburrían formaban una pareja muy variopinta. Una de ellas era la señora Paquita. La señora Paquita había sido maestra de escuela la mayor parte de su vida, de ahí su gran debilidad por los nenes y los críos. Ella misma había tenido 10 nietos, cuyas fotos rebosaban su cartera y que muy orgullosa -henchidísima de orgullo- enseñaba a cualquiera dispuesta a verlas. Doña Paquita había sido muy coqueta durante toda su vida, cualidad que no la había abandonado, y seguramente nunca la haría. Cada día, antes de salir a la calle, se vestía con sus mejores galas -aunque con los zapatos más cómodos, que una tenía ya una edad- , se pintaba los labios con una barra de carmín rojo pasión, se ponía los anillos de oro -uno de su boda, otro herencia de su madre- y se engarzaba los pendientes de perlas que le habían regalado sus compañeros cuando se jubiló.
Mujer de ciudad desde siempre, doña Paquita nunca había sido sencilla.
Nunca le había hecho falta.

A su lado se encontraba la señora Antonia. Ella y la señora Paquita eran la noche y el día. Doña Antonia la observaba todo con un deje de preocupación en la mirada, como si a sus 83 años todo le siguiera pareciendo nuevo y desconocido. No importaban los años que llevase en la ciudad: ella sabía que nunca conseguiría acostumbrarse; su corazón nació en el campo y allí se quedaría. La señora Antonia no era presumida. No se hacía la permanente ni llevaba ropas coloridas, a diferencia de su coetánea. Su rostro o había conocido nunca el maquillaje, y las profundas arrugas y la dureza de su piel expresaban toda una vida de duro trabajo a merced del sol y los elementos.
De figura diminuta y delicada, se alimentaba como un jilguero, y ya hacía mucho que dejó de considerar el alimento como un deleite. Cuando iban a merendar la señora Paquita y ella -siempre a la misma pastelería- se contentaba con alguna pasta mojada en el café, mientras la otra anciana la contemplaba entre suspiros y buñuelos de nata.
Sólo había tenido un hijo, que había migrado a Bélgica y se había establecido allí, por lo que sólo podía verlo unas escasas ocasiones al año. Fue él quien la convenció para que se mudara a un diminuto piso de la ciudad cuando su padre falleció, pues se sentía intranquilo si ella se quedaba sola en una casa tan grande, en un lugar tan apartado. Ella le obedeció, más debido a la predilección que le profesaba, que por sus propias ganas, pues nada la apenaba tanto como dejar atrás toda una vida de recuerdos y lugares en los que había sentido, había amado y, en resumen, había vivido.

Se conocieron casi por accidente, o quizá porque en el fondo estaban destinadas a ello. Un día, doña Paquita se encontraba en el banco -su banco- ,cuando doña Antonia se sentó a su vera, debido a que el resto de bancos se encontraban ocupados. Pese a que Antonia era una anciana poco sociable, Paquita era una mujer con grandes dotes sociales, muy extrovertida, y sentía gran fascinación por la gente que llegaba nueva al vecindario. Inmediatamente la tomó como su protegida -aunque era prácticamente de la misma edad- ,y desde entonces se aseguró de que Antonia nunca volviese a pasar un día sola. Había más señoras en el barrio -podían llegar a juntarse unas 15 y llenar el parque, armadas con sus abanicos, en las tardes soleadas-, pero esas dos era inseparables. Parecía que ya no podía vivir la una sin la otra.

Una tarde, como cada día, se sentaron en el banco, aburridas, como siempre. Era una tarde de finales de septiembre, demasiado cálida para aquella época, como si el verano se resistiera a irse y el otoño a llegar. En un momento determinado, apareció, doblando la esquina, una muchacha muy variopinta. Quizá era la joven más extravagante que habían visto en mucho tiempo. Por ese barrio no aparecía gente así. Era pequeña y delicada, con el pelo teñido de un color tan singular como el verde y los ojos del mismo color, perfilados como los de un gato.Vestía una falda de tablas negra y una camisa blanca con tirantes negros enganchados a ella. Llevaba en las piernas unos calcetines altos y unos zapatos negros con una plataforma muy grande.
Parecía, sencillamente, un personaje salido de un cuento.

La chica se sentó en otro banco aledaño a ellas. Las señoras, ya no tan aburridas, la contemplaron con curiosidad, con más aún si cabe. Ella sacó un libro de su mochila y comenzó a leer, pese al ruido de los coches y la algarabía de la calle. Se la veía absorta del mundo y de lo que ocurría a su alrededor, ajena a las miradas que le dedicara cualquiera que reparase en su presencia. No parecía parecerle indiferente a nadie.
De repente, extrajo un cuaderno y un bolígrafo de su mochila y comenzó a escribir. Probó varias posiciones hasta que más o menos descubrió que no estaba demasiado incómoda si se inclinaba sobre el papel y utilizaba su propia rodilla como apoyo.
Doña Antonia no dejaba de contemplarla, preguntándose sobre lo que estaría garabateando aquella muchacha en su cuaderno. De vez en cuando, ella levantaba los ojos del papel y se encontraba con los suyos. La joven retiraba la mirada rápidamente y seguía escribiendo.
Así continuó en el transcurso de varias horas. La señora Milagros, la dependienta de la frutería que había al lado, salió a fumar su habitual cigarrillo y a conversar con las señoras, y todas conversaron sobre los tejemanejes del barrio y las habladurías, lo que se decía a viva voz y lo que se susurraba detrás del visillo. También comentaron la singularidad de aquella chica que se afanaba sobre el papel.

Ya se sabía que las generaciones cada vez son más raras.

Cuando cayó la tarde y con ella el sol, y se encendieron todas las farolas, la joven soltó el bolígrafo y suspiró satisfecha mientras se estiraba como un felino y se frotaba la espalda dolorida. Releyó lo escrito, mirando de reojo a un banco lleno de señoras -habían ido bajando de sus casas a tomar el fresco- que a su vez también la miraban. Ninguna de ellas podría haber sido capaz de imaginarse lo que había sucedido aquella tarde. Ninguna pudo imaginarse jamás que un día llegaría una muchacha cualquiera, venida de Dios sabía dónde, que las miraría y sólo eso la inspiraría a inmortalizarlas en su papel, a capturarlas, junto a las hojas que se agitaban en los árboles y sus miradas maceradas con los años, en un pequeño cofre de papel que también se perdería en el tiempo.
Estampó su firma en la hoja, guardó su cuaderno y se puso en pie. Mientras se iba, dirigió una última mirada a doña Paquita y doña Antonia, no muy segura de si las volvería a ver.

Las señoras vieron cómo la chica dejaba de escribir y se marchaba. No tenían ni idea de quién era ni de dónde había salido. Tampoco sabían si la volverían a ver.
Sólo sabían que, seguramente, ese día se habían aburrido un poco menos que de costumbre.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

preludio

Ya vuelve la hiedra a brotar por la pared de ladrillos. También nacen flores, pero esta vez no tengo ganas de ponérmelas en el pelo.

Resbalan los atardeceres por la superficie de mi cuerpo frágil. Y no me quito las ganas de bailar ni siquiera cuando me desnudo y me descalzo y me preparo para dormir. Quizá es porque ya no sé cómo expresar las cosas que siento.

Que corra el aire, dijeron.
Sí, que corra.

(y se lo lleve todo)

viernes, 7 de septiembre de 2018

A ver cómo te cuento...

Septiembre.
Todavía cantan las cigarras.

No se lo imaginará.
No podría.
Nunca lo ha hecho, y sé que nunca lo hará.
Buscará excusas hasta en los recovecos más profundos de los laberintos más tenebrosos de este planeta antes de plantearse que quizá yo tengo un alma macerada en formol.
Preferirá achacarlo todo a las costuras descosidas de mis trajes y a los parches en mis vestidos antes de abrirme la cremallera y bucear en eso que se esconde bajo mi piel.

No me gusta tener que dar explicaciones.
Mis palabras se explican ellas solas.

Muchas cosas son las que sé, pero más todavía las que desconozco. Y a día de hoy desconozco tantas cosas, que ya no doy por segura ni la tierra sobre la que camino.

Y a parte de ser consciente de que se me está durmiendo el hombro por estar escribiendo tendida en la cama como si fuese un griego celebrando un simposio, obnubilado entre nubes de vino y música embriagadora, tengo la certeza de que algún día hablaremos de aquello. Volveremos a representar esa pantomima que ya nos tiene tan hartos y cansados a los dos, y tú me preguntarás, con ese aire tuyo tan inocente y perfectamente estudiado, si lo escribí por ti. Ambos sabemos que sí -a nadie le he tenido tanta rabia-, y ambos sabemos que lo negaré todo.Tú no me preguntarás más, y el tema quedara suspendido eternamente en el aire.

Pero todavía falta bastante para eso. Ahora solamente es septiembre. El sol del verano ha dotado todo de un resplandor dorado, metálico, que amenaza con oxidarse conforme el calor se retira y más rápido que lento se acerca el otoño.
Yo lo contemplo todo desde aquí. Si tuviera que definirme con una sola palabra, 'observadora' se ceñiría a mi ser como una segunda piel. Eso es lo que soy. Una observadora del mundo. En el fondo pienso que tengo ojos viejos; ojos de algún material raro, como la hojalata o el cuarzo, o que mis ojos a veces se llenan de estrellas que me resbalan por el rostro en momentos tristes. Pero seguirá pensando otras cosas. Nunca será su deseo ser consciente de ello.

Puedo ver el río llevándose en la corriente escamas plateadas. En este río no hay peces.

En este lugar ya no hay nada.

No me gusta septiembre. Es un mes feo. Un mes gris. Todos los colores se los ha llevado el viento.
Y yo me siento como en una vieja fotografía en blanco y negro, tan rígida y solitaria como una damisela del siglo XIX, de mirada taciturna, condenada a posar eternamente con un corsé que le comprime las entrañas y una falda de un tejido demasiado pesado.

Y cuando llegó septiembre, como el final abrupto e inesperado de un cuento que se creía interminable, contemplé derrumbarse sobre mí el castillo de naipes del que con tanto gusto me había proclamado reina. Con las piernas llenas de arañazos, que se enroscaban como diminutos tentáculos de hilo rojo, dancé entre piras humeantes y mares de ceniza aún caliente. No podía imaginarme que de ellas surgiría una bandada de aves fénix que batiría sus alas escarlata contra la oscuridad crepuscular. Sólo comprendía que debía irme.

Ya no sabia si seguía siendo Caperucita.
Más bien sentía que me había convertido en el lobo.

sábado, 25 de agosto de 2018

Verano en el desagüe

A esas horas, en la plaza empezaba a hacer frío. Cada día que transcurría eran más notorios los últimos coletazos del verano, y la brisa fresca que se había levantado hizo que me estremeciese y se me erizara el vello de los brazos. Había cometido un error poniéndome esa tarde la camiseta de tirantes que tanto me gustaba, la negra con la espalda de encaje, y más aún por no haber llevado conmigo ninguna prenda de abrigo.
Apoyé la cabeza en su hombro, amagando un gesto de fortaleza y sustento. Tocarla era como abrazar un cúmulo de nubes. Hubo un momento de confusión, en el que yo ya no supe quién estaba consolando a quién. Se suponía que la perjudicada había sido yo, pero aparentemente, quien se veía más afectada era ella. Parecía un gran templo medio derruido después de haber sufrido un grave terremoto. Se sentía mal, pese a que yo le asegurara una y otra vez que había hecho lo correcto. Ella no había puesto la pólvora. Ella había apretado el gatillo no porque quisiera, supongo que porque era lo que debía hacer. Sorprendentemente, el impacto fue menor de lo temido. Ya no sé si por el hecho de que los años me han curtido, o porque me hallaba bajo los efectos de algo que me impedía sentir dolor en ese momento.
Yo me quedé así, apoyada en ella, contemplando el pavimento con la expresión de una persona que observa el vacío en el borde de un precipicio. Ella tenía la vista fija en el infinito, mirando al todo y la nada, con un gesto en el rostro que me recordó al de una estatua de mármol de museo, condenada a la eternidad postrada en un pedestal frío desde donde contemplar lo absurdo de la existencia. Sea como fuere, teníamos que presentar una estampa curiosa. Yo alentándola a ella, ella conteniéndome a mí.
No dejó de preocuparse en toda la tarde, pese a mis esfuerzos continuos por demostrarle que estaba bien. Fingía, sí, pero menos de lo que hubiera esperado de una situación parecida. Mientras tanto, la noche caía silenciosamente sobre nosotras y el atardecer dio paso a un cielo sin estrellas. Caminamos sin rumbo, como dos barquitos a la deriva por el centro de la ciudad, mezclándonos con los rebaños de turistas tardíos de aquel verano agonizante.
Esa tarde me convertí en múltiples elementos. También me vi obligada a transformarme en una muñeca de hojalata de esas antiguas, darle cuerda a mi lengua y hablar sin parar, hablar de lo divino y lo profano, hablar para escapar del silencio que nos perseguía. Porque cuando callábamos, y yo empezaba a divagar, el silencio se cernía sobre nosotras como una oscura amenaza de la que yo la intentaba salvar.
Finalmente, me acompañó a la parada del autobús. Ya no llovía, pero impregnaba el ambiente el inconfundible olor a humedad posterior a una tormenta. Hube de asegurarle una vez más que me encontraba de una pieza y que no iba a desmigajarme como una magdalena vieja de camino a casa. No me creyó, yo tampoco. La abracé lo más fuerte que pude y subí al transporte con la sonrisa característica de los momentos malos. Me moría de ganas de aflojarme la careta, quitarme los zapatos y pensar en todas las cosas de la vida que en ese instante habían dejado de tener sentido, pero al mirar por la ventana allí la encontré, al otro lado, mirándome. Asegurándose de que no lloraba. Sí que estaba llorando, pero por dentro.
Es mi técnica secreta.

Eternidades más tarde conseguí llegar a casa. Abrí todos los grifos habidos y por haber y me metí debajo, sintiéndome como me diluía por efecto del agua y dejando que todo se lo llevase la corriente.

Mañana sería otro día.

jueves, 2 de agosto de 2018

En la brisa

Me buscó, pero yo ya no estaba aquí. Había partido a surcar los mares a bordo de un velero hecho de bambú.
Había demasiadas quimeras aguardándome a lo largo y ancho del globo, que no fui capaz de quedarme quieta y no salir a perseguirlas rauda y veloz.

Lo que pasó fue que no sabía que yo en el fondo soy del viento. A veces creo que no soy yo, ni lo que en ocasiones me supongo ser, sino que no soy más que aire, la corriente que recorre las estepas y hace agitar las hojas que se caen de los árboles.
Si me creo hielo me equivoco, y si me pienso tierra, también. (Sólo tengo razón cuando me siento fuego, porque sé que llego a serlo, llego a ser incendio, llama y ceniza, todo al mismo tiempo. Pero sólo cuando me enfado). No soy mármol y tampoco soy cristal. No puedo romperme porque no hay nada quebrantable en mí.

Pero todo esto le era desconocido. Y cuando se quiso dar cuenta, yo ya me había evaporado en medio de una nube de pajarillos. Me buscó, pero no fue capaz de encontrarme. Es lógico, pues no había ningún lugar donde pudiera estar.







Firmado: una actriz que se hizo escritora por aburrirse de las tragicomedias.

miércoles, 1 de agosto de 2018

La negativa

No os dejo vivir. No quiero.

Deseo ataros una piedra y lanzaros al fondo del océano, donde el olvido os cubra y nadie vuelva a acordarse de vosotros.
Seré la Medusa que os convierta en piedra, os transforme en figuras de mármol y os atrape en un glaciar perpetuo que ningún alma sea capaz de alcanzar.

No os dejo existir. No puedo.

Quiero poneros en cuarentena en una celda y dejaros morir allí, lejos de todo lo conocido.
Quiero expulsaros de mi. Quiero dejar de sentir mi piel en peligro, y la amenaza permanente de que puedo caer al abismo con sólo un paso en falso.

No os dejo vivir. No quiero.

Prefiero acabar congelada que atrapada en una trampa que arda hasta los cimientos.






A mí es que los venenos me gustan dulces.

sábado, 21 de julio de 2018

En noches como esta

Reculo en noches como esta, en las que no dejo títere con cabeza. Salgo a pisotear bajo la luna las flores que con tanto mimo planté, y observo la tierra en mis uñas sin ningún tipo de remordimiento.
Tiro mi bayoneta al suelo y corro como si se me escapara el alma con cada zancada que doy, y me refugio en las trincheras con los pies ensangrentados.
Me enredo en bosques de espejos en los que sólo veo reflejadas caras que he desconocido con el tiempo, y oigo voces de gente que en realidad no está allí, que no está en ningún sitio, que ya no existe.

Las noches como esta son tormenta e incendio. Frente a mí, el océano de fuego griego, que se crece con el agua y se hace más y más inmenso, hasta que me vence y se me mete dentro, carbonizándome los pulmones.

Las noches como esta me fuerzan a convertirme en guerrera cuando menos fuerza tengo, y lucho contra una Hidra de Lerna a la que le crecen dos cabezas cada vez que consigo arrancarle una.

Y cuando me quiero dar cuenta, ya no tengo corazón. No sé si me lo he olvidado en algún sitio con la prisa y la vorágine, o si ha venido un ave rapaz y se lo ha llevado.

Entonces, me apetecería tragarme un tonel de dinamita y simplemente explotar. Pero luego recuerdo que no solucionaría nada. Aunque me viera reducida a añicos como una muñeca de porcelana vieja y rota que se ha caído del estante al que había relegado la obsolescencia, seguiría teniendo el fantasma de la desconfianza revoloteando sobre mi cabeza como un buitre famélico.

Igual que en noches como esta.

jueves, 5 de julio de 2018

Al partir un beso, una flor y un café.

Me encontraba de espaldas a la entrada, tratando de poner un poco de orden entre las latas de infusiones. La cafetería estaba tranquila, con el habitual murmullo sosegado de un martes a aquella hora de la tarde, cuando sentí la puerta abrirse con su usual chirrido.
Se supone que ese sonido es, a mis oídos, algo habitual, parte de mi rutina diaria. Se supone que ya estoy acostumbrada y que siempre suena de la misma manera, pero antes de girarme, ya tenía la certeza irrefutable de que nadie excepto tú podía haber franqueado la puerta.

Miraste en derredor, como evaluando por primera vez un local en el que ya habías estado mil veces, no sé si buscando una mesa vacía -había muchas- o directamente buscándome a mí. Sabiendo que esto último no te iba a hacer falta, caminaste pesadamente, como si nunca en la vida hubieras sentido la prisa en tus carnes, hasta la mesa situada en el extremo más alejado de la barra, y te dejaste caer en una de las sillas de madera.

Al principio no entendí por qué coño habías tenido que acabar viniendo aquí, con la de cientos de otras -y mejores- cafeterías que hay en la ciudad. Supuse que la diferencia es que en esta cafetería estaba yo, y en las otras no.
Resuelta a tratarte como a un cliente más de los cientos que veo pasar a diario por el establecimiento, me alisé el uniforme un poco y me aproximé a la esquina donde -me- esperabas pacientemente, mientras fingías examinar la carta de postres con total interés.
Dibujándome en el rostro la sonrisa más plástica y edulcorada que soy capaz de articular, te di la bienvenida al local. En el fondo sabías que no eras bienvenido, así que no respondiste, y te limitaste a contemplarme con una de esas miradas características tuyas que tanto han conseguido siempre alterarme. Ante tu silencio, te pregunté sobre lo que ibas a a tomar, y me respondiste, de manera lacónica, que café. Teniendo en cuenta que nos encontrábamos en un sitio cuya particularidad son sus muchas variedades de café -y lo sabías-, te podría haber servido como 18 tipos distintos; por lo que, de esa manera, me estabas obligando a hablar más de lo que yo en el fondo quería. Volví a preguntar, sin perder la compostura, sobre la variedad deseada, y respondiste, con una sonrisa enigmática, que café de Uganda, con un poco de agua fría, dos terrones de azúcar moreno orgánico y un toque sutil de canela.

(Sí, majestad. ¿Desea algo más? ¿Un peine de marfil de rinoceronte albino de Sumatra engarzado en oro de 25 kilates? ¿Un sorbete de fruta del dragón y carambola aromatizado con maná cultivado en la huerta de los dioses?)

Anoté tu pedido en el pequeño bloc de notas que siempre llevo encima, y, sin dedicarte ni una mirada más, me encaminé hacia la máquina de café a preparar tu bebida. Llegué a plantearme calentar el café más de lo normal (pese a que ya se preparaban a una temperatura que a Satanás le parecería excesiva), pero deseché la idea; no quería tener que oír tu voz más de lo estrictamente necesario, y mucho menos si era en forma de queja.
Eso sí, me demoré bastante. Quería que vieras que no eras mi prioridad ni me daba prisa en complacerte.

Cuando hube espolvoreado el último toque de canela de Ceylán sobre el brebaje, coloqué la taza humeante junto con los dos terrones de azúcar y una cucharilla sobre un pequeño plato de cerámica con pequeños dibujos de azaleas azules, y me di la vuelta, esperando tropezarme con tu mirada inquisitorial en la lejanía. Pero, para mi sorpresa, no hallé más que una mesa vacía y una silla con, todavía, el aroma de quien la había ocupado hasta escasos minutos antes.

Te habías ido sin decir ni una palabra (para mi alivio). Te habías esfumado, evaporado, en menos de lo que dura un parpadeo. Habías huido de allí bajo el amparo del silencio.

Y me alegré.

Aquí no se te había perdido nada.

jueves, 31 de mayo de 2018

La fuerza del destino

Dicen que el amor otorga a todo un tinte especial. Que lo que antes era insignificante se convierte en lo más importante del mundo, y que el mundo en sí adquiere otro color, más alegre, y hasta quizá, otro olor, como si hubiesen crecido rosales en todas las calles y celebrasen el amor haciendo brotar exhuberantes rosas.

Y más, sobre todo, si se trata del amor adolescente, o quizá denominado de otra forma más edulcorada, el "primer amor".
Ese primer amor, tan efímero y bello como una estrella fugaz, es aquel que impregna la vida de un aroma de cuento de hadas, pero al mismo tiempo, de una voracidad y una prisa angustiosa, casi apocalíptica, como si el mundo se fuera a acabar mientras los tortolitos están demasiado ocupados correteando por los jardines y contemplando las mariposas, sin ser conscientes de que las mariposas se mueren en dos días.

En semejantes circunstancias se veía envuelta Eileen aquel verano, que había pasado de ser una temporada estival más, a casi el mejor verano de su vida. Se sentía viva, rutilante, como si su piel brillase y ella en sí emitiera ese delicado fulgor que sólo parece dar el amor.

Había pasado el día entero caminando, así que, agotada, se dejó caer en un banco. La noche ya hacía rato que había cubierto con su manto oscuro la ciudad, pero a esas horas, las calles ebullían de actividad. Eileen se hallaba absorta en sus pensamientos y en la música que estaba escuchando, hasta que reparó en una extraña figura que avanzaba hacia donde se encontraba ella. Era un hombre enorme que se movía con dificultad, ayudado por un bastón; parecía un anciano encerrado en el cuerpo de un gigate, y pese a su vejez, tenía una mirada ávida y despierta.
Alrededor de Eileen había bastantes bancos, pero el anciano se acercó expresamente al que ella ocupaba. Este hecho, sumado al estado de alerta que desgraciadamente hemos tenido que desarrollar las mujeres cuando vamos por la calle de noche, y sobretodo, si se nos acerca un hombre, hizo que internamente Eileen se pusiera en guardia, aunque aparentemente ella mostrase total serenidad.
Se quitó los auriculares en cuanto notó que el hombre se dirigía a ella, preguntándole si se podía sentar, a lo que ella respondió que por supuesto.
Hizo un esfuerzo considerable por mostrarse amable pese a que cada vez se estaba poniendo más nerviosa, nerviosismo que aumentó considerablemente cuando el anciano trató de entablar conversación.

Le preguntó su nombre, su edad, a qué se dedicaba. Eileen temía que fuese a someterla a un interrogatorio de tercer grado y quisiera saber dónde vivía, su grupo sanguíneo, y hasta la marca de cereales que desayunaba por las mañanas, pero en cuanto ella le dijo que era estudiante, él le comentó que había sido profesor durante toda su vida, y comenzó a relatársela. Se presentó como Edgardo, natural de Italia, cosa que la chica ya había notado por su marcado acento. Había llegado a España hace años, le había gustado, y se había quedado aquí, estableciéndose en una humilde pensión cercana al banco donde ellos estaban conversando.

Edgardo se definía a sí mismo como un hombre profundamente religioso -Eileen era atea, pero con un respeto absoluto hacia las religiones-, que se había dedicado a ejercer como profesor de Teología y Filosofía. Le preguntó a Eileen su visión del mundo y de la vida, y la respuesta de ella fue bastante confusa, como de confusa puede llegar a ser la visión que tiene sobre la vida una muchacha de 17 años.

El anciano no le preguntó nada más sobre ella. Pero siguió hablando sin parar; parecía necesitar muchísimo a alguien para hablar -o alguien que le escuchara-. Aparentaba sentirse solo.

Muy solo.

Entre las muchas cosas que le contó, una de las que más llamaron la atención de Eileen fue que él no tuviera familia. Ni esposa (o esposo), ni hijos, sobrinos, hermanos...nada. Él le explicó que nunca había sentido interés hacia las mujeres (tampoco hacia los hombres), ni en formar una familia: el gran centro de su vida había sido Dios.

Antes de empezar aquella conversación, Eileen había trazado con exactitud un plan a seguir en su mente, por si el hombre la molestaba o se sentía incómoda. Pero no se sintió incómoda: todo lo contrario.

Cambiando de tema, el italiano le preguntó si le gustaba bailar. Ella, extrañada, le respondió que sí, a lo que él le propuso llevarla a bailar, puesto que todos los fines de semana se organizaba un baile popular en la plaza del ayuntamiento, y que él se movía con más gracia que los muchachos jóvenes, convirtiéndose en el alma de la fiesta siempre. Eileen no sabía si la propuesta era seria o si él le estaba tomando el pelo, así que se limitó a sonreír, sonrisa motivada por la imagen mental de imaginarse bailando con aquel estrafalario septuagenario.

Continuando con las invitaciones, Edgardo le dijo que todos los días comía en un bar de la zona. Era barato, explicó, unos 6 euros el menú, aunque bueno, por un día podría invitarla a comer, si ella quería. Ella no rechazó la propuesta de manera explícita. Pero no le gustaba que la invitasen. Y la idea de que le pagase la comida un anciano que acababa de conocer le pareció un poco desagradable.

Por último, y antes de que ella se fuera, él se empeñó en darle el número de teléfono de la pensión donde vivía, argumentando que le había gustado mucho conocerla y que quería conversa con ella por teléfono.
Se despidieron, pues ella tenía que irse; y se marchó, con una sensación extraña en el pecho. No sabía muy bien qué hacer: por una parte, el tipo no le había transmitido ninguna mala sensación (tan sólo le había parecido un tanto excéntrico), pero por otra parte, no quería pecar de ingenua y pensar que la bondad es el orden primigenio que rige el comportamiento humano, y por ello, acabar pasando por una situación desagradable. Le habló de él a su entorno, y recibió como respuesta palabras de cautela y preocupación, que disuadieron a la joven de dirigirse a él de nuevo.

Al mismo tiempo, ella no consiguió olvidarle, y acabó buscándole casi sin darse cuenta. Alguna vez pasó por la plaza del ayuntamiento los días de baile para buscar su rostro entre la multitud y descubrir, con sorpresa, que allí estaba, moviendo su avejentado esqueleto con arte, tal y como él había dicho. Y cuando algún motivo orientaba su camino hacia la zona donde se habían conocido, ella escrutinaba con la mirada los bancos, para ver si él se encontraba en alguno de ellos.

No existe nada ni nadie capaz de escapar al paso del tiempo, y los años transformaron a Eileen en una joven universitaria, con la misma energía y curiosidad de siempre, pero de carácter un poco más templado, quizá debido a aquella tímida madurez que apenas había empezado a adquirir.
Un día se hallaba ella en la facultad, decidiendo con sus compañeros el procedimiento a seguir para un trabajo. Estaban revisando unos periódicos, buscando noticias para dicho trabajo, cuando uno de los titulares llamó poderosamente su atención. En él, decía que se buscaban herederos para un hombre rico que llevaba un año muerto sin que nadie reclamase su cuerpo. Eileen comenzó a leer la noticia, sin imaginarse lo que encontraría dentro de ella. Al leer la nacionalidad del fallecido, un engranaje empezó lentamente a girar en algún lugar de su interior.
Cuando leyó su nombre, no pudo evitar sentir una tremenda sensación de vértigo.
Y finalmente, cuando reparó en la fotografía que acompañaba el texto, casi se cae de la silla.

El difunto era, en efecto, el italiano profesor Edgardo que ella había conocido años atrás una noche de verano. Todos los datos que arrojaba la noticia ella ya los conocía: él mismo se los había contado. Salvo uno: el tema de su dinero. Este hecho, de todas formas, no hubiera cambiado nada.

Le costó días a Eileen asimilar lo ocurrido, pues creía que historias así eran más propias de Hollywood, que de la vida real. Pero ya vio que no, que a veces, la realidad supera a la ficción.
Tuvo que aprender a aceptar que Edgardo murió solo.Y aceptar también la tristeza y el terrible remordimiento que sentiría cada vez que él le viniera a la cabeza. Hecho que, comprendió, no iba a pasar pocas veces.


Nota de la autora:
Al leer lo escrito, me doy cuenta de que podría, perfectamente, haberle dado carta blanca a la fantasía, y haber dejado volar mi imaginación, libre como el viento.
Podría, por ejemplo, haber escrito que Eileen sintió la imperiosa necesidad de visitar el dormitorio en el que Edgardo pasó las últimas noches de su vida, y que allí encontró un testamento donde él le legaba toda su fortuna, que le permitió abandonar la universidad y dedicarse a la vida contemplativa.

No lo hice, sencillamente, porque estaría faltando a la verdad.

Esto no es un relato. Es la crónica de una historia real. Tan real como que conocí a Edgardo Pavía en julio de 2015 y falleció, solo, dos años después.

Esto no es un relato. Es un homenaje.

Descansa en paz, Edgardo.

lunes, 14 de mayo de 2018

Las sin corona

Pertenezco a esa generación de princesas que ya no buscan príncipes. Que no esperan, en lo más alto de una torre, a que un apuesto caballero las salve de su cruel destino. Que si quieren la luna, se descuelgan del balcón -donde siempre se han empeñado en enclaustrarlas- y se la bajan ellas solas.

Pertenezco a esa generación de princesas que ya han dejado de serlo. Que tiraron por la ventana las coronas y los zapatos de tacón, decididas de una vez por todas a recorrer los caminos descalzas, sintiendo el mundo bajo sus pies.

Pertenezco a esa generación de musas que se aburrieron de estar todo el día dentro de los cuadros, que se salieron de ellos para ser ellas las artistas, las poetas, las escultoras, las escritoras. En resumen, para crear el arte y no sólo limitarse a serlo; para ser infinitas e infinitas cosas más que meros objetos decorativos, muñequitas bonitas de porcelana eternamente disponibles a gusto del consumidor, con un envoltorio brillante y de colorines, y poco que decir después.

Pertenezco a esa generación de brujas que no pudieron quemar. (Les daré una mala noticia: cada día somos más.) Esas, que se hartaron de ser siempre las malas de los cuentos. Las olvidadas. Las violadas. Las asesinadas.
Por eso, estas brujas atraparon el fuego y aprendieron a dominarlo, se convirtieron en guerreras, en gladiadoras, en samuráis. Y ahora toman las calles antes de que las calles las tomen a ellas; gruñen y aúllan como lobas, porque, a este punto, ya no le temen a ninguna Manada.

Pertenezco a esa generación de mujeres que no quieren ser valientes (aunque la vida las haya forjado a serlo), tan sólo libres. Que gritan porque la otra opción, ser silenciadas, ya no es una opción.

Estamos cansadas de que no se nos oiga,
pero nunca más volveremos a ser mudas.

(si me quieres, quiéreme libre)

miércoles, 9 de mayo de 2018

unos cuantos piquetitos!

(manos arriba, esto es un atraco)

Amanece:
el mar está de resaca y yo tengo el pecho ensangrentado.

Me duelen todas las heridas que no me he hecho.

(Me he convertido en la bruja de mi propio cuento, y créeme, la mataría si no la llevase ya bien adentro)

Me duelo yo sola,
pero también me dueles tú.

Me han salido ampollas por todo el cuerpo de tanto intentar introducirme en moldes que no estaban hechos para mí.

¿Y qué si no cumplo tus expectativas?
¿Y qué si soy exactamente todo lo que no estás buscando?
¿Y qué si tengo más espinas que pétalos? ¿Y qué si soy un bosque de árboles muertos y bichos disecados?
¿Y qué si estoy hecha de fuego, y si te acercas, me quemo? 
¿Y qué si no soy tu prototipo?

¿Y qué?
Yo te lo diré:

Absolutamente nada. 

lunes, 7 de mayo de 2018

Un clavel blanco

¿Y quién se te va a resistir, niña, si vienes y me miras con esos ojos que tienen encerrados mil batallas, que guardas tantas victorias y derrotas en la mirada;  si cuando te acercas a mi se me congela hasta el habla, y cuando intento pensar, no se me ocurre absolutamente nada? ¿Y quién me va a salvar a mí de ti, ángel caído, si eres al mismo tiempo guerra y paz, al igual que un mar en calma, eres pura tempestad; si ante ti quiero rendirme y no seguir luchando ya, pero tú me das fuerzas para aguantar un asalto más?

Contigo se me olvida hasta la vida, que aunque continúe la búsqueda, sigo con las manos vacías, pero la verdad, me da igual...

...mientras no cese tu risa.

martes, 1 de mayo de 2018

ocaso; sol en sepia (san Juan y la ceniza)

Me despertó un dolor agudo en el cuello, como si hubiera dormido retorcida cual trapo mojado. Cuando, tan sólo un par de horas antes, me había colocado la mochila bajo la cabeza para utilizarla a modo de almohada, intuía que iba a ser mala idea, pero no me imaginaba hasta qué punto podía un macuto lleno de bártulos dejarte las cervicales hechas un nudo marinero.

Abrí los ojos, y lo primero que vi fue a Marina, a sólo unos centímetros de mi. Su camiseta fina de algodón apenas alcanzaba a cubrir pequeñas superficies de piel de gallina. No sabía cómo podía dormir con el frío que hacía. Gélidas corrientes de aire se colaban entre las dos toallas que nos tapaban. Yo no podía parar de tiritar, pese a que llevaba una sudadera (a veces tengo la suerte de ser precavida), y me encogía todo lo que podía para que no se me quedase ningún miembro a la intemperie.

Había dormido tan poco, que tuve la duda de si realmente había llegado a quedarme dormida, o tan sólo me había visto envuelta en la neblinosa duermevela, donde se funde la vigilia y el sueño.

Observé a Marina con detenimiento, como si estuviera estudiando qué partes de ella recordaba, y cuáles habían cambiado con el paso del tiempo. Nos conocimos en el parvulario, y el mismo destino que nos separó fue el que provocó que nuestros caminos volvieran a cruzarse catorce años más tarde. Éramos dos conocidas que se habían desconocido y ahora les tocaba reconocerse. No había perdido el aire travieso, esa mirada avispada que hacía que la siguiese a todas partes cuando éramos pequeñas.

Con semejante frío, tan impropio de esa época del año, yo no podía seguir durmiendo. Ni me planteé volver a intentarlo. El reloj del móvil indicaba apenas las 7 de la mañana. Estaba amaneciendo, y el sol comenzaba silenciosamente a despuntar por el horizonte. Me incorporé con cierta dificultad. Sentía el cuerpo rígido, como si, durante la noche, alguien hubiera sustituido mis miembros por piezas de madera enmohecida, o de hierro oxidado, debido a la humedad.

En cuanto me hube puesto en pie, sentí un escalofrío recorriéndome las piernas, apenas cubiertas por el pantalón corto. La arena estaba congelada, así que me calcé rápidamente las zapatillas. Tapé a Marina lo mejor que pude, tratando de no despertarla, y oteé a mi alrededor. A esas horas, y tras la noche de san Juan, la playa ofrecía un panorama de abandono total. Mis amigos dormían, repartidos por la arena y tapados hasta las cejas, alrededor de los restos de la hoguera que habíamos encendido, de la que ahora sólo quedaban cenizas y algún trozo superviviente de la masacre de apuntes que habíamos llevado a cabo.

Fuimos de los pocos valientes (o idiotas, más bien) que se habían atrevido a pasar la noche al raso. No se veía cerca nuestra más que restos de la noche anterior, botellas de alcohol vacías, y basura. Empecé a pasear por la playa, en parte para entrar en calor, y en parte porque a veces no encuentro ninguna forma mejor para desenredar los nudos que se me forman en la cabeza y en el corazón,  y en ese momento, yo misma era un nudo gigante y me estaba asfixiando (de pena).

No sabía cómo sentirme. Al mismo tiempo me sentía como el mar en calma que se extendía, aparentemente infinito, ante mi. Pero también me sentía como un huracán, como una tormenta eléctrica que hubiera destrozado todo a su paso.

Aunque la única destrozada era yo.

A lo lejos, él me estaba observando. Lo sabía. Lo sentía. Hubiera reconocido su mirada en cualquier lugar; antes, tan cálida, y ahora, tan aséptica e hiriente.
No le bastaba. No le había sido suficiente. Igual que yo.

La orilla estaba llena de trozos diminutos de mi corazón, mezclados con las conchas,  y desperdigados en todas direcciones. Me acerqué y los contemplé con lástima. Parecían animalitos muertos. Pero yo no estaba de humor como para organizarles un funeral.

El mar parecía de plástico, de mentira, pues no se movía, como si estuviera congelado. Pese a llevar zapatillas puestas, y siendo consciente de que el agua probablemente iba a estar congelada, me aproximé. Seducida, hipnotizada, arrastrada por el poderoso embrujo que ejercía el mar sobre mi, metí los pies en el agua, pues, puestos a hacer tonterías, pocas cosas me importaban ya. Sorprendentemente, y contrastando con la temperatura tan baja que hacía, el agua estaba increíblemente caliente. Tuve que resistirme a las ganas de zambullirme de cabeza que sentí.

 Comencé a hacer una de las cosas que más me evaden y relajan:hacer rebotar cantos rodados contra la superficie. Dos, tres, cuatro, cinco. Hasta 6 veces conseguía que las piedras chocasen hasta hundirse. Las lanzaba con fuerza, con la rabia que se me acumulaba dentro y no podía sacar de otra manera.

Sabía que quien me viera iba a pensar que me faltaba un tornillo o que seguía borracha tras la noche de fiesta; pero la mañana era gris y yo sentía que me habían abandonado todos los colores de la Tierra, así que me era indiferente.

Perdí la noción del tiempo mientras el mundo amanecía, mis amigos comenzaban a desperezarse, y a mi se me iba la vida en cada piedra que lanzaba.

Porque me sentía sola.

Aunque el mar intentara abrazarme y yo no me dejase.


miércoles, 25 de abril de 2018

Palomas negras y cuervos blancos


Corría el verano de 1919, caluroso como las llamas que parecían salir del asfalto recalentado tras muchas horas de exposición solar. Connor pedaleaba cuesta arriba, casi sin resuello, en la vieja bicicleta prestada, que definitivamente había conocido tiempos mejores. No dejaba de emitir chirridos extraños y la cadena se le soltaba cada dos por tres. Pero era el único medio de transporte del que disponía; ese, o tener que hacer las entregas a pie, y esa no era una opción viable.
La empinada subida se le antojaba interminable, como si en vez de dirigirse a una mansión, estuviese intentando subir al cielo cual torre de Babel. La camisa del uniforme se le pegaba a la espalda, empapada de sudor, y sus piernas protestaban, sobrepasadas por el esfuerzo. Connor era un chico joven, pero le costó pensar que, a partir de ahora, debería sufrir semejante martirio cada vez que debiera entregar alguna carta o paquete al dueño de la estrafalaria casa. El chico llevaba tan sólo un par de semanas en el puesto de trabajo, pero, hasta el momento, no había tenidp que ir a la mansión que se erigía, imponente y majestuosa, en aquella elevada colina que parecía alzarse y contemplar al pueblo desde las alturas.

Había encontrado trabajo gracias a un anuncio en el periódico. Tras la Gran Guerra, la población joven de Inglaterra había mermado considerablemente. Connor se libró de ir, debido a que era demasiado joven, pero ya había alcanzado la mayoría de edad y había llegado el momento de abandonar el nido y empezar a ganarse el pan por sí solo. Cuando vio el anuncio de una vacante como ayudante en la oficina de Correos, no dudó en trasladarse desde Abbotsbury, donde se había criado, hasta Huddersfield, el pueblo donde ahora se encontraba. Acudió sin avisar, sin mandar carta antes, y, en definitiva, sin la certeza de si iban a darle el empleo o, por el contrario, darle un portazo en la cara y mandarle de vuelta a casa. Pero la suerte hizo que el puesto fuese suyo casi en el momento en que puso un pie en la oficina. Por lo que le contaron, habían llegado muchos muchachos en los últimos meses que se habían acabado marchando. Pero Connor estaba decidido a quedarse, pues el pueblo le parecía bonito, el trabajo no era demasiado duro (salvo cuando le tocaba dejarse el alma salvando pendientes en bicicleta) y, aunque su sueldo no era elevado, era suyo y le bastaba para vivir y ser independiente.

Cabe decir que no se esperaba el recibimiento que obtuvo. Había oído que la gente del norte era cerrada, pero no se imaginaba hasta qué punto esa frase era cierta. Allá donde iba, sólo encontraba miradas que no le resultaban agradables: unas de recelo, y otras, temerosas. Allí se sentía más extraño que en ningún otro lugar, como si nadie le quisiera en el pueblo y debiera darse media vuelta y marcharse bien lejos. Connor lo atribuyó al carácter huraño de los lugareños y prefirió no darle demasiada importancia; ya se acostumbrarían a ver su bermeja cabellera y su cara pecosa recorriendo las callejuelas de Huddersfield.

Finalmente alcanzó la cima de la loma, y avanzó, ligero como la brisa marítima, por el camino de gravilla, hacia el gran portón que, como boca de lobo, daba paso a una monumental edificación de estilo victoriano. Connor sólo había visto el caserón a lo lejos, y ya le había parecido impresionante, pero tuvo que reconocer que cuando estuvo ante él, no pudo sino sentirse intimidado. No parecía real, no parecía que fuese un lugar donde realmente pudiera vivir alguien, sino más bien una mansión sacada de una novela de Edgar Allan Poe. Parecía que en cualquier momento se iba a abrir una ventana e iba a salir volando una bandada de murciélagos, aleteando sus alas negras y formando un batiburrillo de silbidos desagradables. Connor se rió ante semejante ocurrencia, y se reprendió a sí mismo por pensar algo así. Sus padres y sus maestros siempre le habían censurado ese aspecto de su personalidad. Trataban de hacerle poner los pies en la tierra, mas era un chico que vivía en las nubes, que era como un pajarillo de alas rojas.

Así que trató de comportarse como un adulto responsable. Bajó de la bicicleta, y la dejó apoyada en un arbusto. Sacó de su bolsa de piel el pequeño paquete que debía entregar. En el destinatario no figuraba ningún nombre, tan sólo unas iniciales: FFF. No había remitente. Aunque no era muy grande, la caja pesaba bastante. La sacudió ligeramente, y emitió un sonido raro, como si estuviera agitando un sonajero de bebé. Fuera lo que fuese, no era asunto suto, así que se metió la camisa por debajo de los pantalones, se alisó ese cabello enmarañado que difícilmente se dejaba domar, y asió la aldaba metálica que coronaba el portón de madera, dando tres golpecitos que, aunque leves, crearon un eco que pareció crecer y crecer en medio de aquel silencio.

Esperó unos instantes, y a no recibir respuesta, volvió a tocar. Nadie abrió, pero tenía la extraña sensación de que había alguien en la casa, así que reculó sobre sus propios pasos, sintiéndose observado. Porque, en efecto, al dirigir la mirada hacia las ventanas, divisó una joven mirándole fijamente. Pero no era una mirada hostil como la del resto de vecinos, sino una reconfortante y cálida, acompañada de una sonrisa dulce como la mermelada de su abuela. La chica le hizo señas a Connor para que entrase. Connor le dijo a su vez que la puerta estaba cerrada, y la chica repitió el mismo gesto, como si no se hubiera enterado. El muchacho se acercó a la puerta, y cuál fue su sorpresa al ver que ésta cedía fácilmente bajo sus dedos, y se abría con el crujido típico de las cosas viejas.
De entre todos los escenarios posibles que Connor hubiera sido capaz de reproducir en su desbocada imaginación, el que vio ante sí, hubiera sido el último que hubiera podido pensar. Cuando abrió la puerta, casi estaba seguro de que iba a encontrarse entre tinieblas, rodeado de telarañas y con un mayordomo-esqueleto dándole la bienvenida, portando una cabeza cercenada –con una manzana en la boca- servida en una bandeja reluciente de plata. Nada más lejos de la realidad. Un amplísimo vestíbulo color púrpura parecía darle la bienvenida, cuyo techo parecía alzarse hacia el cielo y llegar hasta el infinito. Una especie de lámpara de araña pendía de él, y presidía solemnemente la estancia. Connor la contempló con curiosidad, estirando el cuello todo lo que su fisionomía le permitía, y se dio cuenta de que no era una lámpara de araña, sino una suerte de móvil compuesto de muchos, muchísimos planetas y astros. Reconoció algunos, los que le habían enseñado en la escuela, pero en el curioso mecanismo había más, seguramente, de otras galaxias.

El suelo era de baldosas de mármol, que, como pudo constatar, formaban formas que se extendían por todo el vestíbulo, componiendo un extraño símbolo que el chico desconocía. Los pasos tímidos del joven repiqueteaban en un soniquete que la magnitud de la estancia no hacía sino ampliar.
-¿Hola?- dijo Connor.- No recibió más respuesta que el eco de su propia voz. -¿Hay alguien?-volvió a preguntar, mas volvió a ser en vano.

En el centro del vestíbulo había una pesada mesa de roble estilo Luis XIV. Sobre ella descansaba un jarrón rebosante de unas hermosas flores azules. Connor se planteó depositar el paquete allí y marcharse, pero, por otra parte, consideraba muy maleducado entrar e irse sin decir nada. Además, sentía un extraño deseo de conocer el dueño o dueña de aquella estrafalaria vivienda, de ver si era la chica que había avistado por la ventana, o de si allí había alguien más. Parecía un espacio demasiado grande para una sola persona.

Percibió una tenue música proviniendo del piso superior, así que se encaminó hacia la amplia escalinata, que le recordó a las imágenes que había visto de la que tenía el Titanic. Esto le hizo estremecerse. El pasamanos de la escalera estaba tallado en madera, de manera que parecía que una serpiente interminable se enroscaba por él. Miró hacia arriba y vio numerosos sujetavelas, que portaban velas blancas, negras y rojas. Algunas emitían un tenue resplandor, que reconfortó al chico casi instantáneamente. Una vez hubo subido al piso superior, un larguísimo pasillo se extendía frente a él. Numerosos cuadros de hombres y mujeres con estrambóticas túnicas parecían contemplarle desde las paredes. Connor avanzó hasta el lugar de donde parecía venir la música. Asió el pomo de la puerta, que era una especie de figura de cristral morado, y entró en la habitación.

Lo primero que vio fueron dos ojos de aspecto diabólico mirándole fijamente. Connor ahogó un grito, antes de darse cuenta de que esos ojos eran de piedra, y pertenecían a una gárgola de una criatura extraña. De hecho, toda la habitación estaba repleta de ellas; aquello parecía el estudio de un escultor. No tenían nada de envidiar a las de la catedral de Notre Dame. Se paseó por la estancia, fijándose en las figuras, y se dio cuenta de que no había dos iguales. Cada una tenía algo que la diferenciaba del resto. Y todas parecían mirarle, y querer saltar sobre él, si no estuvieran presas de sus cárceles de piedra. Anexa al estudio había otra habitación, a la que el chico accedió atravesando un arco apuntado. Esta sala era más grande, y estaba envuelta en luces de colores, pues las ventanas habían sido sustituidas por vidrieras. Allí había numerosas mesas y encimeras repletas de artilugios que el chico desconocía, así como vasijas y recipientes de múltiples tamaños, que contenían líquidos coloridos, así como instrumentos medidores y otros aparatejos. Eso debía ser un laboratorio. Pero el laboratorio más raro que jamás hubiera visto.

Connor se dio la vuelta y regresó por donde había entrado, tratando de esquivar la mirada de las gárgolas. De vuelta en el corredor, intentó volver a seguir el rastro de la melodía, pero no percibió más que un silencio sepulcral. Sopesó empezar a atravesar las distintas puertas (y tan distintas, pues cada una estaba rematadas por un arco de un estilo arquitectónico diferente) repartidas por todo el pasillo, hasta que algo captó instantáneamente su atención. Al final del pasillo, una gran puerta negra rezaba lo siguiente: Biblioteca.

No pudo resistirse. Los libros eran su perdición. Y a lo mejor el dueño de la casa se encontraba dentro. Avanzó, casi en estado de hipnosis, y abrió la puerta. La biblioteca era enorme, hecho que no le extrañó, pues todo en aquella casa parecía ser grande, o extraño. Las estanterías se extendían a lo largo y ancho del lugar, casi tocando el techo. Connor sintió, repentinamente, que no estaba solo allí. Alzó la voz, y, una vez más, volvió a no recibir respuesta. La biblioteca estaba en semi penumbra, pero su vista se acostumbró rápidamente a la falta de luz.

Tres gatos negros le observaban agazapados en un estante, y al acercarse él, salieron corriendo y atravesaron la puerta, que se cerró de golpe. Casi en el momento en que la puerta quedó cerrada, empezó a oír una especie de voces, que provenían del sitio donde los gatos estaban escondidos. Se acercó al lugar, escuchándolas más claramente a medida que se aproximaba. Allí había otra figura, esta vez, de un gato blanco. Empezó a fijarse en los libros que había en los estantes. En sus lomos y en sus portadas no había títulos, tan sólo nombres. A Connor, dichos nombres le sonaban vagamente, aunque era incapaz de recordar en qué momento o lugar los podía haber visto antes. En cuanto tomaba un volumen en sus manos, era como si este le hablase en un idioma incomprensible; como si este fuese un ente con vida propia, pues todos los libros estaban cálidos, como órganos vivos. El chico pensó que eran imaginaciones suyas, que el aura peculiar y el ambiente cargado de la biblioteca debían estar trastocándole los sentidos y provocándole tener visiones. Un maullido le devolvió a la realidad, y se dio cuenta de que el gato blanco estaba vivo. Saltó de lo alto de la balda donde se encontraba, como un vigía, y se dirigió al fondo de la sala. Connor lo siguió, como un barco perdido siguiendo la luz de un faro en mitad del crepúsculo. El gato se encaramó ágilmente de un salto a una mesa blanca y maciza, que descansaba contra la pared (sea quien fuere el propietario de la mansión, definitivamente tenía preferencia por el mobiliario ostentoso). Encima de la mesa había varias velas y unos cuantos periódicos y papeles. Connor ya había perdido cualquier sentimiento de vergüenza o recato, y le traía sin cuidado que le pillasen curioseando, así que empezó a husmear entre los folios.

Uno de ellos era una lista de nombres. En la oficina de Correos había una copia exacta de aquel documento; era una especia de registro de todos los ayudantes que habían pasado por su puesto de trabajo antes que él. Empezó a notar un nudo en el estómago. Los nombres coincidían con los que rezaban los libros que acababa de ver. Por eso dichos nombres le eran familiares, y no podía recordar por qué.

Se fijó en el periódico. Databa de un mes antes, y era justamente el mismo ejemplar en que había encontrado el anuncio del puesto vacante.

Notó la sangre evaporándose de sus venas. A punto estuvo de desplomarse, y para evitarlo, se apoyó con las dos manos sobre la mesa. Ante él había un pesado libro abierto, en el que no había reparado antes. Era muy viejo; tanto, que las hojas se habían vuelto casi translúcidas. Estaba escrito en latín.
Para su desgracia, Connor dominaba ese idioma a la perfección. Era el problema de haber estudiado toda su vida en un colegio religioso.

El agujero que tenía en las entrañas se hacía más y más profundo conforme avanzaba en la lectura. Conjuros, encantamientos, y hechizos de la magia más oscura que pueda imaginarse nadie recorrían las páginas de aquel manual de nigromancia, enseñando al lector cómo extraer el alma de un ser vivo, cómo transformarla a gusto del brujo o bruja en cuestión, y cómo contenerla en todo tipo de objetos, desde estatuas instrumentos…o libros.

De modo, que, ciertamente, allí Connor no estaba solo.

Repentinamente, la puerta de la biblioteca se abrió de par en par, con un estruendo que provocó que algunos libros se desprendiesen de sus estanterías.
Lo último que Connor alcanzó a ver fue una silueta negra recortada a contraluz.

Y un par de ojos rojos.


Fuera, un cuervo emprendió el vuelo, y surcó el cielo emitiendo un graznido.

sábado, 21 de abril de 2018

Escribir sobre escribir

A veces no hay nada que me de más miedo, que sentarme en silencio frente a un folio en blanco.
Aparentemente sólo me enfrento a un trozo de papel vacío, pero en el fondo sé que se trata de mucho más, que ojalá sólo fuera eso.

Porque el papel no hace daño a nadie,
pero las inseguridades sí.

Suelo pasar temporadas sin escribir, sin tocar un bolígrafo ni acercarme a las hojas que me aguardan impacientes. No me atrevo, no quiero, no me apetece -me digo a mí misma-. Y si soy honesta con lo que siento, soy consciente de que no es que no esté inspirada, no es que me falten ideas (ya que, al mismo tiempo, lleno páginas de mis cuadernos con ideas que nunca llego a desarrollar), no es que no me apetezca escribir. Lo que no me apetece es colocarme bajo mis propios focos, pasar por mis propios escáneres, tumbarme en una cama de operaciones hecha de metal congelado en la cual la cirujana Helena me abrirá en canal con toda clase de artilugios y aparatejos que me harán sufrir, buscando fallos y fallas y un no se qué en no sé dónde.

Porque, cuando hay un folio en blanco encima de la mesa, contra lo que me enfrento realmente es contra mí. Contra mi exigencia. Contra mis propias expectativas. Contra todo lo que quiero ser y no soy. Contra todo lo que soy y no quiero ser. Juego mi propio partido, y soy una árbitra tan injusta, que la mayoría de ocasiones salgo perdiendo.

Y me gusta escribir. Después de tantos años, finalmente soy capaz de admitirlo. Durante mucho tiempo estaba férreamente convencida de que no era cuestión de que me gustara o no, sino que era algo que tenía que hacer; una especie de cuestión vital para mí.

Pero no; me gusta. Jugar con las palabras es mi juego favorito. Las moldeo como si fuesen arcilla, con ellas hago pájaros de barro que echo a volar, o las guardo y creo un bosque de palomas disecadas donde sólo estoy yo, perdiéndome y encontrándome una y otra vez.

Hoy estoy inspirada: bailo ligera entre cortinas de raso blanco, descalza sobre la tierra sintiendo el mundo bajo mis pies.  No estoy aquí; estoy flotando entre nubes de letras, bañándome en ríos de tinta, mientras construyo barquitos de papel y sueño con las grandes travesías que me gustaría que llevasen a cabo.
Precisamente cuando más inspirada estoy, es cuando menos lo parece; cuando camino errante con la mirada perdida, como un ser sin alma ni conciencia. Supongo que estoy tan concentrada que me abstraigo completamente y me olvido de cualquier otra cosa que no sean las telarañas de palabras que en ese momento tejo en mi desastrosa cabeza verde.

Cuando escribo soy yo. Cuando no soy capaz de hacerlo, también.
Aunque quizá un poquito menos.


miércoles, 4 de abril de 2018

Aufwiedersehen

Llegó trayendo el atardecer en los ojos,
y me miró como si fuese la última cosa que fuera a hacer en el mundo.
Llevaba el pelo repleto de flores, siguiendo esa manía tenue que desarrollaba cuando llegaba la primavera. Me gustaba así; siendo toda ella una flor llena de flores.

Nos envolvió un silencio triste que empezó a cernirse sobre nosotros, amenazando con robarnos el aire. La miré a través del frío y ella, al dirigir su vista hacia mi, me dijo, casi a borbotones, y sin romper ese silencio asfixiante, todas las palabras que en todo este tiempo no nos había dado tiempo a decir en voz alta. Sin embargo, no pude evitar sentir que algunas se escaparon, como mariposas huyendo de una red, y ahora agonizasen en algún rincón olvidado sin nadie que las velase.

Le tomé una mano, y me sorprendió cuán pequeñas, pálidas y frías las tenía, como criaturas gélidas de algún lugar remoto. Pero me sorprendió aún más mi propia sorpresa, y darme cuenta que se debía a que nunca antes le había cogido las manos. Mis manos y las suyas eran completas desconocidas; nunca se habían asido con fuerza en momentos de flaqueza. Nunca se habían explorado. Nunca habían sentido que sin la otra estaban vacías. Y nunca lo harían.

Ella, en todo momento parecía estar batallando. Quizá contra sí misma, contra su tristeza, o quizá contra algo más profundo y complejo adonde yo nunca podría llegar.

Por fin se rindió a aquello contra lo que estaba decidida a no sentir y se lanzó a abrazarme.Se rindió ante sí misma y se rindió ante mí, se rindió en mis brazos y yo la sostuve con cautela y con un poco de miedo también, como si sostuviera una figura de cristal que pudiera romperse en cualquier momento.Me recordó a un diminuto barco naufragando. En mis brazos parecía más pequeña todavía.

Qué etérea la noté. Ella era la vida, y yo me abrazaba a ella con miedo, sabiéndome derrotado al querer congelar el momento, congelarme en su abrazo y no irme nunca de allí. No sé cuánto tiempo pasamos así. Sólo sé que la abracé hasta que no pude abrazarla más. Porque cuando quise darme cuenta, en mis brazos ya no había nada. Sólo un poco de ceniza y quizá lágrimas secas. Ella ya no estaba.

Yo tampoco.


martes, 20 de marzo de 2018

Dance of the knights


La luna alcanzó el cénit del cielo, y se alzó, como una reina engalanada en un majestuoso vestido color plata, en medio de una noche oscura sin estrellas ni mirlos negros que cantasen a horas intempestivas.

Dentro de la monstruosa catedral, silencio sepulcral. Ni siquiera las campanas se atrevieron a repicar, al alcanzar el reloj las doce en punto. Todo parecía contener la respiración aquella madrugada.
La luz de la impresionante luna se colaba, osada, a través de las enormes vidrieras de colores repartidas por las paredes de todo el templo, creando un cierto ambiente fantasmal.

Silencio. Silencio inquietante. Como el de instantes antes de que se desencadene una tormenta. Un silencio que le provocaría ansiedad hasta a la persona más serena.

Como un rayo que partiera el ocaso en dos, ambas puertas de la catedral se abrieron con sendos portazos que hicieron retumbar los gruesos tabiques de piedra.

Por la puerta principal entró una horda de caballeros ataviados con armaduras de hierro negro. Uno de ellos portaba un estandarte con una bandera de color azul y blanco. Todos ellos llevaban el casco puesto y el yelmo bajado, por lo que era imposible ver sus rostros. Además, tenían espadas, no desenvainadas, pero con las manos en el cinto. Caminaban rítmicamente, sin adelantarse, sin dar un paso más del debido, como si fueran androides que hubiesen sido creados todos idénticos y programados para comportarse de la misma manera. Sus botas de metal contra el suelo de granito creaban eco, que se extendía por toda la catedral.

Caminaron como un ejército de androides de metal sin alma hasta llegar al centro de la nave principal, donde se detuvieron.

Por el otro extremo penetró de la misma manera otra caterva de caballeros. Estos vestían una armadura dorada, que emitía un resplandor a pesar de la semioscuridad del lugar. Al igual que el otro grupo, uno de estos portaba una bandera color negro y verde. Dichos ejércitos parecían clonados, pues los últimos también llevaban los yelmos bajados y caminaban igual, como si se dirigiesen a la guerra, a la muerte, a un fin que sabían y llevaban asumido, como si hubiesen sido creados para eso.
Se dirigieron al centro de la catedral, colocándose en frente de los caballeros negros, apenas separados por unos pocos metros.

Ambos grupos se encontraban cara a cara. Pero, al mismo tiempo, parecían no mirarse, no respirar. No saber por qué se encontraban allí, pero llevar a cabo una misión, un fin que debían cumplir. Un asunto de vida o muerte.

Varios minutos discurrieron así, sin que nadie moviera un dedo, ni ninguna espada cayera al suelo ni fuera desenvainada. Sin que nadie respirase.

De repente, un cuervo se adentró en el santuario por una de las ventanas. Sobrevoló la catedral, casi atravesándola, y graznando con unos sonidos crujientos que, más que disolver el sonido, lo arañaban, como unas uñas sobre una pizarra. Trazó varios círculos en su vuelo, hasta alcanzar uno de los extremos de la cruz del altar mayor. En el preciso instante en que sus pequeñas patas se posaron sobre el frío metal, los caballeros desenvainaron sus espadas en un rápido movimiento, más veloz que un parpadeo.

Casi coreográficamente, ambos grupos se enzarzaron en una batalla que, más que una batalla, parecía una danza previamente ensayada. Las armas blancas chocaban, los caballeros negros avanzaban ante un ejército dorado que luchaba con tesón. Debido a estar tan perfectamente protegidos, no había un solo caballero que resultase herido, ni siquiera que gimiese de dolor o se detuviese a tomar aliento. En los suelos de la catedral no había ni una gota de sangre, ni de sudor, ni de lágrimas. Se encontraban tan impolutos como los habían dejado los religiosos un par de horas antes.
Sólo rompían el silencio los sonidos metálicos de las espadas al entrechocar. 

Durante horas, los guerreros batallaban sin cansarse, sin desfallecer. La batalla parecía no estar decidida; la balanza no se inclinaba hacia ninguno de los dos bandos. ¿Qué ocurriría si la lucha no llegaba a su fin, si al día siguiente llegaba el arzobispo y su séquito y se encontraban ante semejante panorama?

Cuando el reloj alcanzó las 5 de la madrugada, el cuervo levantó la mirada de la marabunta de cuerpos que combatían, dispersos por toda la catedral. Decidió que la hora había llegado. Alzó el vuelo de nuevo, batiendo, majestuosamente, sus enormes alas azabache, como si se exhibiese ante los caballeros que, por supuesto, no le estaban mirando. Como una exhalación, salió por el mismo lugar por donde se había introducido. Voló cielo arriba hasta llegar al punto más álgido de la catedral, rodeando la torre, y posándose en la punta del pararrayos que coronaba la estructura.

En el mismo momento en que el ave alcanzó la punta, los dos portones de madera se cerraron de un portazo.

Todo ocurrió al unísono, como si formase parte de un mecanismo que el ave hubiese accionado. De la misma manera que un efecto mariposa, pero ligeramente más macabro.

Inmediatamente después de que las puertas se cerraran, los caballeros empezaron a desplomarse. Uno a uno, como a marionetas a las que les hubieran cortado las cuerdas, cayeron contra el suelo de piedra, hasta que no quedó uno en pie (o no quedó títere con cabeza, como se suele decir).

Los yelmos rodaron. Los penachos quedaron tendidos, como caparazones de tortuga huecos. Las manoplas de los dos bandos se mezclaron. Los quijotes estaban esparcidos, sin nadie que los llevase. Las espadas parecían muertas, resplandeciendo bajo la luz de colores que aún se introducía por las vidrieras.

La lucha había acabado. Así, sin más.

Y sin ningún cadáver necesitado de sepultura.



(no se puede matar lo que ya está muerto.)

jueves, 15 de marzo de 2018

Steppenwolf

Tras un indefinido periodo de agoniosa sequía, finalmente, y casi como un ultimátum, comenzó a llover.

Como si una sinfonía de la madre Gaia se tratase, la tímida llovizna del principio aumentó, en crescendo, hasta convertirse en un desatado tifón que anegaba, con furia, todo a su paso.

Llegué a casa con prisa, como si me hallase participando en una carrera a contrarreloj que supiera de antemano que ya había perdido. Apenas podía contener la sangre que me goteaba a través del hueco de las costillas. Trataba de no llorar, batallando con unas ganas y un ansia de romperme que me devoraban viva. Me había convertido, en décimas de segundo, en una bomba de relojería, y la amenaza de provocar un desastre era inminente.

Conseguí alcanzar mi espacio seguro y por fin me permití implosionar. Me deshice, en medio de un torbellino de delicadeza e ira encendida, en una lluvia negra de sangre y lágrimas; la loba esteparia se había transformado en un volcán y arrojaba sin cesar trozos de cristal y tristeza mal apagada, emociones que se habían hecho una bola y no fui capaz de digerir.

Lloré y lloré en lágrimas de tinta, y me deshice junto a la lluvia sobre páginas mojadas de papel color ceniza. Lloví hasta que las letras se hicieron ilegibles, y las emociones quedaron reducidas a meros charcos que me empapaban los pies.

Qué sorprendente descubrir que, pese a lo que yo pensaba, aún tenía corazón. Quizá congelado, quizá en un estado catatónico crítico; todavía, en algún lugar profundo de mi reducido ser, había un corazón que latía de vez en cuando, ¡que incluso seguía siendo capaz de sentir!

Qué sorprendente.
Y qué doloroso.

Recordar que, por muy marmórea que me creyese, seguía siendo humana. Que por muchas corazas de acero, en el fondo era frágil como una figura de porcelana. Y que los muros de mi fortaleza no eran tan altos como yo había estimado.

Qué sorpresa.
Y qué rabia.

Finalmente, cuando el alma se me secó por completo y en el cielo no quedaban más que tres o cuatro nubes difuminadas, procedí a aquella suerte de ritual que tocaba cada vez que el espíritu se me desperdigaba en mil esquirlas por todas partes. Cogí mis bovinas de hilo de plata fina y mis agujas y me dispuse, con pulso de cirujano y paciencia de santo, a reconstruirme pieza a pieza; a enmendar los destrozos que el temporal había causado y a coserme el corazón de nuevo.

Procedí sola, lentamente y casi como una fugitiva, en mitad del silencio de la noche. Una vez más, como una loba esteparia. El resultado no fue idéntico que al principio. Ocurre siempre cuando tratas de arreglar cualquier cosa rota. Pero al menos latía, aunque algo mecánicamente, y me podía mover, pese a que mis movimientos recordasen más al hombre de hojalata del Mago de Öz, que a los de una persona normal.

Con cierta dificultad deslicé el yelmo sobre mi cabeza y acaricié mi espada. Abrí la ventana y contemplé el horizonte.

Vuelta a empezar.

lunes, 19 de febrero de 2018

Yo

Y nunca nadie me va a cuidar mejor que yo.

Y nunca nadie me va a querer mejor que yo.

Y nunca nadie me va a entender mejor que yo.

Y nunca nadie me va a necesitar más que yo.

Y nunca nadie me va a mimar mejor que yo.

Y nunca nadie me va a empoderar más que yo.

Y nunca nadie me va a motivar más que yo.

Y nunca nadie me va a frustrar más que yo.

Y nunca nadie me va a cabrear más que yo.

Y nunca nadie me va a machacar más que yo.

Y nunca nadie me va a hundir más que yo.

Y nunca nadie me va a desmotivar más que yo.

Y nunca nadie me va a romper más que yo.

Y nunca nadie me va a anular más que yo.

Y nunca nadie, absolutamente nadie, podrá hacerme más daño,
que yo.

viernes, 2 de febrero de 2018

El adiós a las armas

Hace muchos años yo me fui a la guerra.

Sin saber cómo ni por qué, me enfundé en un traje entallado de odio y cólera, y me revestí de una beligerancia espartana, una furia visigoda y una brutalidad que hasta los mismos bárbaros hubieran envidiado.

Cargué a mi espalda fusil y bayoneta, y hasta una ballesta con un carcaj repleto de flechas. Todo parecía insuficiente.

Cuando estuve lista, y sin saber muy bien cuándo lo estaba, emprendí mi camino.

Tras mucho andar, llegué al campo de batalla.

Cuál fue mi sorpresa al comprobar que allí no había nadie.

Ni personas de mi bando, ni enemigos contra los que debiera proteger mi vida.

Estaba sola.

Pero la verdad,
no necesitaba a nadie:

Todos estaban dentro de mí.

(y la guerra comenzó)

miércoles, 17 de enero de 2018

Atrévete

Atrévete. Atrévete a arriesgar. Atrévete a aventurarte. Atrévete a caminar. Atrévete a mojarte bajo la lluvia. Atrévete a que el sol te queme la piel. Atrévete a saltar al vacío. Atrévete a vagar sin rumbo.

Atrévete a perderte.

Pero atrévete a encontrarte.

Atrévete a llorar. Atrévete a que te vean llorar. Atrévete a tropezarte. Atrévete a surcar el hielo y caerte. Atrévete a conseguir que te sea indiferente que muchas personas te hayan observado fijamente mientras te caías. Atrévete a las heridas. Atrévete al dolor.

Atrévete a que te humillen. Atrévete a que te hagan daño.

Atrévete a quitarte la máscara. Atrévete a despojarte de esa armadura oxidada tras la que creías protegerte del mundo y lo único que conseguía era aislarte más y dejarte sin aire. Atrévete a enterrar el hacha de guerra, bajar el arco y tirar las flechas, envainar de una vez la espada y pensar, por una vez, que el mundo entero no se te va a tirar encima en el instante en que te des la vuelta.

Atrévete a confiar. Atrévete a que te fallen. Atrévete a fallarles a los demás. Atrévete a no cumplir las expectativas que los demás cuelgan sobre ti como un traje no hecho a tu medida y tener la certeza de que no eres menos por no encajar en esos moldes.

Atrévete a no ser lo que ellos quieren. Atrévete a no querer ser lo que ellos quieren.

Atrévete a hablar. Atrévete a que tu voz se oiga, a que los demás te escuchen. Atrévete a reírte y a que tu risa llene el espacio.

Atrévete a querer no ser invisible. Atrévete a ser algo. Atrévete a ser alguien.

Atrévete a que se te acerquen. Atrévete a que te miren. Atrévete a que te toquen sin que queme. A que te acaricien sin que duela. Atrévete a que te quieran, pero a que te quieran sin miedo. Atrévete a concebir el amor no como una amenaza, tan sólo como una promesa. Atrévete a sentir.

Atrévete a bailar descalza. Atrévete a bailar con los zapatos más cómodos y la falda más bonita que tengas. Atrévete a bailar de la mano de alguien, y dejarte llevar por esa persona sin más brújula que el compás de la música y el oleaje entre tu cuerpo y el suyo.
Atrévete a bailar sola. A oscuras.

A pleno sol.

Atrévete a vivir. Atrévete a lo que sea que te atemorice o te quite el sueño. Atrévete a salir en mitad de la noche a cazar estrellas y perseguir fantasmas.

Atrévete. Tan sólo atrévete.

domingo, 14 de enero de 2018

2016

Él reparó en mi presencia. Yo también le había visto. Me acerqué a él. Encontré algo en sus ojos, y me asustó lo que vi.

Era amor.

Toda esta situación me recuerda al mito de Orfeo y Eurídice, y tengo mucho miedo. Yo soy Orfeo, y estoy profundamente enamorada de mi Eurídice. He bajado al Inframundo a buscarle, me he enfrentado a todo tipo de adversidades, cargo a la espalda una lira de oro que toco hasta dejarme los dedos en cintas escarlata de seda y sangre, con tal de dormir al Cancerbero y a cualquier bestia que intente hacerme desistir en mi empeño; y ahora creo que, tras la Odisea, volvemos a la superficie, a nuestro mundo, al mundo aquel donde había vida, donde nos sentíamos vivos, y con el corazón desbordándose en cada latido. Pero temo dar un paso en falso y perderle para siempre, darme la vuelta y descubrir que me seguía un espejismo, un espectro hecho de humo; temo que, cuando ya casi yazga mi vera, vea que en nuestro hogar no queda más que yesca y escombros, o que un elemento externo le convenza de que yo ya no soy quien fui, que sólo soy una sombra debajo de mi armadura y mi yelmo.

miércoles, 3 de enero de 2018

instantánea V

Nos miramos a través del gentío, del ruido y de la alegría que coronaba una noche así. Ya no sé quién eres tú, y yo he cambiado tanto que posiblemente te costó reconocerme. Pero sonreíste y yo rasgué el aire con mi risa maniática (que afortunadamente no he perdido con el paso del tiempo) y quizá, por un instante, nos encontramos a nosotros mismos, para, un segundo después, volver a sepultarnos entre océanos de ceniza y recuerdos.