sábado, 21 de abril de 2018

Escribir sobre escribir

A veces no hay nada que me de más miedo, que sentarme en silencio frente a un folio en blanco.
Aparentemente sólo me enfrento a un trozo de papel vacío, pero en el fondo sé que se trata de mucho más, que ojalá sólo fuera eso.

Porque el papel no hace daño a nadie,
pero las inseguridades sí.

Suelo pasar temporadas sin escribir, sin tocar un bolígrafo ni acercarme a las hojas que me aguardan impacientes. No me atrevo, no quiero, no me apetece -me digo a mí misma-. Y si soy honesta con lo que siento, soy consciente de que no es que no esté inspirada, no es que me falten ideas (ya que, al mismo tiempo, lleno páginas de mis cuadernos con ideas que nunca llego a desarrollar), no es que no me apetezca escribir. Lo que no me apetece es colocarme bajo mis propios focos, pasar por mis propios escáneres, tumbarme en una cama de operaciones hecha de metal congelado en la cual la cirujana Helena me abrirá en canal con toda clase de artilugios y aparatejos que me harán sufrir, buscando fallos y fallas y un no se qué en no sé dónde.

Porque, cuando hay un folio en blanco encima de la mesa, contra lo que me enfrento realmente es contra mí. Contra mi exigencia. Contra mis propias expectativas. Contra todo lo que quiero ser y no soy. Contra todo lo que soy y no quiero ser. Juego mi propio partido, y soy una árbitra tan injusta, que la mayoría de ocasiones salgo perdiendo.

Y me gusta escribir. Después de tantos años, finalmente soy capaz de admitirlo. Durante mucho tiempo estaba férreamente convencida de que no era cuestión de que me gustara o no, sino que era algo que tenía que hacer; una especie de cuestión vital para mí.

Pero no; me gusta. Jugar con las palabras es mi juego favorito. Las moldeo como si fuesen arcilla, con ellas hago pájaros de barro que echo a volar, o las guardo y creo un bosque de palomas disecadas donde sólo estoy yo, perdiéndome y encontrándome una y otra vez.

Hoy estoy inspirada: bailo ligera entre cortinas de raso blanco, descalza sobre la tierra sintiendo el mundo bajo mis pies.  No estoy aquí; estoy flotando entre nubes de letras, bañándome en ríos de tinta, mientras construyo barquitos de papel y sueño con las grandes travesías que me gustaría que llevasen a cabo.
Precisamente cuando más inspirada estoy, es cuando menos lo parece; cuando camino errante con la mirada perdida, como un ser sin alma ni conciencia. Supongo que estoy tan concentrada que me abstraigo completamente y me olvido de cualquier otra cosa que no sean las telarañas de palabras que en ese momento tejo en mi desastrosa cabeza verde.

Cuando escribo soy yo. Cuando no soy capaz de hacerlo, también.
Aunque quizá un poquito menos.


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