Apareciste en mi puerta cuando ya pensaba que no vendrías. Daba por hecho que habrías ignorado mi invitación, y que seguramente pensaste -como había hecho yo en el fondo- que aquella era una idea descabellada.
De todas formas, ¿qué razones tendrías para querer acudir a la fiesta, después de todo lo que había ocurrido?
Así que en el momento en que mis amigos y yo brindábamos con vasos de plástico llenos de algún brebaje, celebrando no tanto mi cumpleaños sino la concesión de cierta libertad después del confinamiento y el timbre sonó, mi corazón dio un vuelco. Corrí hacia la entrada con paso nervioso y las capas de encaje de mi vestido revoloteando tras de mi y abrí con el temor de quien oye pasos en mitad de la noche y revisa los cuartos esperando encontrar el espíritu de su difunto abuelo al otro lado de la puerta.
Y ahí estabas tú. Llevaba mucho tiempo sin verte, pero en ese instante sentí que te contemplaba por primera vez; que quizá nos habíamos conocido en una vida anterior, y de nuestra historia sólo quedaban reminiscencias difusas, como posos negros de té en el fondo de la memoria.
No fui capaz de decir nada. Creo que a ti te pasó lo mismo. Las palabras quedaron congeladas y suspendidas en el aire. Y pasó una eternidad en un segundo antes de que yo diera un paso al frente, directa a tus brazos. Me estrechaste como aquella tarde en el río. Era principios de septiembre y nos rodeaban los murciélagos, el murmullo del agua y el aroma a nostalgia de cuando el verano da sus últimos coletazos.
Te abracé como si no te fuera a volver a abrazar jamás. Podría ser, teniendo en cuenta la naturaleza tormentosa del lazo que nos unía. Te abracé como si pudiera haberte retenido en mis brazos eternamente, y así conseguir que no volvieras a irte. Y podía haber seguido abrazada a ti, si no hubiera sido porque la música proveniente del jardín me recordó el momento y el lugar en donde nos encontrábamos, y que mis invitados me esperaban para continuar la fiesta. Así que te liberé de mi abrazo y te tomé de la mano, guiándote hasta donde estaban los demás.
Intentando esconder a duras penas el rubor que me coloreaba las mejillas, pronuncié un nombre que ninguno de los presentes había escuchado jamás. No le había hablado a nadie de ti. Nadie conocía los escollos de nuestro periplo.
El resto de la tarde transcurrió relativamente bien. Encajaste con mis amigos como si los conocieras de toda la vida, y yo traté de fingir que desde tu llegada, el corazón no se me había parado casi completamente.
Y creo que lo conseguí, ¿no?
La fiesta terminó apenas comenzada la noche. Los demás se marcharon, pero tú te quedaste más. Un par de horas no nos eran suficientes para todo lo que teníamos que decirnos; tú lo sabías, y yo también. En un momento dado empecé a desmaquillarme y a quitarme los pendientes mientras conversábamos. Y recuerdo que capté tu mirada en el espejo y no pude esconder la sonrisa tímida que se me dibujó instantáneamente en la cara. Parecía que llevases toda la vida observando, al final del día, cómo me deshago de la capa brillante de laca y brillantina que convierten a un pato en un cisne. Con la diferencia de que tú, y esa era de las pocas certezas que tengo en la vida, siempre me ibas a ver como una delicada pintura en la que poder perderse durante horas.
Me eché un chal sobre los hombros y nos sentamos en el porche. Hablamos y hablamos, como si tuviéramos que concentrar lo ocurrido en un siglo en una mera conversación. Nuestro viejo idioma, aquel que sólo conocíamos tú y yo, se había quedado oxidado y obsoleto por falta de uso. Pero al cabo de un rato parecía que nunca hubiéramos dejado de utilizarlo. Sólo hacía falta una chispa para que el fuego volviera a calentar nuestras manos entumecidas.
Pero tuviste que irte, como era lógico. Y curiosamente, cuando nos despedimos, no volvió a repetirse el abrazo que te di cuando apareciste en mi puerta. Supongo que en el fondo ambos sabíamos que si había un abrazo, aunque fuese sólo uno, ansiaríamos otro y otro más. O que si nos abrazábamos, el tacto, el aroma y la esencia del otro se nos quedaría en la piel por Dios sabe cuánto. Y eso sería más doloroso que la ausencia del abrazo en sí.
Así que nos despedimos de forma escueta, como dos amigos que van a verse de nuevo al cabo de unos pocos días. Por supuesto, sabíamos que posiblemente no nos volveríamos a ver. Era un riesgo que llevábamos asumiendo desde que nos conocimos.
Te diste la vuelta tras decirme adiós. Y tras caminar algunos pasos, te giraste a mirarme por última vez. Yo forcé una sonrisa y te hice un gesto con la mano. Me lo devolviste y me diste la espalda. Contemplé cómo te alejabas. Y sentí más frío del que había sentido jamás.
(Esa noche no hubo luna, ni estrellas..... sólo mirlos que se posaron en el alféizar de mi ventana a altas horas de la madrugada para consolarme, porque me habían oído llorar)