viernes, 30 de octubre de 2020

El cumpleaños

 Apareciste en mi puerta cuando ya pensaba que no vendrías. Daba por hecho que habrías ignorado mi invitación, y que seguramente pensaste -como había hecho yo en el fondo- que aquella era una idea descabellada. 

De todas formas, ¿qué razones tendrías para querer acudir a la fiesta, después de todo lo que había ocurrido?

Así que en el momento en que mis amigos y yo brindábamos con vasos de plástico llenos de algún brebaje, celebrando no tanto mi cumpleaños sino la concesión de cierta libertad después del confinamiento y el timbre sonó, mi corazón dio un vuelco. Corrí hacia la entrada con paso nervioso y las capas de encaje de mi vestido revoloteando tras de mi y abrí con el temor de quien oye pasos en mitad de la noche y revisa los cuartos esperando encontrar el espíritu de su difunto abuelo al otro lado de la puerta. 

Y ahí estabas tú. Llevaba mucho tiempo sin verte, pero en ese instante sentí que te contemplaba por primera vez; que quizá nos habíamos conocido en una vida anterior, y de nuestra historia sólo quedaban reminiscencias difusas, como posos negros de té en el fondo de la memoria. 

No fui capaz de decir nada. Creo que a ti te pasó lo mismo. Las palabras quedaron congeladas y suspendidas en el aire. Y pasó una eternidad en un segundo antes de que yo diera un paso al frente, directa a tus brazos. Me estrechaste como aquella tarde en el río. Era principios de septiembre y nos rodeaban los murciélagos, el murmullo del agua y el aroma a nostalgia de cuando el verano da sus últimos coletazos. 

Te abracé como si no te fuera a volver a abrazar jamás. Podría ser, teniendo en cuenta la naturaleza tormentosa del lazo que nos unía. Te abracé como si pudiera haberte retenido en mis brazos eternamente, y así conseguir que no volvieras a irte. Y podía haber seguido abrazada a ti, si no hubiera sido porque la música proveniente del jardín me recordó el momento y el lugar en donde nos encontrábamos, y que mis invitados me esperaban para continuar la fiesta. Así que te liberé de mi abrazo y te tomé de la mano, guiándote hasta donde estaban los demás. 

Intentando esconder a duras penas el rubor que me coloreaba las mejillas, pronuncié un nombre que ninguno de los presentes había escuchado jamás. No le había hablado a nadie de ti. Nadie conocía los escollos de nuestro periplo. 

El resto de la tarde transcurrió relativamente bien. Encajaste con mis amigos como si los conocieras de toda la vida, y yo traté de fingir que desde tu llegada, el corazón no se me había parado casi completamente. 

Y creo que lo conseguí, ¿no?

La fiesta terminó apenas comenzada la noche. Los demás se marcharon, pero tú te quedaste más. Un par de horas no nos eran suficientes para todo lo que teníamos que decirnos; tú lo sabías, y yo también. En un momento dado empecé a desmaquillarme y a quitarme los pendientes mientras conversábamos. Y recuerdo que capté tu mirada en el espejo y no pude esconder la sonrisa tímida que se me dibujó instantáneamente en la cara. Parecía que llevases toda la vida observando, al final del día, cómo me deshago de la capa brillante de laca y brillantina que convierten a un pato en un cisne. Con la diferencia de que tú, y esa era de las pocas certezas que tengo en la vida, siempre me ibas a ver como una delicada pintura en la que poder perderse durante horas. 

Me eché un chal sobre los hombros y nos sentamos en el porche. Hablamos y hablamos, como si tuviéramos que concentrar lo ocurrido en un siglo en una mera conversación. Nuestro viejo idioma, aquel que sólo conocíamos tú y yo, se había quedado oxidado y obsoleto por falta de uso. Pero al cabo de un rato parecía que nunca hubiéramos dejado de utilizarlo. Sólo hacía falta una chispa para que el fuego volviera a calentar nuestras manos entumecidas. 

Pero tuviste que irte, como era lógico. Y curiosamente, cuando nos despedimos, no volvió a repetirse el abrazo que te di cuando apareciste en mi puerta. Supongo que en el fondo ambos sabíamos que si había un abrazo, aunque fuese sólo uno, ansiaríamos otro y otro más. O que si nos abrazábamos, el tacto, el aroma y la esencia del otro se nos quedaría en la piel por Dios sabe cuánto. Y eso sería más doloroso que la ausencia del abrazo en sí. 

Así que nos despedimos de forma escueta, como dos amigos que van a verse de nuevo al cabo de unos pocos días. Por supuesto, sabíamos que posiblemente no nos volveríamos a ver. Era un riesgo que llevábamos asumiendo desde que nos conocimos. 

Te diste la vuelta tras decirme adiós. Y tras caminar algunos pasos, te giraste a mirarme por última vez. Yo forcé una sonrisa y te hice un gesto con la mano. Me lo devolviste y me diste la espalda. Contemplé cómo te alejabas. Y sentí más frío del que había sentido jamás. 



(Esa noche no hubo luna, ni estrellas..... sólo mirlos que se posaron en el alféizar de mi ventana a altas horas de la madrugada para consolarme, porque me habían oído llorar)

miércoles, 19 de agosto de 2020

Algo sobre una loba y dos corderitos

 

El eco de las palabras que yo había pronunciado resonaba, flotaba en el ambiente mucho después de que él se marchara. Y siguió resonando horas después; quedó suspendido en el aire como un humo tóxico de aroma acre y dulzón.

Estuvimos juntos muchas horas, aunque era normal, después de haber pasado tanto sin vernos. Nuestra conversación tomó numerosos giros. Tratamos temas banales  y alegres al principio, pero con el paso del tiempo, la charla avanzó por derroteros cada vez más sombríos y peliagudos, como si con el caer del día y la entrada de la noche, nos hubiéramos puesto de acuerdo de forma tácita para hablar de cosas de las que era más adecuado hablar cuando ya había oscurecido.

Por supuesto, él no sabía todo aquello que le conté. ¿Cómo podía saberlo? Había sido la mugre escondida debajo de la alfombra;  la herida cubierta por innumerables capas de maquillaje, que formó una máscara ridícula y grotesca que con el tiempo terminó resquebrajándose.

Quizá es cierto que al final todo se termina sabiendo, y que los esqueletos mueven sus osamentas cansadas y salen de los armarios de donde fueron relegados. A lo mejor no debería habérselo contado (¿qué más daba ya?), pero no pude evitarlo. Era algo que me quemaba en el pecho por más que hubiera pasado, un pajarillo de alas metálicas que revoloteaba sin cesar en mi interior y se chocaba contra los barrotes de mi caja torácica.

Pronuncié aquellas palabras suavemente, casi en un susurro. No tenía que haber tomado tantas molestias, al fin y al cabo estábamos en mi casa. Supongo que en el fondo temía que si lo decía más alto, pudiera desatar un huracán de consecuencias inestimables. Si quedó impresionado de oír aquello, desde luego no quedó reflejado en su cara. Su expresión facial fue la misma que unos segundos antes. Musitó un “no lo sabía, lo siento”, y yo no añadí nada más. Era demasiado tarde para hablar de monstruos, de criaturas de corazón frío y de viejas historias mal olvidadas.

Pero en el fondo, decir aquello para mí fue como desenterrar los restos de alguien que tenía sepultados en el jardín y tirarlos encima de la mesa en medio de una fiesta.

sábado, 20 de junio de 2020

Tormento silencioso, gritos blancos

Entre la ruina y todas las cosas que se desmoronan, yo plantaré cruces. Y rezaré por todo aquello que no ha ocurrido.

Y un día lo meteré todo en una cajita. Guardaré las estrellas y el polvo mágico, las palabras pronunciadas -y las que nunca nadie jamás dijo- y los recuerdos: la esencia. Esa maldita esencia de los días felices que impregna todos los rincones de esta casa. Esa maldita esencia de las cosas mal hechas de la que no puedo escapar. Siempre intento huir, pero ella es más rápida. Es como una bestia marina, horrible y abyecta, que me atrapa con sus tentáculos mientras chapoteo en la orilla y me arrastra hasta lo profundo.

Cuando la cajita esté llena, la enterraré en la arena, con la esperanza secreta de que en algún momento, todos los tesoros que guarda se conviertan en espuma de mar. Lo prefiero así. La otra alternativa sería componer una pira funeraria y arrojarla allí, con la intención de que la devorasen las llamas. Pero no me apetece. He ardido demasiado y ha llegado el momento de abandonar las brasas y mirar al cielo.

(Ya está bien de fuego. Ahora sólo quiero volar.)

sábado, 30 de mayo de 2020

La miel es más dulce que la sangre

Hay una criatura que plañe en la oscuridad.
Yo la oigo sollozar en mitad de la noche, cuando las horas son inciertas y el mundo se pone en ralentí.

Pero nadie más.

Quizá esta ha sido la tragicomedia más breve que se ha escrito jamás. Esta vez he estado yo sola en el inmenso auditorio vacío, sentada en una butaca de terciopelo rojo, sin más público que me rodease, sin aplausos ni sollozos en los momentos más tristes. Pero esta vez he contemplado la función en lugar de representarla. Probablemente me sabía tan bien el guion, con cada punto y cada coma, que me escapé de mí misma y floté por encima del polvo de estrellas y la ceniza.

Total, ¿qué más da? Es la misma historia de siempre. Un vodevil que vuelve a empezar en el instante en el que acaba.

Se abre el telón, eternamente blanco. En el primer acto hay flores. Sobre el escenario se abre un abanico de camelias rosas. Hay casitas pintorescas, que parecen de cuento de hadas.
En el segundo acto comienza a nevar, y la ventisca marchita sin piedad todo lo bello que había brotado. Llueven cristales rotos, trozos de figuras de porcelana de vivos colores, y esquirlas rojas de algo indefinido que podrían ser corazones. El escenario empieza a arder, y una suave música comienza a sonar en el momento en que las llamas empiezan a lamerlo todo a su paso.
Tercer acto: ya no queda nada. La música se ha ido por donde vino y el silencio envuelve el escenario como un manto de frío y rubíes. La Ceniza hace una reverencia ante el público.
Cuarto acto: Lázaro irrumpe en escena. Le entrega a la Ceniza un ramo de camelias rosas. Ella le planta en la mejilla un casto beso con sus labios negros y le coge del brazo.

Salen de escena y la obra llega a su fin. El telón blanco tapa el escenario y cubre el destrozo y la miseria.

No aplaudo, nadie aplaude. Ni siquiera lloro; no me da la gana.

El telón se mueve de nuevo y la obra vuelve a empezar. Seguirá siendo idéntica, una y otra vez.

Las flores que mueran hoy, mañana volverán a nacer. Ya no quiero que haya pájaros anidando bajo mi ventana.

(me seguirán rompiendo el corazón, y yo seguiré llevando en mi cara el frío de las 6 de la mañana.)

miércoles, 18 de marzo de 2020

Pobre la primavera


Pobre la primavera sin nadie que la contemple. 

(No te podemos apreciar, primavera, estamos ocupadas.)

Las rosas ya se han abierto en un abanico de esplendor de cálidos colores. Pero no hay nadie para admirarlas y acariciar sus suaves pétalos, tersos como la seda. 

Robándole tiempo al tiempo (suplicándoles una tregua a las arañas negras que trepaban por mis paredes) y burlando al buitre que vuela trazando círculos sobre nuestras cabezas (o quizá el mismo buitre ya estaba burlándome a mí), escapé de la cárcel de almohadones descolgándome por una ventana y deambulé de puntillas por unas calles desiertas y extrañas, como si alguien las hubiera puesto recientemente, llevándose aquellas que tan bien conocía.

Y pasé al lado de las rosas sin tocarlas. Me limité a mirarlas desde una distancia prudencial, como todo en este momento. Las margaritas salvajes también reclamaban mi atención. En circunstancias normales habría cogido alguna y me la habría puesto en el pelo, como hago siempre. Pero no. Hay que guardar la distancia de seguridad, y no tocar nada. Como en un cuento donde la bruja ha envenenado el bosque entero y los árboles se convierten en trampas mortales. Algo así caracteriza los días. Pero la diferencia es que no es un cuento, ni el argumento de una película. Es real, aunque no podamos creerlo.

Duna tiraba de mí, queriendo reanudar el camino. Pasearla era la justificación; salir al exterior y tomar cuantas bocanadas de aire fresco fueran posibles, el verdadero motivo. El parque, vacío, aguardaba tras los barrotes que lo custodiaban. No lo decía –no podía decirlo- pero yo sabía que extrañaba a los niños y niñas que cada tarde jugaban en él. Ya no había nadie que pudiera correr o saltar, nadie que se subiera a los columpios o se deslizase por el tobogán. Sólo los gatos que caminaban lánguidamente por allí, observando un mundo prácticamente desierto, como amos y señores de un parque que ahora les pertenecía por completo. 

Cuando regresábamos a casa, se abrió sobre nosotras el telón de nubes, revelando un atardecer de acuarela en tonos pastel. Pobres los cielos de pintura antigua, contemplados ahora desde ventanas y balcones. Puede que el atardecer hubiera sido siempre así de bello y yo no hubiera sido capaz de apreciarlo. Pero cuando lo divisé, volviendo de aquel paseo breve y escueto, me pareció una de las cosas más bonitas que he tenido la oportunidad de ver. Hubiera hecho las delicias de cualquier impresionista. Invitaba a pasear y envolverse de todos los aromas que flotaban en la calle como cientos de perfumes tenues; invitaba al amor, a cogerse de la mano, al abrazo y la caricia (pero no, no se puede. Los besos están prohibidos y es impensable tocarse). Imaginé el mismo cielo tras la Alhambra, en el Paseo de los Tristes. La Alhambra está vacía, por fin la hemos dejado en paz. Sólo alberga el silencio y la naturaleza casi indómita que desborda sus jardines y nadie puede contemplar. 

Espera, primavera. Quizá no muy tarde podamos salir. 

Quizá cuando salgamos tú todavía sigas aquí. 

Espera, por favor. No te vayas. Espera, primavera…

martes, 26 de noviembre de 2019

No se me olvida

No se me olvida que en esta casa vacía una vez hubo niños correteando, desfiles de moda con la ropa vieja que mi prima y yo nos encontrábamos en los armarios y muchas tardes de frío extremo. La mejor forma de combatir dicho frío era haciendo palomitas de microondas y apalancándonos todos frente a un televisor que nunca se apagaba.

No se me olvida que por estas escaleras me caí con 11 años y me partí la pierna, o que en esa habitación tan gélida antes el fuego ardía en el hogar, y nos apiñábamos alrededor porque no teníamos nada que hacer. A mí me gustaba tirar papeles a la chimenea y contemplarlos arder. Pero a mi abuela le molestaba y siempre me regañaba por ello.

No se me olvida que por las mismas calles en las que hoy no se ve ni un alma, los niños y niñas del pueblo nos tirábamos las noches jugando. Ni las batallas campales con globos de agua que mis primos y yo librábamos los días de verano en la plaza. Nos hacía falta muy poco para convertir cualquier rincón del pueblo en un parque de juegos. Era increíble lo mucho que se desbordaba la imaginación y la creatividad de cualquiera que fuera allí.

No se me olvidan las dos onzas de chocolate con almendras que mi abuela sacaba del cajón y me daba cada vez que yo se lo pedía. O de esos rosquillos interminables que siempre guardaba en la alacena y siempre ofrecía a cualquiera que pasara por su casa. La puerta estaba invariablemente abierta, a la manera tan tradicionalmente típica de los pueblos que hoy ya no se ve. En este pueblo las puertas ya se han cerrado.

No se me olvidan las excursiones al Barrio, que no era un barrio, sino una parte del bosque. Nunca entendí por qué todo el mundo lo llamaba, pero así era. Cuando venía el calor, metíamos los pies en el agua gélida (cuando había cauce en el río, que no siempre). En primavera, correteábamos entre los árboles y trepábamos por las piedras mientras nuestras madres recogían collejas en un bancal cercano. A veces, rebaños de ovejas irrumpían súbitamente y en un parpadeo invadían la zona. No nos hacían ni caso, pues iban a beber a un abrevadero que había, pero nos asustábamos igualmente.
A veces, cuando volvíamos de allí, mi prima y yo nos adentrábamos en el cementerio y recogíamos los ramos de flores que yacían tirados y abandonados en el camino. Nos las llevábamos a casa de la abuela y a ella no le gustaba nada. La verdad es que la comprendo, y no entiendo en qué estaba pensando, pero para justificarme diré que tenía unos 7 añitos. Supongo que siempre he tenido un lado un poco tétrico, no me escondo.

No se me olvida la voz de mi abuela Carmen, los rulos rosas que se ponía o cómo se arreglaba cuando cada año llegaban las fiestas patronales. Del "¿y tú de quién eres?", y de verla rodeada de las vecinas y otras señoras, sentadas en el banco de su puerta las noches estivales. Ahora ese banco está vacío y nadie ha vuelto a llamarme "prenda" desde entonces.

No se me olvida el día en que mi tía nos llevó a mi prima y a mí al pueblo minero abandonado. Tengo un recuerdo muy lejano y borroso de aquello, pero lo conservo en un lugar muy preciado de mi ser. No he podido volver desde entonces, pero el querer visitarlo es una idea que me obsesiona. Tampoco se me olvida aquella tarde de otoño, pateándonos el monte en busca de níscalos. Llenamos varios cubos, pero la tierra estaba húmeda y resbaladiza y me vi varias veces rodando ladera abajo. Cuando fuimos a venderlas, no las quisieron por estar estropeadas, y yo me pillé un berrinche descomunal. Tanto fue así, que no probé los níscalos ni volví a salir en busca de setas hasta el año pasado, que en una temporada muy prolífica de setas mi madre consiguió arrastrarme con ella al monte para que buscáramos níscalos. Fue un momento mágico, a solas ella, la montaña y yo. El silencio nos envolvió como un manto. Pareció que en ese instante el mundo se detuvo y no existió nada más.

No se me olvidan las tardes de toros, que eran los días grandes de las fiestas de septiembre. Yo odiaba asistir a aquello y me sentía totalmente fuera de lugar (por mucho que tuviera que ir todos los años), pero me gustaba el ambiente festivo, los pasodobles que tocaba la banda municipal y sentarme al lado de mi tía abuela Encarna. Siempre he adorado a esa señora, que decía que yo era una muñeca de porcelana china y me lo sigue diciendo ahora, que la visito con 21 años. Cuando era pequeña, iba a su casa y nos tirábamos la tarde en el brasero, viendo Juan y Medio. Merendaba galletas maría con colacao, y tenía una perra a la que yo misma puse nombre con 6 años, Negri. El día que me enteré que Negri había muerto (ya tenía yo los 17), no pude evitar sentir que el capítulo de mi infancia finalmente se cerraba.

No se me olvidan todas esas cosas, ni tantas otras que guardo en el tintero y en rincones desperdigados de la memoria. Y es por eso que cada vez que vuelvo a Lanteira, siento que retrocedo en el tiempo y hago silenciosamente un recorrido por mis recuerdos con la nostalgia asida a mi brazo. Y me pongo triste y feliz a la vez. Supongo que rememorar siempre conlleva ese tipo de efectos.

No se me olvida, no. Nunca podría.

martes, 22 de octubre de 2019

La chispa adecuada

Casi no me quedan palabras que dedicarte. Ni ganas de escribirte. Las huellas que dejas cada vez son más débiles y se diluyen con mayor facilidad, como lágrimas en la lluvia.

La última vez fue diferente. Había algo distinto. No me refiero a las palabras ni a las formas -que al fin y al cabo acaban siendo siempre las mismas-. Fue algo casi imperceptible, que flotaba en el aire. Algo que, efectivamente, me decía que aquella vez sí iba a ser definitivamente la última.

Espero que el tiempo barra toda la ceniza que se nos ha quedado dentro. Que deshaga nuestros recuerdos y los estropee como fotografías antiguas. Y que llegue el día en que no nos recordemos el uno al otro y seamos felices y comamos perdices.

Fin