Pobre la primavera sin nadie que la contemple.
(No te podemos apreciar, primavera, estamos ocupadas.)
Las rosas ya se han abierto en un abanico de esplendor de
cálidos colores. Pero no hay nadie para admirarlas y acariciar sus suaves
pétalos, tersos como la seda.
Robándole tiempo al tiempo (suplicándoles una tregua a las
arañas negras que trepaban por mis paredes) y burlando al buitre que vuela
trazando círculos sobre nuestras cabezas (o quizá el mismo buitre ya estaba
burlándome a mí), escapé de la cárcel de almohadones descolgándome por una
ventana y deambulé de puntillas por unas calles desiertas y extrañas, como si
alguien las hubiera puesto recientemente, llevándose aquellas que tan bien
conocía.
Y pasé al lado de las rosas sin tocarlas. Me limité a mirarlas
desde una distancia prudencial, como todo en este momento. Las margaritas
salvajes también reclamaban mi atención. En circunstancias normales habría cogido
alguna y me la habría puesto en el pelo, como hago siempre. Pero no. Hay que
guardar la distancia de seguridad, y no tocar nada. Como en un cuento donde la
bruja ha envenenado el bosque entero y los árboles se convierten en trampas mortales.
Algo así caracteriza los días. Pero la diferencia es que no es un cuento, ni el
argumento de una película. Es real, aunque no podamos creerlo.
Duna tiraba de mí, queriendo reanudar el camino. Pasearla
era la justificación; salir al exterior y tomar cuantas bocanadas de aire
fresco fueran posibles, el verdadero motivo. El parque, vacío, aguardaba tras
los barrotes que lo custodiaban. No lo decía –no podía decirlo- pero yo sabía
que extrañaba a los niños y niñas que cada tarde jugaban en él. Ya no había
nadie que pudiera correr o saltar, nadie que se subiera a los columpios o se
deslizase por el tobogán. Sólo los gatos que caminaban lánguidamente por allí, observando
un mundo prácticamente desierto, como amos y señores de un parque que ahora les
pertenecía por completo.
Cuando regresábamos a casa, se abrió sobre nosotras el telón
de nubes, revelando un atardecer de acuarela en tonos pastel. Pobres los cielos
de pintura antigua, contemplados ahora desde ventanas y balcones. Puede que el
atardecer hubiera sido siempre así de bello y yo no hubiera sido capaz de apreciarlo.
Pero cuando lo divisé, volviendo de aquel paseo breve y escueto, me pareció una
de las cosas más bonitas que he tenido la oportunidad de ver. Hubiera hecho las
delicias de cualquier impresionista. Invitaba a pasear y envolverse de todos los
aromas que flotaban en la calle como cientos de perfumes tenues; invitaba al
amor, a cogerse de la mano, al abrazo y la caricia (pero no, no se puede. Los
besos están prohibidos y es impensable tocarse). Imaginé el mismo cielo tras la
Alhambra, en el Paseo de los Tristes. La Alhambra está vacía, por fin la hemos
dejado en paz. Sólo alberga el silencio y la naturaleza casi indómita que
desborda sus jardines y nadie puede contemplar.
Espera, primavera. Quizá no muy tarde podamos salir.
Quizá cuando salgamos tú todavía sigas aquí.
Espera, por favor. No te vayas. Espera, primavera…
No hay comentarios:
Publicar un comentario