miércoles, 18 de marzo de 2020

Pobre la primavera


Pobre la primavera sin nadie que la contemple. 

(No te podemos apreciar, primavera, estamos ocupadas.)

Las rosas ya se han abierto en un abanico de esplendor de cálidos colores. Pero no hay nadie para admirarlas y acariciar sus suaves pétalos, tersos como la seda. 

Robándole tiempo al tiempo (suplicándoles una tregua a las arañas negras que trepaban por mis paredes) y burlando al buitre que vuela trazando círculos sobre nuestras cabezas (o quizá el mismo buitre ya estaba burlándome a mí), escapé de la cárcel de almohadones descolgándome por una ventana y deambulé de puntillas por unas calles desiertas y extrañas, como si alguien las hubiera puesto recientemente, llevándose aquellas que tan bien conocía.

Y pasé al lado de las rosas sin tocarlas. Me limité a mirarlas desde una distancia prudencial, como todo en este momento. Las margaritas salvajes también reclamaban mi atención. En circunstancias normales habría cogido alguna y me la habría puesto en el pelo, como hago siempre. Pero no. Hay que guardar la distancia de seguridad, y no tocar nada. Como en un cuento donde la bruja ha envenenado el bosque entero y los árboles se convierten en trampas mortales. Algo así caracteriza los días. Pero la diferencia es que no es un cuento, ni el argumento de una película. Es real, aunque no podamos creerlo.

Duna tiraba de mí, queriendo reanudar el camino. Pasearla era la justificación; salir al exterior y tomar cuantas bocanadas de aire fresco fueran posibles, el verdadero motivo. El parque, vacío, aguardaba tras los barrotes que lo custodiaban. No lo decía –no podía decirlo- pero yo sabía que extrañaba a los niños y niñas que cada tarde jugaban en él. Ya no había nadie que pudiera correr o saltar, nadie que se subiera a los columpios o se deslizase por el tobogán. Sólo los gatos que caminaban lánguidamente por allí, observando un mundo prácticamente desierto, como amos y señores de un parque que ahora les pertenecía por completo. 

Cuando regresábamos a casa, se abrió sobre nosotras el telón de nubes, revelando un atardecer de acuarela en tonos pastel. Pobres los cielos de pintura antigua, contemplados ahora desde ventanas y balcones. Puede que el atardecer hubiera sido siempre así de bello y yo no hubiera sido capaz de apreciarlo. Pero cuando lo divisé, volviendo de aquel paseo breve y escueto, me pareció una de las cosas más bonitas que he tenido la oportunidad de ver. Hubiera hecho las delicias de cualquier impresionista. Invitaba a pasear y envolverse de todos los aromas que flotaban en la calle como cientos de perfumes tenues; invitaba al amor, a cogerse de la mano, al abrazo y la caricia (pero no, no se puede. Los besos están prohibidos y es impensable tocarse). Imaginé el mismo cielo tras la Alhambra, en el Paseo de los Tristes. La Alhambra está vacía, por fin la hemos dejado en paz. Sólo alberga el silencio y la naturaleza casi indómita que desborda sus jardines y nadie puede contemplar. 

Espera, primavera. Quizá no muy tarde podamos salir. 

Quizá cuando salgamos tú todavía sigas aquí. 

Espera, por favor. No te vayas. Espera, primavera…

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