sábado, 25 de agosto de 2018

Verano en el desagüe

A esas horas, en la plaza empezaba a hacer frío. Cada día que transcurría eran más notorios los últimos coletazos del verano, y la brisa fresca que se había levantado hizo que me estremeciese y se me erizara el vello de los brazos. Había cometido un error poniéndome esa tarde la camiseta de tirantes que tanto me gustaba, la negra con la espalda de encaje, y más aún por no haber llevado conmigo ninguna prenda de abrigo.
Apoyé la cabeza en su hombro, amagando un gesto de fortaleza y sustento. Tocarla era como abrazar un cúmulo de nubes. Hubo un momento de confusión, en el que yo ya no supe quién estaba consolando a quién. Se suponía que la perjudicada había sido yo, pero aparentemente, quien se veía más afectada era ella. Parecía un gran templo medio derruido después de haber sufrido un grave terremoto. Se sentía mal, pese a que yo le asegurara una y otra vez que había hecho lo correcto. Ella no había puesto la pólvora. Ella había apretado el gatillo no porque quisiera, supongo que porque era lo que debía hacer. Sorprendentemente, el impacto fue menor de lo temido. Ya no sé si por el hecho de que los años me han curtido, o porque me hallaba bajo los efectos de algo que me impedía sentir dolor en ese momento.
Yo me quedé así, apoyada en ella, contemplando el pavimento con la expresión de una persona que observa el vacío en el borde de un precipicio. Ella tenía la vista fija en el infinito, mirando al todo y la nada, con un gesto en el rostro que me recordó al de una estatua de mármol de museo, condenada a la eternidad postrada en un pedestal frío desde donde contemplar lo absurdo de la existencia. Sea como fuere, teníamos que presentar una estampa curiosa. Yo alentándola a ella, ella conteniéndome a mí.
No dejó de preocuparse en toda la tarde, pese a mis esfuerzos continuos por demostrarle que estaba bien. Fingía, sí, pero menos de lo que hubiera esperado de una situación parecida. Mientras tanto, la noche caía silenciosamente sobre nosotras y el atardecer dio paso a un cielo sin estrellas. Caminamos sin rumbo, como dos barquitos a la deriva por el centro de la ciudad, mezclándonos con los rebaños de turistas tardíos de aquel verano agonizante.
Esa tarde me convertí en múltiples elementos. También me vi obligada a transformarme en una muñeca de hojalata de esas antiguas, darle cuerda a mi lengua y hablar sin parar, hablar de lo divino y lo profano, hablar para escapar del silencio que nos perseguía. Porque cuando callábamos, y yo empezaba a divagar, el silencio se cernía sobre nosotras como una oscura amenaza de la que yo la intentaba salvar.
Finalmente, me acompañó a la parada del autobús. Ya no llovía, pero impregnaba el ambiente el inconfundible olor a humedad posterior a una tormenta. Hube de asegurarle una vez más que me encontraba de una pieza y que no iba a desmigajarme como una magdalena vieja de camino a casa. No me creyó, yo tampoco. La abracé lo más fuerte que pude y subí al transporte con la sonrisa característica de los momentos malos. Me moría de ganas de aflojarme la careta, quitarme los zapatos y pensar en todas las cosas de la vida que en ese instante habían dejado de tener sentido, pero al mirar por la ventana allí la encontré, al otro lado, mirándome. Asegurándose de que no lloraba. Sí que estaba llorando, pero por dentro.
Es mi técnica secreta.

Eternidades más tarde conseguí llegar a casa. Abrí todos los grifos habidos y por haber y me metí debajo, sintiéndome como me diluía por efecto del agua y dejando que todo se lo llevase la corriente.

Mañana sería otro día.

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