viernes, 7 de septiembre de 2018

A ver cómo te cuento...

Septiembre.
Todavía cantan las cigarras.

No se lo imaginará.
No podría.
Nunca lo ha hecho, y sé que nunca lo hará.
Buscará excusas hasta en los recovecos más profundos de los laberintos más tenebrosos de este planeta antes de plantearse que quizá yo tengo un alma macerada en formol.
Preferirá achacarlo todo a las costuras descosidas de mis trajes y a los parches en mis vestidos antes de abrirme la cremallera y bucear en eso que se esconde bajo mi piel.

No me gusta tener que dar explicaciones.
Mis palabras se explican ellas solas.

Muchas cosas son las que sé, pero más todavía las que desconozco. Y a día de hoy desconozco tantas cosas, que ya no doy por segura ni la tierra sobre la que camino.

Y a parte de ser consciente de que se me está durmiendo el hombro por estar escribiendo tendida en la cama como si fuese un griego celebrando un simposio, obnubilado entre nubes de vino y música embriagadora, tengo la certeza de que algún día hablaremos de aquello. Volveremos a representar esa pantomima que ya nos tiene tan hartos y cansados a los dos, y tú me preguntarás, con ese aire tuyo tan inocente y perfectamente estudiado, si lo escribí por ti. Ambos sabemos que sí -a nadie le he tenido tanta rabia-, y ambos sabemos que lo negaré todo.Tú no me preguntarás más, y el tema quedara suspendido eternamente en el aire.

Pero todavía falta bastante para eso. Ahora solamente es septiembre. El sol del verano ha dotado todo de un resplandor dorado, metálico, que amenaza con oxidarse conforme el calor se retira y más rápido que lento se acerca el otoño.
Yo lo contemplo todo desde aquí. Si tuviera que definirme con una sola palabra, 'observadora' se ceñiría a mi ser como una segunda piel. Eso es lo que soy. Una observadora del mundo. En el fondo pienso que tengo ojos viejos; ojos de algún material raro, como la hojalata o el cuarzo, o que mis ojos a veces se llenan de estrellas que me resbalan por el rostro en momentos tristes. Pero seguirá pensando otras cosas. Nunca será su deseo ser consciente de ello.

Puedo ver el río llevándose en la corriente escamas plateadas. En este río no hay peces.

En este lugar ya no hay nada.

No me gusta septiembre. Es un mes feo. Un mes gris. Todos los colores se los ha llevado el viento.
Y yo me siento como en una vieja fotografía en blanco y negro, tan rígida y solitaria como una damisela del siglo XIX, de mirada taciturna, condenada a posar eternamente con un corsé que le comprime las entrañas y una falda de un tejido demasiado pesado.

Y cuando llegó septiembre, como el final abrupto e inesperado de un cuento que se creía interminable, contemplé derrumbarse sobre mí el castillo de naipes del que con tanto gusto me había proclamado reina. Con las piernas llenas de arañazos, que se enroscaban como diminutos tentáculos de hilo rojo, dancé entre piras humeantes y mares de ceniza aún caliente. No podía imaginarme que de ellas surgiría una bandada de aves fénix que batiría sus alas escarlata contra la oscuridad crepuscular. Sólo comprendía que debía irme.

Ya no sabia si seguía siendo Caperucita.
Más bien sentía que me había convertido en el lobo.

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