miércoles, 26 de septiembre de 2018

Las señoras que se aburrían

Las señoras que se aburrían llevaban mucho tiempo aburriéndose. Tanto, que ya se habían aburrido de aburrirse. Claro está, que a esa edad la vida les reservaba ya contados entretenimientos.
Disfrutaban ya de muy pocas cosas -poquísimas-, pero lo que hacían, lo llevaban a cabo de forma exquisita, con mucho gusto, como si algo tan simple como levantarse por la mañana y abrir las ventanas para contemplar las vistas al parque municipal fuera lo mejor del mundo.
Una de las cosas que más le gustaban a las señoras era pasear por el barrio y sentarse en un banco -siempre el mismo banco- y contemplar a la vida alejarse de ellas y al gentío pasar, disfrutaban especialmente observando a las mamás con niños pequeños, a gente que se notaba que no era de aquí, y realmente, a cualquier tipo de persona, pues bien sabían que se podía decir mucho sobre todo el mundo.

Las señoras que se aburrían formaban una pareja muy variopinta. Una de ellas era la señora Paquita. La señora Paquita había sido maestra de escuela la mayor parte de su vida, de ahí su gran debilidad por los nenes y los críos. Ella misma había tenido 10 nietos, cuyas fotos rebosaban su cartera y que muy orgullosa -henchidísima de orgullo- enseñaba a cualquiera dispuesta a verlas. Doña Paquita había sido muy coqueta durante toda su vida, cualidad que no la había abandonado, y seguramente nunca la haría. Cada día, antes de salir a la calle, se vestía con sus mejores galas -aunque con los zapatos más cómodos, que una tenía ya una edad- , se pintaba los labios con una barra de carmín rojo pasión, se ponía los anillos de oro -uno de su boda, otro herencia de su madre- y se engarzaba los pendientes de perlas que le habían regalado sus compañeros cuando se jubiló.
Mujer de ciudad desde siempre, doña Paquita nunca había sido sencilla.
Nunca le había hecho falta.

A su lado se encontraba la señora Antonia. Ella y la señora Paquita eran la noche y el día. Doña Antonia la observaba todo con un deje de preocupación en la mirada, como si a sus 83 años todo le siguiera pareciendo nuevo y desconocido. No importaban los años que llevase en la ciudad: ella sabía que nunca conseguiría acostumbrarse; su corazón nació en el campo y allí se quedaría. La señora Antonia no era presumida. No se hacía la permanente ni llevaba ropas coloridas, a diferencia de su coetánea. Su rostro o había conocido nunca el maquillaje, y las profundas arrugas y la dureza de su piel expresaban toda una vida de duro trabajo a merced del sol y los elementos.
De figura diminuta y delicada, se alimentaba como un jilguero, y ya hacía mucho que dejó de considerar el alimento como un deleite. Cuando iban a merendar la señora Paquita y ella -siempre a la misma pastelería- se contentaba con alguna pasta mojada en el café, mientras la otra anciana la contemplaba entre suspiros y buñuelos de nata.
Sólo había tenido un hijo, que había migrado a Bélgica y se había establecido allí, por lo que sólo podía verlo unas escasas ocasiones al año. Fue él quien la convenció para que se mudara a un diminuto piso de la ciudad cuando su padre falleció, pues se sentía intranquilo si ella se quedaba sola en una casa tan grande, en un lugar tan apartado. Ella le obedeció, más debido a la predilección que le profesaba, que por sus propias ganas, pues nada la apenaba tanto como dejar atrás toda una vida de recuerdos y lugares en los que había sentido, había amado y, en resumen, había vivido.

Se conocieron casi por accidente, o quizá porque en el fondo estaban destinadas a ello. Un día, doña Paquita se encontraba en el banco -su banco- ,cuando doña Antonia se sentó a su vera, debido a que el resto de bancos se encontraban ocupados. Pese a que Antonia era una anciana poco sociable, Paquita era una mujer con grandes dotes sociales, muy extrovertida, y sentía gran fascinación por la gente que llegaba nueva al vecindario. Inmediatamente la tomó como su protegida -aunque era prácticamente de la misma edad- ,y desde entonces se aseguró de que Antonia nunca volviese a pasar un día sola. Había más señoras en el barrio -podían llegar a juntarse unas 15 y llenar el parque, armadas con sus abanicos, en las tardes soleadas-, pero esas dos era inseparables. Parecía que ya no podía vivir la una sin la otra.

Una tarde, como cada día, se sentaron en el banco, aburridas, como siempre. Era una tarde de finales de septiembre, demasiado cálida para aquella época, como si el verano se resistiera a irse y el otoño a llegar. En un momento determinado, apareció, doblando la esquina, una muchacha muy variopinta. Quizá era la joven más extravagante que habían visto en mucho tiempo. Por ese barrio no aparecía gente así. Era pequeña y delicada, con el pelo teñido de un color tan singular como el verde y los ojos del mismo color, perfilados como los de un gato.Vestía una falda de tablas negra y una camisa blanca con tirantes negros enganchados a ella. Llevaba en las piernas unos calcetines altos y unos zapatos negros con una plataforma muy grande.
Parecía, sencillamente, un personaje salido de un cuento.

La chica se sentó en otro banco aledaño a ellas. Las señoras, ya no tan aburridas, la contemplaron con curiosidad, con más aún si cabe. Ella sacó un libro de su mochila y comenzó a leer, pese al ruido de los coches y la algarabía de la calle. Se la veía absorta del mundo y de lo que ocurría a su alrededor, ajena a las miradas que le dedicara cualquiera que reparase en su presencia. No parecía parecerle indiferente a nadie.
De repente, extrajo un cuaderno y un bolígrafo de su mochila y comenzó a escribir. Probó varias posiciones hasta que más o menos descubrió que no estaba demasiado incómoda si se inclinaba sobre el papel y utilizaba su propia rodilla como apoyo.
Doña Antonia no dejaba de contemplarla, preguntándose sobre lo que estaría garabateando aquella muchacha en su cuaderno. De vez en cuando, ella levantaba los ojos del papel y se encontraba con los suyos. La joven retiraba la mirada rápidamente y seguía escribiendo.
Así continuó en el transcurso de varias horas. La señora Milagros, la dependienta de la frutería que había al lado, salió a fumar su habitual cigarrillo y a conversar con las señoras, y todas conversaron sobre los tejemanejes del barrio y las habladurías, lo que se decía a viva voz y lo que se susurraba detrás del visillo. También comentaron la singularidad de aquella chica que se afanaba sobre el papel.

Ya se sabía que las generaciones cada vez son más raras.

Cuando cayó la tarde y con ella el sol, y se encendieron todas las farolas, la joven soltó el bolígrafo y suspiró satisfecha mientras se estiraba como un felino y se frotaba la espalda dolorida. Releyó lo escrito, mirando de reojo a un banco lleno de señoras -habían ido bajando de sus casas a tomar el fresco- que a su vez también la miraban. Ninguna de ellas podría haber sido capaz de imaginarse lo que había sucedido aquella tarde. Ninguna pudo imaginarse jamás que un día llegaría una muchacha cualquiera, venida de Dios sabía dónde, que las miraría y sólo eso la inspiraría a inmortalizarlas en su papel, a capturarlas, junto a las hojas que se agitaban en los árboles y sus miradas maceradas con los años, en un pequeño cofre de papel que también se perdería en el tiempo.
Estampó su firma en la hoja, guardó su cuaderno y se puso en pie. Mientras se iba, dirigió una última mirada a doña Paquita y doña Antonia, no muy segura de si las volvería a ver.

Las señoras vieron cómo la chica dejaba de escribir y se marchaba. No tenían ni idea de quién era ni de dónde había salido. Tampoco sabían si la volverían a ver.
Sólo sabían que, seguramente, ese día se habían aburrido un poco menos que de costumbre.

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