viernes, 26 de octubre de 2018

En mis brazos (La tregua)

La tormenta se cernía como una cobija sobre la pequeña cabaña de madera. Yo observaba los rayos que iluminaban constantemente la noche con su resplandor siniestro y la lluvia violenta que golpeaba con furia las ventanas sentada en la mesa; delante de mí un libro que no leía y una taza de algún brebaje que no me había bebido, y se había quedado tan frío como yo.

Cuando oí los tres golpes secos sobre la puerta, ni siquiera pude sentir asombro. Era como si de alguna forma lo estuviera esperando. En una noche como esa sólo podían ocurrir desgracias.
Abrí la puerta y ella se desplomó en mis brazos. Su capa estaba completamente calada y aunque no llevaba la capucha puesta, la melena empapada ocultaba su rostro.

Pobrecita. Pobre mía.

La liberé del pesado abrigo y la senté frente al fuego, mientras me apresuraba a ir al cuarto de baño a llenar la bañera de abundante agua caliente. Cuando se hubo llenado, la tomé en brazos, alzándola como a una gran muñeca de trapo. No entiendo de dónde saco esa fuerza a veces. Supongo que cuando ella me necesita, yo me crezco y me convierto en una superheroína. Sin olvidar que momentos como ese sólo son treguas que nos permitimos ocasionalmente. Luego volvemos a nuestra rutina, a tirarnos sillas a la cabeza y pegarnos puñaladas cuando la otra no está mirando. Menudo lazo tóxico el que nos une. Pero supongo que hay cosas que no se pueden cambiar.

Con sumo cuidado y delicadeza, la desprendí de las prendas heladas que la vestían y la ayudé a introducirse en la bañera. Ella no dejaba de temblar, y en su rostro se reflejaba una expresión ausente, como si sólo se encontrase allí de cuerpo presente y realmente estuviera muy, muy lejos.
Su delicada espalda estaba plagada de magulladuras. Trabajé sobre ella rápidamente, curando sus heridas con un ungüento especial que guardaba en mi armario de los remedios. Con un paño empecé a frotarle los miembros. También tenía algunos descosidos en la piel, por lo que, con la misma aguja y el mismo hilo que utilizaba siempre, remendé las aberturas por donde se le escapaban los sueños, consciente de que sólo era una solución momentánea, y que volverían a abrirse una y otra vez. Eran como una lesión mal curada, que tiende a empeorar con el paso del tiempo y a no curarse nunca del todo.
El vapor que flotaba en el ambiente y el agua humeante me hizo remangarme. Varios mechones de pelo se me escaparon del recogido que llevaba en la nuca. Me sentía como un androide programado, que actuara por inercia, y que automáticamente supiera de antemano qué hacer sin ni siquiera pensarlo.

Salí un momento del baño dejándola inmóvil con la cabeza gacha, y me encaminé a la cocina para prepararle una infusión. Iba a hacer su favorita. Sólo yo podía cuidarla así. Sólo yo sabía.

Regresé al baño, cargando la bebida y la toalla que siempre usaba ella, esa que le hacía sentir como si estuviera recibiendo un abrazo de un cúmulo de nubes . La envolví con ella y la senté en el taburete. Cepillé el cabello que le caía por la espalda, mientras untaba su piel suave con aceite de almendras. Cuando estuvo lista, le puse el camisón blanco, ese que le llegaba hasta los pies y convertía su cuerpo en algo incierto. Ya era capaz de caminar, y su cabeza ya no apuntaba al suelo; no parecía, como minutos antes, una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas, pero su mirada seguía perdida, y la desesperanza en su rostro parecía sugerir que nunca iba a ser capaz de encontrarla.

La guié, ambas con los pies descalzos, hasta la cama. La arropé con numerosas mantas y coloqué una ramita de lavanda sobre el cabecero. Después, me senté en la mecedora que había al lado a velar su sueño, y poco tardé en sentir su respiración acompasada. Una vela perlaba la estancia de un esplendor tenue, y alumbraba su tez, que ahora estaba dotada de una calma que no había visto antes. Ahí donde se encontraba, en el reino de los sueños, parecía una criatura celestial, un arcángel; viéndola así, nadie podía llegar a imaginarse que dentro de sí guardaba una fiera. Y si no una, una enciclopedia entera de bestias. Un zoológico entero. Todas guardaban agazapadas en su interior a que saltase la chispa que lo hiciera todo arder.
Esperaba que por fin hubiera hallado paz, aunque sólo hubiera sido en sueños. De verdad lo deseaba.

Seguía diluviando en el exterior. Parecía que no fuera a parar nunca.

No quería perturbar su sueño, ni mucho menos despertarla, pero no pude evitarlo. Me senté en el borde de la cama y le acaricié el cabello. Quise ponerle flores en el pelo. Quise llevármela muy lejos de allí. Quise hacerle olvidar todo.

Ya me acordaría de todo aquello cuando volviera a odiarla.
Ya lo recordaría cuando le hiciera daño una vez más.

Apagué la vela de un soplido y salí del dormitorio, cerrando la puerta con delicadeza. Pero en vez de marcharme, me senté frente a su puerta como un centinela. Mientras yo estuviera vigilante, nadie penetraría allí. Nada ni nadie podría hacerle daño. Al fin y al cabo, sólo me tenía a mí

Y yo a ella.

2 comentarios:

  1. Muy bonito! Enhorabuena ..es tuya personal la historia / poesia? Saludos

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    1. Muchas gracias :) sí, más o menos, se basa en la relación amor-odio que tengo hacia mí misma, de cómo soy mi peor enemiga y a la vez mi mejor aliada y la persona que mejor sabe cuidar de mí. Saludos.

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