jueves, 18 de octubre de 2018

Junto a mí

Llevaba más de un año visitando a diario aquella casa en ruinas, que se volvía más y más polvorienta con el paso de los días. No podía dejar de hacerlo. Simplemente era incapaz. Se había convertido en una suerte de obsesión sin la que no era capaz de vivir. Ya no distinguía si aquella amalgama de recuerdos hechos hogar se me había enraizado en el corazón, o si directamente el corazón me había echado raíces allí.
Había épocas en las que me esforzaba en no volver por el lugar. Trataba de distraerme con lo que fuera, en trazarme rutas sobre los mapas que no me llevaran a ninguna parte, sólo para descubrir, una vez más, que mis pies me habían conducido inconscientemente ante la vieja puerta de madera del sitio que una vez fue mi refugio.

El lugar que antaño había sido un remanso de paz y calidez, donde los rayos del sol se filtraban por los grandes ventanales llenando las estancias de luz y color se había convertido en una especie de cueva inhóspita y oscura, tan gélida que te permitía ver tu vaho aun encontrándote en el interior. Su aspecto era tan desalentador como una galería llena de relojes parados en el momento de una catástrofe. Pero yo no podía irme de allí. Quizá estaba condenada, de alguna manera, a pasearme eternamente por sus cuartos vacíos llenos de trastos viejos y tesoros de otra época, de subir y bajar escaleras que chirriaban y caminar por corredores silenciosos donde todavía resonaba el eco de todas las risas que algún día albergó.
Eso sí, cuando iba, nunca tocaba nada. De alguna manera sentía en mi corazón que no podía. Ya no se me permitía hacer algo así; me había convertido en una extraña dentro de mi propio hogar. O algo que se había asimilado bastante, hace mucho tiempo.
Había ocasiones en las que introducía la llave de latón y abría el cerrojo con su habitual chasquido para descubrir, con sorpresa, que alguien había estado allí hasta poco antes de que yo llegase. Un aroma a nubes y brisa marina impregnaba la estancia y se colaba por todos los rincones, desde el sótano con sus paredes de madera enmohecida hasta el ático que atesoraba las reliquias más antiguas.

Las hojas del calendario caían sin cesar y acabaron formando una suerte de alfombra de papel amarillento en el suelo de la cocina. Pero yo seguí acudiendo. A veces embutida en un riguroso luto, con un tupido velo negro cubriéndome la tez pálida, como si el objetivo de mi visita fuera velar a un ser querido. Pero otras veces (esas fueron menos) acudía descalza y vestida de blanco, con un poquito de luz en los ojos, feliz de estar allí, abriendo las ventanas y dejando pasar a un centenar de palomas blancas. Salía al jardín descuidado y caminaba entre los matorrales, recolectando rosas salvajes para hacer un ramo que depositaba encima de la mesa, con la secreta esperanza de no encontrármelo en mi próxima visita.

Llegó, con el pasar de los meses, un día en que prácticamente amanecí frente a la casa. El rocío vestía las flores, y el fresco de la mañana erizaba el vello de mis brazos, así que me apresuré hacia la casa, subiendo la escalinata a paso ligero. Cuando llegué a la puerta, supe que algo había pasado, pues no estaba cerrada, como la hallaba siempre. Cada vez que iba, me aseguraba de errar bien al salir. Dudé en marcharme por donde había venido, pero me sentía como la guardiana de aquella casa, y mi sentido de la responsabilidad me empujaba a averiguar lo ocurrido. Así que terminé de abrir la puerta entreabierta con la punta de mi bota y me adentré en el vestíbulo. El sonido de mis pasos quebró el silencio dominante. Sin embargo, no era un silencio amenazador ni sepulcral. Había algo distinto en el ambiente. Pero no lo percibí como algo negativo.
No sentí miedo, aunque en el momento no entendiera cuál fuera el quid de la cuestión.
Tenía que ir a la cocina. Algún tipo de magnetismo me atraía hacia allí. Así que recorrí el largo pasillo, mientras los retratos de sus paredes me contemplaban con interés.

Me detuve antes de entrar. Ahí había alguien, y no me hizo falta que se diera la vuelta para saber quién acariciaba el ramo de rosas secas que yo misma había dejado atadas con un lazo blanco sobre la mesa. Hubiese reconocido esa silueta en cualquier parte, en medio de cualquier multitud; hoy, ayer, y aunque pasaran décadas. Mi temperatura corporal pareció descender varios grados, mi corazón se negó a seguir bombeándome sangre por unos segundos y hasta olvidé cómo respirar. Quise tirarme al suelo, echar a volar y escapar por un ventanal, cavar un agujero en la tierra y huir como un topo, y salir corriendo como alma que lleva el diablo. Pero también quería congelar ese instante. También quería dar un paso adelante y ver qué pasaba. Aunque me pareciera poco menos que saltar al vacío.
Y sin paracaídas.

Eso hice. Me sentía valiente. Tan valiente y gallarda, que fui capaz de atreverme a exponerme a un posible dolor a pecho descubierto, sin armadura que me cobijara un corazón que hacía aguas ni escudo tras el que me pudiera esconder.
Cuando reuní el valor de dar un paso al frente, él ya me observaba desde unos ojos azules que no había podido olvidar. Llevaba esa mirada grabada a fuego en algún rincón de mi ser. Pero no era hostil. De hecho, encontré en sus ojos un reflejo de lo que yo sentía. De todo lo que yo había sentido. Era una mirada de mar cálido que invitaba a zambullirse. De cielo azul que me apetecía surcar.

Así que di otro paso. Él hizo lo propio. No pude evitar sentir que contemplaba a un espejismo. Le había extrañado tanto, había recreado tantas veces ese encuentro, que cuando al fin lo estaba viviendo, no quise creerlo.

Por fin, aunque el tiempo, caprichoso como él solo, prorrogase ese momento, nos abrazamos. Yo me sentí como un náufrago que se aferra a la vida tras notar los brazos exhaustos y la esperanza perdida. Le abracé como si no quisiera dejarle ir nunca más, como si fuera el último abrazo que fuese a darle jamás. De verdad así lo sentía. Y de verdad que ya me había asegurado, en mi fuero interno, que nunca más volvería a estrecharle entre mis brazos.
No sé cuánto duró dicho abrazo. Quizá minutos, quizá horas. Sólo sé que me entregué a su calidez y a ese aroma a nubes y brisa marina que me resultaba tan familiar.

Cuando nos desasimos, todo a nuestro alrededor había cambiado. Parecía que nos hubiéramos transportado a un lugar diferente. El aire no estaba congelado ni cortaba la piel. Ya no sentía en mi interior el pesar que me invadía por dentro cuando ponía un pie allí. Todo había dejado de ser una fotografía en blanco y negro y había regresado el color.

Por fín habíamos devuelto aquel lugar a la vida.
Por fin había vuelto a ser nuestro hogar.

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