Me encontraba de espaldas a la entrada, tratando de poner un poco de orden entre las latas de infusiones. La cafetería estaba tranquila, con el habitual murmullo sosegado de un martes a aquella hora de la tarde, cuando sentí la puerta abrirse con su usual chirrido.
Se supone que ese sonido es, a mis oídos, algo habitual, parte de mi rutina diaria. Se supone que ya estoy acostumbrada y que siempre suena de la misma manera, pero antes de girarme, ya tenía la certeza irrefutable de que nadie excepto tú podía haber franqueado la puerta.
Miraste en derredor, como evaluando por primera vez un local en el que ya habías estado mil veces, no sé si buscando una mesa vacía -había muchas- o directamente buscándome a mí. Sabiendo que esto último no te iba a hacer falta, caminaste pesadamente, como si nunca en la vida hubieras sentido la prisa en tus carnes, hasta la mesa situada en el extremo más alejado de la barra, y te dejaste caer en una de las sillas de madera.
Al principio no entendí por qué coño habías tenido que acabar viniendo aquí, con la de cientos de otras -y mejores- cafeterías que hay en la ciudad. Supuse que la diferencia es que en esta cafetería estaba yo, y en las otras no.
Resuelta a tratarte como a un cliente más de los cientos que veo pasar a diario por el establecimiento, me alisé el uniforme un poco y me aproximé a la esquina donde -me- esperabas pacientemente, mientras fingías examinar la carta de postres con total interés.
Dibujándome en el rostro la sonrisa más plástica y edulcorada que soy capaz de articular, te di la bienvenida al local. En el fondo sabías que no eras bienvenido, así que no respondiste, y te limitaste a contemplarme con una de esas miradas características tuyas que tanto han conseguido siempre alterarme. Ante tu silencio, te pregunté sobre lo que ibas a a tomar, y me respondiste, de manera lacónica, que café. Teniendo en cuenta que nos encontrábamos en un sitio cuya particularidad son sus muchas variedades de café -y lo sabías-, te podría haber servido como 18 tipos distintos; por lo que, de esa manera, me estabas obligando a hablar más de lo que yo en el fondo quería. Volví a preguntar, sin perder la compostura, sobre la variedad deseada, y respondiste, con una sonrisa enigmática, que café de Uganda, con un poco de agua fría, dos terrones de azúcar moreno orgánico y un toque sutil de canela.
(Sí, majestad. ¿Desea algo más? ¿Un peine de marfil de rinoceronte albino de Sumatra engarzado en oro de 25 kilates? ¿Un sorbete de fruta del dragón y carambola aromatizado con maná cultivado en la huerta de los dioses?)
Anoté tu pedido en el pequeño bloc de notas que siempre llevo encima, y, sin dedicarte ni una mirada más, me encaminé hacia la máquina de café a preparar tu bebida. Llegué a plantearme calentar el café más de lo normal (pese a que ya se preparaban a una temperatura que a Satanás le parecería excesiva), pero deseché la idea; no quería tener que oír tu voz más de lo estrictamente necesario, y mucho menos si era en forma de queja.
Eso sí, me demoré bastante. Quería que vieras que no eras mi prioridad ni me daba prisa en complacerte.
Cuando hube espolvoreado el último toque de canela de Ceylán sobre el brebaje, coloqué la taza humeante junto con los dos terrones de azúcar y una cucharilla sobre un pequeño plato de cerámica con pequeños dibujos de azaleas azules, y me di la vuelta, esperando tropezarme con tu mirada inquisitorial en la lejanía. Pero, para mi sorpresa, no hallé más que una mesa vacía y una silla con, todavía, el aroma de quien la había ocupado hasta escasos minutos antes.
Te habías ido sin decir ni una palabra (para mi alivio). Te habías esfumado, evaporado, en menos de lo que dura un parpadeo. Habías huido de allí bajo el amparo del silencio.
Y me alegré.
Aquí no se te había perdido nada.
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