Dicen que el amor otorga a todo un tinte especial. Que lo que antes era insignificante se convierte en lo más importante del mundo, y que el mundo en sí adquiere otro color, más alegre, y hasta quizá, otro olor, como si hubiesen crecido rosales en todas las calles y celebrasen el amor haciendo brotar exhuberantes rosas.
Y más, sobre todo, si se trata del amor adolescente, o quizá denominado de otra forma más edulcorada, el "primer amor".
Ese primer amor, tan efímero y bello como una estrella fugaz, es aquel que impregna la vida de un aroma de cuento de hadas, pero al mismo tiempo, de una voracidad y una prisa angustiosa, casi apocalíptica, como si el mundo se fuera a acabar mientras los tortolitos están demasiado ocupados correteando por los jardines y contemplando las mariposas, sin ser conscientes de que las mariposas se mueren en dos días.
En semejantes circunstancias se veía envuelta Eileen aquel verano, que había pasado de ser una temporada estival más, a casi el mejor verano de su vida. Se sentía viva, rutilante, como si su piel brillase y ella en sí emitiera ese delicado fulgor que sólo parece dar el amor.
Había pasado el día entero caminando, así que, agotada, se dejó caer en un banco. La noche ya hacía rato que había cubierto con su manto oscuro la ciudad, pero a esas horas, las calles ebullían de actividad. Eileen se hallaba absorta en sus pensamientos y en la música que estaba escuchando, hasta que reparó en una extraña figura que avanzaba hacia donde se encontraba ella. Era un hombre enorme que se movía con dificultad, ayudado por un bastón; parecía un anciano encerrado en el cuerpo de un gigate, y pese a su vejez, tenía una mirada ávida y despierta.
Alrededor de Eileen había bastantes bancos, pero el anciano se acercó expresamente al que ella ocupaba. Este hecho, sumado al estado de alerta que desgraciadamente hemos tenido que desarrollar las mujeres cuando vamos por la calle de noche, y sobretodo, si se nos acerca un hombre, hizo que internamente Eileen se pusiera en guardia, aunque aparentemente ella mostrase total serenidad.
Se quitó los auriculares en cuanto notó que el hombre se dirigía a ella, preguntándole si se podía sentar, a lo que ella respondió que por supuesto.
Hizo un esfuerzo considerable por mostrarse amable pese a que cada vez se estaba poniendo más nerviosa, nerviosismo que aumentó considerablemente cuando el anciano trató de entablar conversación.
Le preguntó su nombre, su edad, a qué se dedicaba. Eileen temía que fuese a someterla a un interrogatorio de tercer grado y quisiera saber dónde vivía, su grupo sanguíneo, y hasta la marca de cereales que desayunaba por las mañanas, pero en cuanto ella le dijo que era estudiante, él le comentó que había sido profesor durante toda su vida, y comenzó a relatársela. Se presentó como Edgardo, natural de Italia, cosa que la chica ya había notado por su marcado acento. Había llegado a España hace años, le había gustado, y se había quedado aquí, estableciéndose en una humilde pensión cercana al banco donde ellos estaban conversando.
Edgardo se definía a sí mismo como un hombre profundamente religioso -Eileen era atea, pero con un respeto absoluto hacia las religiones-, que se había dedicado a ejercer como profesor de Teología y Filosofía. Le preguntó a Eileen su visión del mundo y de la vida, y la respuesta de ella fue bastante confusa, como de confusa puede llegar a ser la visión que tiene sobre la vida una muchacha de 17 años.
El anciano no le preguntó nada más sobre ella. Pero siguió hablando sin parar; parecía necesitar muchísimo a alguien para hablar -o alguien que le escuchara-. Aparentaba sentirse solo.
Muy solo.
Entre las muchas cosas que le contó, una de las que más llamaron la atención de Eileen fue que él no tuviera familia. Ni esposa (o esposo), ni hijos, sobrinos, hermanos...nada. Él le explicó que nunca había sentido interés hacia las mujeres (tampoco hacia los hombres), ni en formar una familia: el gran centro de su vida había sido Dios.
Antes de empezar aquella conversación, Eileen había trazado con exactitud un plan a seguir en su mente, por si el hombre la molestaba o se sentía incómoda. Pero no se sintió incómoda: todo lo contrario.
Cambiando de tema, el italiano le preguntó si le gustaba bailar. Ella, extrañada, le respondió que sí, a lo que él le propuso llevarla a bailar, puesto que todos los fines de semana se organizaba un baile popular en la plaza del ayuntamiento, y que él se movía con más gracia que los muchachos jóvenes, convirtiéndose en el alma de la fiesta siempre. Eileen no sabía si la propuesta era seria o si él le estaba tomando el pelo, así que se limitó a sonreír, sonrisa motivada por la imagen mental de imaginarse bailando con aquel estrafalario septuagenario.
Continuando con las invitaciones, Edgardo le dijo que todos los días comía en un bar de la zona. Era barato, explicó, unos 6 euros el menú, aunque bueno, por un día podría invitarla a comer, si ella quería. Ella no rechazó la propuesta de manera explícita. Pero no le gustaba que la invitasen. Y la idea de que le pagase la comida un anciano que acababa de conocer le pareció un poco desagradable.
Por último, y antes de que ella se fuera, él se empeñó en darle el número de teléfono de la pensión donde vivía, argumentando que le había gustado mucho conocerla y que quería conversa con ella por teléfono.
Se despidieron, pues ella tenía que irse; y se marchó, con una sensación extraña en el pecho. No sabía muy bien qué hacer: por una parte, el tipo no le había transmitido ninguna mala sensación (tan sólo le había parecido un tanto excéntrico), pero por otra parte, no quería pecar de ingenua y pensar que la bondad es el orden primigenio que rige el comportamiento humano, y por ello, acabar pasando por una situación desagradable. Le habló de él a su entorno, y recibió como respuesta palabras de cautela y preocupación, que disuadieron a la joven de dirigirse a él de nuevo.
Al mismo tiempo, ella no consiguió olvidarle, y acabó buscándole casi sin darse cuenta. Alguna vez pasó por la plaza del ayuntamiento los días de baile para buscar su rostro entre la multitud y descubrir, con sorpresa, que allí estaba, moviendo su avejentado esqueleto con arte, tal y como él había dicho. Y cuando algún motivo orientaba su camino hacia la zona donde se habían conocido, ella escrutinaba con la mirada los bancos, para ver si él se encontraba en alguno de ellos.
No existe nada ni nadie capaz de escapar al paso del tiempo, y los años transformaron a Eileen en una joven universitaria, con la misma energía y curiosidad de siempre, pero de carácter un poco más templado, quizá debido a aquella tímida madurez que apenas había empezado a adquirir.
Un día se hallaba ella en la facultad, decidiendo con sus compañeros el procedimiento a seguir para un trabajo. Estaban revisando unos periódicos, buscando noticias para dicho trabajo, cuando uno de los titulares llamó poderosamente su atención. En él, decía que se buscaban herederos para un hombre rico que llevaba un año muerto sin que nadie reclamase su cuerpo. Eileen comenzó a leer la noticia, sin imaginarse lo que encontraría dentro de ella. Al leer la nacionalidad del fallecido, un engranaje empezó lentamente a girar en algún lugar de su interior.
Cuando leyó su nombre, no pudo evitar sentir una tremenda sensación de vértigo.
Y finalmente, cuando reparó en la fotografía que acompañaba el texto, casi se cae de la silla.
El difunto era, en efecto, el italiano profesor Edgardo que ella había conocido años atrás una noche de verano. Todos los datos que arrojaba la noticia ella ya los conocía: él mismo se los había contado. Salvo uno: el tema de su dinero. Este hecho, de todas formas, no hubiera cambiado nada.
Le costó días a Eileen asimilar lo ocurrido, pues creía que historias así eran más propias de Hollywood, que de la vida real. Pero ya vio que no, que a veces, la realidad supera a la ficción.
Tuvo que aprender a aceptar que Edgardo murió solo.Y aceptar también la tristeza y el terrible remordimiento que sentiría cada vez que él le viniera a la cabeza. Hecho que, comprendió, no iba a pasar pocas veces.
Nota de la autora:
Al leer lo escrito, me doy cuenta de que podría, perfectamente, haberle dado carta blanca a la fantasía, y haber dejado volar mi imaginación, libre como el viento.
Podría, por ejemplo, haber escrito que Eileen sintió la imperiosa necesidad de visitar el dormitorio en el que Edgardo pasó las últimas noches de su vida, y que allí encontró un testamento donde él le legaba toda su fortuna, que le permitió abandonar la universidad y dedicarse a la vida contemplativa.
No lo hice, sencillamente, porque estaría faltando a la verdad.
Esto no es un relato. Es la crónica de una historia real. Tan real como que conocí a Edgardo Pavía en julio de 2015 y falleció, solo, dos años después.
Esto no es un relato. Es un homenaje.
Descansa en paz, Edgardo.
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