Pertenezco a esa generación de princesas que ya no buscan príncipes. Que no esperan, en lo más alto de una torre, a que un apuesto caballero las salve de su cruel destino. Que si quieren la luna, se descuelgan del balcón -donde siempre se han empeñado en enclaustrarlas- y se la bajan ellas solas.
Pertenezco a esa generación de princesas que ya han dejado de serlo. Que tiraron por la ventana las coronas y los zapatos de tacón, decididas de una vez por todas a recorrer los caminos descalzas, sintiendo el mundo bajo sus pies.
Pertenezco a esa generación de musas que se aburrieron de estar todo el día dentro de los cuadros, que se salieron de ellos para ser ellas las artistas, las poetas, las escultoras, las escritoras. En resumen, para crear el arte y no sólo limitarse a serlo; para ser infinitas e infinitas cosas más que meros objetos decorativos, muñequitas bonitas de porcelana eternamente disponibles a gusto del consumidor, con un envoltorio brillante y de colorines, y poco que decir después.
Pertenezco a esa generación de brujas que no pudieron quemar. (Les daré una mala noticia: cada día somos más.) Esas, que se hartaron de ser siempre las malas de los cuentos. Las olvidadas. Las violadas. Las asesinadas.
Por eso, estas brujas atraparon el fuego y aprendieron a dominarlo, se convirtieron en guerreras, en gladiadoras, en samuráis. Y ahora toman las calles antes de que las calles las tomen a ellas; gruñen y aúllan como lobas, porque, a este punto, ya no le temen a ninguna Manada.
Pertenezco a esa generación de mujeres que no quieren ser valientes (aunque la vida las haya forjado a serlo), tan sólo libres. Que gritan porque la otra opción, ser silenciadas, ya no es una opción.
Estamos cansadas de que no se nos oiga,
pero nunca más volveremos a ser mudas.
(si me quieres, quiéreme libre)
No hay comentarios:
Publicar un comentario