Me despertó un dolor agudo en el cuello, como si hubiera dormido retorcida cual trapo mojado. Cuando, tan sólo un par de horas antes, me había colocado la mochila bajo la cabeza para utilizarla a modo de almohada, intuía que iba a ser mala idea, pero no me imaginaba hasta qué punto podía un macuto lleno de bártulos dejarte las cervicales hechas un nudo marinero.
Abrí los ojos, y lo primero que vi fue a Marina, a sólo unos centímetros de mi. Su camiseta fina de algodón apenas alcanzaba a cubrir pequeñas superficies de piel de gallina. No sabía cómo podía dormir con el frío que hacía. Gélidas corrientes de aire se colaban entre las dos toallas que nos tapaban. Yo no podía parar de tiritar, pese a que llevaba una sudadera (a veces tengo la suerte de ser precavida), y me encogía todo lo que podía para que no se me quedase ningún miembro a la intemperie.
Había dormido tan poco, que tuve la duda de si realmente había llegado a quedarme dormida, o tan sólo me había visto envuelta en la neblinosa duermevela, donde se funde la vigilia y el sueño.
Observé a Marina con detenimiento, como si estuviera estudiando qué partes de ella recordaba, y cuáles habían cambiado con el paso del tiempo. Nos conocimos en el parvulario, y el mismo destino que nos separó fue el que provocó que nuestros caminos volvieran a cruzarse catorce años más tarde. Éramos dos conocidas que se habían desconocido y ahora les tocaba reconocerse. No había perdido el aire travieso, esa mirada avispada que hacía que la siguiese a todas partes cuando éramos pequeñas.
Con semejante frío, tan impropio de esa época del año, yo no podía seguir durmiendo. Ni me planteé volver a intentarlo. El reloj del móvil indicaba apenas las 7 de la mañana. Estaba amaneciendo, y el sol comenzaba silenciosamente a despuntar por el horizonte. Me incorporé con cierta dificultad. Sentía el cuerpo rígido, como si, durante la noche, alguien hubiera sustituido mis miembros por piezas de madera enmohecida, o de hierro oxidado, debido a la humedad.
En cuanto me hube puesto en pie, sentí un escalofrío recorriéndome las piernas, apenas cubiertas por el pantalón corto. La arena estaba congelada, así que me calcé rápidamente las zapatillas. Tapé a Marina lo mejor que pude, tratando de no despertarla, y oteé a mi alrededor. A esas horas, y tras la noche de san Juan, la playa ofrecía un panorama de abandono total. Mis amigos dormían, repartidos por la arena y tapados hasta las cejas, alrededor de los restos de la hoguera que habíamos encendido, de la que ahora sólo quedaban cenizas y algún trozo superviviente de la masacre de apuntes que habíamos llevado a cabo.
Fuimos de los pocos valientes (o idiotas, más bien) que se habían atrevido a pasar la noche al raso. No se veía cerca nuestra más que restos de la noche anterior, botellas de alcohol vacías, y basura. Empecé a pasear por la playa, en parte para entrar en calor, y en parte porque a veces no encuentro ninguna forma mejor para desenredar los nudos que se me forman en la cabeza y en el corazón, y en ese momento, yo misma era un nudo gigante y me estaba asfixiando (de pena).
No sabía cómo sentirme. Al mismo tiempo me sentía como el mar en calma que se extendía, aparentemente infinito, ante mi. Pero también me sentía como un huracán, como una tormenta eléctrica que hubiera destrozado todo a su paso.
Aunque la única destrozada era yo.
A lo lejos, él me estaba observando. Lo sabía. Lo sentía. Hubiera reconocido su mirada en cualquier lugar; antes, tan cálida, y ahora, tan aséptica e hiriente.
No le bastaba. No le había sido suficiente. Igual que yo.
La orilla estaba llena de trozos diminutos de mi corazón, mezclados con las conchas, y desperdigados en todas direcciones. Me acerqué y los contemplé con lástima. Parecían animalitos muertos. Pero yo no estaba de humor como para organizarles un funeral.
El mar parecía de plástico, de mentira, pues no se movía, como si estuviera congelado. Pese a llevar zapatillas puestas, y siendo consciente de que el agua probablemente iba a estar congelada, me aproximé. Seducida, hipnotizada, arrastrada por el poderoso embrujo que ejercía el mar sobre mi, metí los pies en el agua, pues, puestos a hacer tonterías, pocas cosas me importaban ya. Sorprendentemente, y contrastando con la temperatura tan baja que hacía, el agua estaba increíblemente caliente. Tuve que resistirme a las ganas de zambullirme de cabeza que sentí.
Comencé a hacer una de las cosas que más me evaden y relajan:hacer rebotar cantos rodados contra la superficie. Dos, tres, cuatro, cinco. Hasta 6 veces conseguía que las piedras chocasen hasta hundirse. Las lanzaba con fuerza, con la rabia que se me acumulaba dentro y no podía sacar de otra manera.
Sabía que quien me viera iba a pensar que me faltaba un tornillo o que seguía borracha tras la noche de fiesta; pero la mañana era gris y yo sentía que me habían abandonado todos los colores de la Tierra, así que me era indiferente.
Perdí la noción del tiempo mientras el mundo amanecía, mis amigos comenzaban a desperezarse, y a mi se me iba la vida en cada piedra que lanzaba.
Porque me sentía sola.
Aunque el mar intentara abrazarme y yo no me dejase.
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