martes, 20 de marzo de 2018

Dance of the knights


La luna alcanzó el cénit del cielo, y se alzó, como una reina engalanada en un majestuoso vestido color plata, en medio de una noche oscura sin estrellas ni mirlos negros que cantasen a horas intempestivas.

Dentro de la monstruosa catedral, silencio sepulcral. Ni siquiera las campanas se atrevieron a repicar, al alcanzar el reloj las doce en punto. Todo parecía contener la respiración aquella madrugada.
La luz de la impresionante luna se colaba, osada, a través de las enormes vidrieras de colores repartidas por las paredes de todo el templo, creando un cierto ambiente fantasmal.

Silencio. Silencio inquietante. Como el de instantes antes de que se desencadene una tormenta. Un silencio que le provocaría ansiedad hasta a la persona más serena.

Como un rayo que partiera el ocaso en dos, ambas puertas de la catedral se abrieron con sendos portazos que hicieron retumbar los gruesos tabiques de piedra.

Por la puerta principal entró una horda de caballeros ataviados con armaduras de hierro negro. Uno de ellos portaba un estandarte con una bandera de color azul y blanco. Todos ellos llevaban el casco puesto y el yelmo bajado, por lo que era imposible ver sus rostros. Además, tenían espadas, no desenvainadas, pero con las manos en el cinto. Caminaban rítmicamente, sin adelantarse, sin dar un paso más del debido, como si fueran androides que hubiesen sido creados todos idénticos y programados para comportarse de la misma manera. Sus botas de metal contra el suelo de granito creaban eco, que se extendía por toda la catedral.

Caminaron como un ejército de androides de metal sin alma hasta llegar al centro de la nave principal, donde se detuvieron.

Por el otro extremo penetró de la misma manera otra caterva de caballeros. Estos vestían una armadura dorada, que emitía un resplandor a pesar de la semioscuridad del lugar. Al igual que el otro grupo, uno de estos portaba una bandera color negro y verde. Dichos ejércitos parecían clonados, pues los últimos también llevaban los yelmos bajados y caminaban igual, como si se dirigiesen a la guerra, a la muerte, a un fin que sabían y llevaban asumido, como si hubiesen sido creados para eso.
Se dirigieron al centro de la catedral, colocándose en frente de los caballeros negros, apenas separados por unos pocos metros.

Ambos grupos se encontraban cara a cara. Pero, al mismo tiempo, parecían no mirarse, no respirar. No saber por qué se encontraban allí, pero llevar a cabo una misión, un fin que debían cumplir. Un asunto de vida o muerte.

Varios minutos discurrieron así, sin que nadie moviera un dedo, ni ninguna espada cayera al suelo ni fuera desenvainada. Sin que nadie respirase.

De repente, un cuervo se adentró en el santuario por una de las ventanas. Sobrevoló la catedral, casi atravesándola, y graznando con unos sonidos crujientos que, más que disolver el sonido, lo arañaban, como unas uñas sobre una pizarra. Trazó varios círculos en su vuelo, hasta alcanzar uno de los extremos de la cruz del altar mayor. En el preciso instante en que sus pequeñas patas se posaron sobre el frío metal, los caballeros desenvainaron sus espadas en un rápido movimiento, más veloz que un parpadeo.

Casi coreográficamente, ambos grupos se enzarzaron en una batalla que, más que una batalla, parecía una danza previamente ensayada. Las armas blancas chocaban, los caballeros negros avanzaban ante un ejército dorado que luchaba con tesón. Debido a estar tan perfectamente protegidos, no había un solo caballero que resultase herido, ni siquiera que gimiese de dolor o se detuviese a tomar aliento. En los suelos de la catedral no había ni una gota de sangre, ni de sudor, ni de lágrimas. Se encontraban tan impolutos como los habían dejado los religiosos un par de horas antes.
Sólo rompían el silencio los sonidos metálicos de las espadas al entrechocar. 

Durante horas, los guerreros batallaban sin cansarse, sin desfallecer. La batalla parecía no estar decidida; la balanza no se inclinaba hacia ninguno de los dos bandos. ¿Qué ocurriría si la lucha no llegaba a su fin, si al día siguiente llegaba el arzobispo y su séquito y se encontraban ante semejante panorama?

Cuando el reloj alcanzó las 5 de la madrugada, el cuervo levantó la mirada de la marabunta de cuerpos que combatían, dispersos por toda la catedral. Decidió que la hora había llegado. Alzó el vuelo de nuevo, batiendo, majestuosamente, sus enormes alas azabache, como si se exhibiese ante los caballeros que, por supuesto, no le estaban mirando. Como una exhalación, salió por el mismo lugar por donde se había introducido. Voló cielo arriba hasta llegar al punto más álgido de la catedral, rodeando la torre, y posándose en la punta del pararrayos que coronaba la estructura.

En el mismo momento en que el ave alcanzó la punta, los dos portones de madera se cerraron de un portazo.

Todo ocurrió al unísono, como si formase parte de un mecanismo que el ave hubiese accionado. De la misma manera que un efecto mariposa, pero ligeramente más macabro.

Inmediatamente después de que las puertas se cerraran, los caballeros empezaron a desplomarse. Uno a uno, como a marionetas a las que les hubieran cortado las cuerdas, cayeron contra el suelo de piedra, hasta que no quedó uno en pie (o no quedó títere con cabeza, como se suele decir).

Los yelmos rodaron. Los penachos quedaron tendidos, como caparazones de tortuga huecos. Las manoplas de los dos bandos se mezclaron. Los quijotes estaban esparcidos, sin nadie que los llevase. Las espadas parecían muertas, resplandeciendo bajo la luz de colores que aún se introducía por las vidrieras.

La lucha había acabado. Así, sin más.

Y sin ningún cadáver necesitado de sepultura.



(no se puede matar lo que ya está muerto.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario