Tras un indefinido periodo de agoniosa sequía, finalmente, y casi como un ultimátum, comenzó a llover.
Como si una sinfonía de la madre Gaia se tratase, la tímida llovizna del principio aumentó, en crescendo, hasta convertirse en un desatado tifón que anegaba, con furia, todo a su paso.
Llegué a casa con prisa, como si me hallase participando en una carrera a contrarreloj que supiera de antemano que ya había perdido. Apenas podía contener la sangre que me goteaba a través del hueco de las costillas. Trataba de no llorar, batallando con unas ganas y un ansia de romperme que me devoraban viva. Me había convertido, en décimas de segundo, en una bomba de relojería, y la amenaza de provocar un desastre era inminente.
Conseguí alcanzar mi espacio seguro y por fin me permití implosionar. Me deshice, en medio de un torbellino de delicadeza e ira encendida, en una lluvia negra de sangre y lágrimas; la loba esteparia se había transformado en un volcán y arrojaba sin cesar trozos de cristal y tristeza mal apagada, emociones que se habían hecho una bola y no fui capaz de digerir.
Lloré y lloré en lágrimas de tinta, y me deshice junto a la lluvia sobre páginas mojadas de papel color ceniza. Lloví hasta que las letras se hicieron ilegibles, y las emociones quedaron reducidas a meros charcos que me empapaban los pies.
Qué sorprendente descubrir que, pese a lo que yo pensaba, aún tenía corazón. Quizá congelado, quizá en un estado catatónico crítico; todavía, en algún lugar profundo de mi reducido ser, había un corazón que latía de vez en cuando, ¡que incluso seguía siendo capaz de sentir!
Qué sorprendente.
Y qué doloroso.
Recordar que, por muy marmórea que me creyese, seguía siendo humana. Que por muchas corazas de acero, en el fondo era frágil como una figura de porcelana. Y que los muros de mi fortaleza no eran tan altos como yo había estimado.
Qué sorpresa.
Y qué rabia.
Finalmente, cuando el alma se me secó por completo y en el cielo no quedaban más que tres o cuatro nubes difuminadas, procedí a aquella suerte de ritual que tocaba cada vez que el espíritu se me desperdigaba en mil esquirlas por todas partes. Cogí mis bovinas de hilo de plata fina y mis agujas y me dispuse, con pulso de cirujano y paciencia de santo, a reconstruirme pieza a pieza; a enmendar los destrozos que el temporal había causado y a coserme el corazón de nuevo.
Procedí sola, lentamente y casi como una fugitiva, en mitad del silencio de la noche. Una vez más, como una loba esteparia. El resultado no fue idéntico que al principio. Ocurre siempre cuando tratas de arreglar cualquier cosa rota. Pero al menos latía, aunque algo mecánicamente, y me podía mover, pese a que mis movimientos recordasen más al hombre de hojalata del Mago de Öz, que a los de una persona normal.
Con cierta dificultad deslicé el yelmo sobre mi cabeza y acaricié mi espada. Abrí la ventana y contemplé el horizonte.
Vuelta a empezar.
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