jueves, 28 de diciembre de 2017

Perseidas

Era noche cerrada, y nosotros estábamos en mitad de la nada. No recuerdo la hora exacta, pero era una de esas noches de verano en las que no existen las horas exactas, que en el momento saben eternas y se van haciendo más eternas todavía a medida que pasa el tiempo.

No es suficiente si digo que sobre nosotros se encontraba un cielo estrellado. Era el cielo más estrellado que he podido contemplar nunca. Acostumbrada a la ciudad y a su infame contaminación lumínica, me sobrecogía ver una bóveda celeste tan salpicada de estrellas, como si el cielo sufriera algún tipo de horror vacui y no pudiera dejar ni un milímetro sin un astro que lo ocupase. Yo era incapaz de dejar de mirarlo (a pesar de estar jugándome una tortícolis), parecía querer abarcarlo todo, eternamente, tomar mil instantáneas que proteger a buen recaudo en mi memoria y poder volver a ellas una y otra vez.

Nos habíamos pasado la noche entera hablando del todo y de la nada. Más bien hablaba yo y él atendía. Parloteaba y parloteaba, y él escuchaba fascinado todas las cosas que yo le contaba, pese a entender muy pocas. Parecía darle igual de lo que le hablara, mientras que lo hiciera, y  me emocionase con ello. Tengo ese defecto, me emociono demasiado cuando hablo de algo que me gusta o me apasiona.

Las Lágrimas de san Lorenzo llovían esa noche sobre nosotros. Yo pedí deseos con todas las estrellas fugaces que pude. Por si hubiese algo o alguien ahí arriba dispuesto a escucharme. Ya ni recuerdo los deseos que formulé. Ojalá acabasen haciéndose realidad.

El campo de fútbol de tierra en el que nos encontrábamos estaba desierto (¿quién iba a haber a esas horas, en un campo de fútbol en mitad del monte?), por lo que pudimos poner música, himnos al verano y al amor y a la amistad y a cosas que ya nadie recuerda. Recuerdo descalzarme. Y el frío que hacía.  En un momento determinado, le pedí poner una canción. No tenía por qué pedirle permiso, obviamente. Pero tengo esa manía, siempre ando pidiendo las cosas, aunque sean tonterías, y yo sea consciente de ello. Creo que se lo pedí para que fuera consciente de que para mí, eso significaba algo. Y que era un momento íntimo. Así que paró la música que hacía parecer aquello una discoteca fantasma y yo me calcé mis cuñas (¿a quién se le ocurre subir al monte con unos zapatos de cuña? A mí.), me dirigí al centro del campo de fútbol, y escuché Underneath the stars bajo aquel manto de astros que me cubría entera, y bajo aquellas estrellas que llovían sobre mí. Fui tan insignificante en aquel lugar perdido en aquel planeta perdido en aquella galaxia perdida, que me sentí caer al abismo mientras cien lazos de seda se me enredaban en el corazón. Él me contemplaba, a lo lejos. Sabía que era un momento de mí para mí, frágil como el cristal, y tan delicado, y que no debía intentar quebrarlo ni intrometerse. Así que me dejó hacer, y escuchar esa canción que hablaba de girar y girar bajo las estrellas y el universo, mientras yo hacía lo propio y me perdía también bajo el firmamento a tan sólo unos metros de él.

Fugaz como los cometas que caían sobre nosotros, el momento pasó y yo volví junto a él. No sabía qué acababa de ocurrir, sólo que era importante para mí y me hacía ilusión, así que no dijo nada. Creo que le bastó con la sonrisa tenue que se dibujaba en mi cara y mi expresión de alivio, como si acabase de cumplir con una misión muy solemne.
Él me miraba como si contemplase una pintura que nunca fuera capaz de comprender. Creo que eso era lo que le gustaba tanto de mí. Que yo era un misterio y siempre iba a serlo, que aunque caminásemos juntos por aquellas calles que nos habían visto crecer, yo estaba lejos, muy lejos de él, quizá a años luz de distancia, y que nunca iba a alcanzarme. Me quería porque no me entendía. 

Y yo quería que no me entendiese.



jueves, 30 de noviembre de 2017

Poema en tinta invisible

Te quiero con la puerta cerrada,
con la llave echada,
y quizá,
todo aquello que escondo
tras mi mirada.

Te quiero con tu luz blanca
y en voz baja,
con las cosas no muy claras,
sin demasiada esperanza.

Te quiero, y el querer me mata
y ojalá,
¡ojalá!
pudiera no quererte nada,
pero no te puedo engañar,
no puedo decir que no,
que no me encuentro
enredada,
y que tú, amor,
mi amor,
no me has enredado
el alma.

sábado, 25 de noviembre de 2017

Cuando el mundo entero cupo en un abrazo

El auditorio al completo rompió en aplausos, que retumbaron por toda la sala y parecieron querer echarla abajo. Hubo aplausos de todo tipo: aplausos emocionados, sinceros, teñidos de nostalgia y sobrecogimiento por todo aquello que se acababa de presenciar. Pero también había aplausos de alivio, palmas que se entrechocaban contentas de poder escapar de aquella habitación y aquellos asientos que las habían mantenido cautivas durante horas.

Para mí personalmente, aquel palmoteo atronador significó el caos y la algarabía, el fin de la formalidad y el inicio de la vorágine. Me levanté de la butaca como si ésta hubiera activado un resorte. Me veía espléndida. Me sentía bonita. Radiante. En ese momento yo era una supernova, sentía que irradiaba toda la luz del mundo, que era capaz de cualquier cosa, y que si el mundo acababa en ese instante, no me hubiese importado lo más mínimo. Ese es el efecto que tiene vencer uno de tus mayores miedos: te otorga súper poderes.

Tras acabar el acto, la mayoría de los que habían participado en él fueron a saludar a sus familiares, a darle dos besos a sus padres no ya como simples alumnos de instituto, sino como guerreros que vuelven victoriosos de la batalla, satisfechos de haber sobrevivido a esa jungla llamada instituto.

Yo también pensaba hacer lo propio. Pero antes, debía hacer algo más.

Al mismo momento en que la ceremonia finalizó, todo dejó de importar. Nos habíamos graduado, ¿qué más daba lo que ocurriese después? Así que eché a correr escaleras abajo, presa de la euforia y de la energía del instante, a pesar de la poca movilidad que me concedían mis zapatos de tacón y a mi vestido blanco -estampado de cuervos-, tan amplio en unas zonas y tan ceñido en otras, que quizá era de las prendas más incómodas que podías vestir para lanzarte a la carrera. Pero se trataba de un momento mágico, un intervalo de tiempo anómalo donde cualquier cosa podía ocurrir.

Seguí corriendo como si se me estuviera escapando el tren que llevara al paraíso, abriéndome paso entre amigos y caras desconocidas, entre abrazos y palmadas en los hombros, hasta llegar al lugar donde estaba segura de poder encontrarle. Y en efecto, así fue. Cuando mi mirada se cruzó con la suya, se iluminó.

Formal como él sólo, fiel a la norma que había caracterizado el curso entero, fue a darme dos besos. ¿Dos besos? ¿Qué nos creíamos, robots?

Quizá no debí hacer lo que hice a continuación. Quizá fue un acto extremadamente temerario, y quizá en cualquier otro momento y cualquier otro contexto, él hubiera rechazado el gesto sin pestañear. Pero lo mejor es que nunca lo sabré.

Antes de que pudiera darme esos dos besos, me lancé a sus brazos al más puro estilo trágico-romántico de película barata de Hollywood de los domingos por la tarde. Fue mi forma de decir: lo he conseguido. He podido. Gracias.

Y fue, seguramente, de las formas más poco ortodoxas de decir algo así. Pero él debió captarlo a la perfección, porque, sin dejar de estrecharme, me dijo lo perfecta que había estado sobre el escenario, y lo muy orgulloso que se sentía de mí. Al cabo de tantos meses de clase, había aprendido que él no regalaba los halagos. Al contrario. Por eso, que me concediera aquello, era lo último que esperaba.

Acudí a él esperando un abrazo y regresé con dos medallas, que llevo siempre conmigo; las llevo colgadas muy cerquita del corazón. En ocasiones, hasta me llego a olvidar de ellas. Pero otras veces les saco brillo, como en noches como esta, cuando acuden a mi memoria él y las huellas que todavía resisten grabadas por esos caminos que recorríamos, y recorreremos siempre, quizá, en algún rincón muy remoto del océano de nuestros recuerdos.


miércoles, 22 de noviembre de 2017

latido en un relámpago

No dejaré que nadie me diga nunca más cómo debo ser,
o cómo debo dejar de ser,
cuántas lágrimas tengo que llorar,
o que tengo que ser fuerte siempre,
siempre feliz,
siempre sonriente,
-no quiero vivir todo el tiempo como si la vida fuera un anuncio de televisión-

Y si me lo dicen, les diré
que yo sólo soy una rosa
-quizá con más espinas que pétalos-
pero una rosa,
de las que crecen al fondo del jardín
y que no pretende ser contemplada.

Porque yo no quiero ser bonita:
tan sólo quiero ser yo
(por mucho que alguna vez haya querido ser como esas chicas por las que se escriben poemas y se componen canciones)

Y lloraré,
me descoseré el corazón a lágrimas si hace falta,
si lo necesito para sentir que ya no necesito nada
nada más que a mí y a un par de alas,
o de hojas, o de palabras
-es decir, que mi libertad ya no será coartada-
Y esto es un canto a mí,
que fluye como un río de agua clara,
y como el agua,
limpia aquella suciedad que me estaba
empañando el alma.

(lluvia soy, fuego seré)

martes, 14 de noviembre de 2017

carpe mortem

Sucedió en verano. Fue ese verano en el que el amor brotaba en cada esquina, fundiéndose con el odio y haciendo girar el mundo a mil revoluciones por minuto. Verano incierto, de caricia y rellerta, en que el sol salía y se ponía cada día como si fuera la última vez que fuera a hacerlo. Verano de amor adolescente, de cosquilleo y nervios a flor de piel, de vértigo e ilusión, tan frágil, hermoso y delicado como el cristal, a la par que patético.

Técnicamente, ellos dos no eran pareja. A ella le había robado el corazón otro. A él, se lo había robado ella. Pero disfrutaban enormemente de la compañía mutua. En ocasiones, parecían espejarse, y encontrar en el otro facetas y rasgos que no encontraban en nadie más. No eran más que dos excéntricos que se veían obligados a medir según qué cosas en según qué círculos y según en  qué situaciones. Pero cuando estaban juntos, se sentían libres de ser todo lo bizarros que pudieran y más, como si participasen, amistosamente, en una competición de a ver quién conseguía ser más extravagante.

Quedaron una mañana de mediados de agosto. El plan era hacer una excursión y pasar el día visitando un lugar poco común. No había mucha gente que visitase normalmente el cementerio. Y mucho menos en verano, cuando las playas se abarrotan y la población, por lo general, abandona la ciudad en desbandada. Pero ellos dos no eran normales, sino más bien, lo que cualquiera calificaría como “raritos”. Y, aprovechando que él no conocía el lugar, se dieron cita un día, con comida, agua, y ganas de deambular por un sitio diferente.

Subieron a pie, por las cuestas infinitas que seguramente esconden demasiados secretos. Como era de esperar, en el enorme camposanto no había apenas nadie. Su conversación, al principio, fue algo forzada. ¿De qué se debe hablar cuando visitas un cementerio? ¿Se debe guardar silencio todo el tiempo, como muestra de respeto hacia los difuntos? A veces sí se callaban. Otras veces, hablaban, y el sonido de sus voces parecía provocar eco en el extenso recinto. Poco tiempo tardó él en hacerla reír. Siempre lo acababa consiguiendo. Y cuando el rumor de su risa se apagó, congelándose de nuevo el espacio en el silencio sepulcral, ella  sintió como si hubiera cometido una profunda ofensa riéndose en un lugar así –la broma no había tenido relación ninguna con el sitio-, pero también extraña, al intentar imaginarse cuándo fue la última vez que alguien se rió allí. De cuántas risas es testigo un cementerio.

Cualquier persona se hubiera aburrido. Pero ellos no, como mirlos blancos que eran ;durante horas caminaron por las calles llenas de nichos y mausoleos, torrándose por aquel sol de justicia apenas sin darse cuenta. Incluso dieron con miradores, en mitad del cementerio, que ofrecían una panorámica espectacular de la ciudad, de las montañas, y del horizonte casi fundiéndose con el cielo. Y sin quererlo ni beberlo, se dieron de bruces con un recinto de bronce, que parecía haber sido colocado por error allí, pues rompía completamente con el orden de tumbas que reinaba. Extrañados, franquearon sus puertas, y cuál fue su sorpresa al encontrar allí un pequeño prado verde, con algún que otro olivo, y un gran aljibe, del que brotaba agua con un rumor tímido y casi inaudible. Ella quedó encandilada al instante. A él la encandiló su reacción, su ilusión por las pequeñas cosas y la forma en que le brillaban los ojos cuando descubría algo que le gustaba mucho, pero fingió sentir interés por la belleza del sitio. Jardín de las cenizas, era su nombre. Ella quiso quedarse más, parar el reloj y sentir que no había nada más que ellos dos en esa explosión de vida rodeada de tanta muerte, pero no tenían todo el día, y, como bien demostraban los rugidos de sus estómagos, era la hora del almuerzo. Así que, perdiéndose varias veces por los enrevesados caminos de la laberíntica necrópolis, se marcharon.

Él, supuestamente, no debía estar allí. Estaba haciendo pellas. Había decidido irse con ella, en vez de acudir a la academia. Y como suele pasar, le acabaron pillando. Así que tuvo que marcharse, dejándola con cierta sensación de regomello en las entrañas, al sentirse culpable de algo que desconocía por completo.


Aquel día acabaría siendo eterno, como un paréntesis en sus vidas que nunca olvidarían. Meses después volverían, y el mismo cementerio que les vio reír, acabaría siendo testigo de un dolor que ninguno de los dos podía imaginarse en aquel día de agosto en que la vida parecía un juego e infinitamente justa y equilibrada. Supongo que la vida es como el océano, nunca sabes qué albergará, que te traerá mañana la marea, o si al subir, te llevará con ella. 

sábado, 11 de noviembre de 2017

sin título (y sin risa)

Últimamente me río poco. Y es una pena.
Aunque no sé qué me apena más, si extrañar mi risa o, por el contrario, olvidarme de ella, olvidar que yo también tengo esa capacidad.
Y así, cuando vuelvo a reír, noto mi risa como un sonido enlatado, oxidado, ajado por el poco uso, como si la hubiera guardado en un armario hace décadas y mientras tanto no hubiese hecho más que cubrirse de polvo y cenizas del tiempo perdido. Cuando me río otra vez es cuando me doy cuenta de lo mucho que extraño mi risa estridente, reírme por cualquier tontería.
Quien me hace reír, me hace un regalo. No creo que quien lo haga se imagine aún remotamente lo que significa para mí ni el bien que me hace, ni que sepa que cuando me provoca la risa es como si desencadenase la lluvia sobre unas tierras aquejadas de sequía desde hace bastante tiempo. O por el contrario, son bancales anegados que, tras tantos monzones,necesitan un poco de luz solar, una pequeña tregua en medio de tanta guerra. Algo de paz después de la tormenta.

domingo, 15 de octubre de 2017

(escrito entre campos de fresas)

Abrió la puerta a la otra dimensión con un chirrido un tanto desagradable y vaciló unos segundos antes de precipitarse en un salto abisal, zambulléndose plenamente en ese vacío sideral que olía a silencio rancio. Instantáneamente se alejó de la vida tal y como la conocía y empezó a ver los objetos y a las personas de colores que hasta la fecha le eran totalmente desconocidos. Era como mirar con los ojos al revés, o acaso no mirar, percibir los colores con el resto de sentidos. Empezó a sospechar que ese portal sobrenatural le había lanzado a la dimensión de la sinestesia. 

Deslizándose suavemente como una serpiente de cascabel envuelta en cintas de seda rosa, llegó hasta él un dulce aroma a cacao especiado que, para ser sinceros, sabía peor de lo que olía, aunque no llegó a probarlo porque tenía un color verde oruga que no le seducía demasiado.
De todas partes parecía provenir un murmullo que aumentaba y aumentaba, que se movía en crescendo, al igual que su paranoia y la sensación de que se estaba convirtiendo en un muñequito al que iban a arrojar en una caja llena de agua y cangrejos con pinzas afiladas que iban a desgarrarle las entrañas. Se encaminó con pasos firmes al fondo del autobús, donde se acurrucó y se dedicó a mirar por la ventanilla cómo llovían estrellas. Esperaba contemplar cómo llovía también algún planeta, pero eso no sucedió. Él quería ver el universo arder, ansiaba ver cómo estallaba en sus propias manos, pero en lugar de eso, no obtuvo más que una amarga sensación de desilusión quemándole la punta de la lengua. 


Se sentía como una marioneta, un personaje más de algún tipo de tragicomedia escrita por alguien desconocido y cruel que quería manejarle a su antojo. Pero él no tenía ganas de bailarle el agua a nadie, así que se bajó la cremallera que tenía cosida en su piel y se deshizo en mil fuegos artificiales, que estallaron en la noche sin estrellas, oscura como boca de lobo, desintegrándose en una eternidad y en un vacío que no existieron, existían o existirán.

domingo, 8 de octubre de 2017

Postal

En las escaleras de ese museo nos sentamos aquella vez. Parecía que estábamos escondidos, semiocultos entre las columnas blancas del gran edificio de estilo neoclásico. Habíamos pasado horas enredándonos en los pasillos del muso, perdiéndonos entre reliquias de otros tiempos mientras construíamos el nuestro propio, el aquí y ahora frágil que tomé entre mis dedos como los copos de hielo precoces de una ventisca y conservé en bolas de nieve que hoy me da miedo agitar.

En las escaleras de ese museo nos sentamos aquella vez. Habíamos planeado visitar algunas cosas más en lo que quedaba de tarde, pero decidimos -casi sin haberlo hablado, como si en ese punto fuésemos capaces de comunicarnos telepáticamente, y saber, sin pronunciar palabra, lo que pensaba o sentía el otro- darle la espalda al reloj y simplemente recrearnos, sin más. Porque era verano, estábamos en Irlanda, y necesitábamos asimilarlo, para poder disfrutar el momento en el momento y no después, a través de recuerdos.

En las escaleras de ese museo nos sentamos aquella vez. El día había sido tremendamente largo, y yo no había podido evitar cansarme. Me recosté contra tí, apoyándome en tu hombro, y tú me estrechaste entre tus brazos. Tú era de las poquísimas personas a las que en ese momento dejaba abrazarme. Cuando tú me abrazabas, yo no me sentía mal. Al contrario, me sentía flotar en medio de un mar en calma. Por aquel entonces, casi todo eran tormentas.

Tras aquel alto en el camino en las escaleras de ese museo, seguimos caminando sin rumbo por las calles de la ciudad, contemplando Dublín al mismo tiempo que Dublín nos contemplaba a nosotros. La vieja ciudad parecía nueva, inmaculada, puesta un rato antes de que llegáramos. Yo ya la había visitado algunos años antes, pero cuando regresé junto a ti parecía otra diferente. Y es que las ciudades pueden ser tantas como personas las recorran.
Irlanda a nuestros pies, esperando a ser conquistada. Y así fue, la tomamos como oasis, y durante unos días, fue nuestra. Durante unos días no existió España, no existió nadie más que tú y yo, y todo aquello hoy tan remotamente lejano.

Son heridas que no quiero abrir. Son cajones que no quiero remover. Son fantasmas que no quiero liberar, pese a que sé que son más fuertes y rápidos que yo y se acaban escurriendo por la cerradura del baúl en que me empeño en mantener cautivos. Se escapan y me visitan el día menos pensado, justo como hoy, en que llega a mí, por casualidad, una imagen de las escaleras de ese museo en que nos sentamos aquella vez.

P.D. al volver a leer estas líneas, me siento despertar de golpe de un sueño bonito, siento que me he pillado de repente los dedos con una ventana. La nostalgia pudo más que yo. Fue como llorar dos veces.

domingo, 3 de septiembre de 2017

last waltz

Era el último vals que bailaríamos juntos y yo lo sabía. Era consciente de que tras ese vals no seguiría otro. Que nunca más sentiría su cuerpo y el mio fundiéndose en un mismo compás.

Habíamos quemado todos nuestros cartuchos, se nos habían agotado todas las oportunidades. Y lo único que nos quedaba era el vals, ese último vals que todavía no había empezado y ya amenazaba con terminar. O quizá, con ser eterno. No estaba segura de qué posibilidad era peor.

El raso de mi vestido añil murmuraba a mi paso, susurraba secretos a voces que escapaban de mi cofre. Su mano izquierda reposaba ceremoniosamente sobre mi cintura, a la vez que su otra mano se entrelazaba con la mía como aquel que se aferra a la vida. No me pidió el vals, como hizo todas y cada una de las veces anteriores en las que nos acostumbramos a danzar como si él fuera un soldadito de plomo y yo su bailarina. No me pidió el vals, porque ambos sabíamos que eso eran florituras innecesarias y que el tiempo escaseaba.

No recuerdo al son de qué canción bailamos aquella última vez. Lo mismo podía haber sido un vals de Tchaikovsky, que una sonata para piano, o la última balada azucarada que estuviese arrasando en la radio. Mi favorita era el Danubio Azul, así que probablemente fuera esa.

Había otros muchos detalles que sí se han quedado grabados a fuego en mi retina y en mi corazón. Al principio rehusé a mirarle a los ojos en una maniobra de escape de antemano abocada al fracaso. Y cuando finalmente nuestras miradas se estrellaron, vi en él toda la tristeza del mundo contenida en aparente calma y dos ojos que pedían a gritos un poco de tregua en medio de tanta guerra. Sonrió sin sonreír, y yo no pude evitar pensar que ninguna otra vez en todo el largo camino que nos había dado tiempo a caminar juntos, le había visto lucir tan bien.
A pesar del nerviosismo de unos dedos que temblaban.
A pesar del cansancio que revelaban sus profundas ojeras.
A pesar de esa mirada tan angustiosamente azul.
Para mí, estaba más guapo que nunca. Y supe, por el brillo fugaz en su expresión cuando me vio aparece, que sus pensamientos y los míos debían ser similares.

Nos acercamos tanteándonos de forma casi automática, forjada por la fuerza de la costumbre. Buscamos las manos donde sabíamos poder encontrarlas, la familiaridad de la piel suave, la anchura de un hombro acariciado tantas otras veces, el aroma del ser amado.

Bailábamos, pero lo mismo podíamos haber empezado a flotar, traspasando la frontera de lo real y lo imaginario, alejándonos de este mundo. Tampoco recuerdo el tiempo que estuvimos girando como peonzas, girando sobre nuestro amor y nuestro odio, nuestro pasado y el futuro que nunca tendríamos, uniéndose todo en un lazo de acero que se estrechaba sobre nuestras gargantas a medida que nuestro baile se perdía más y más por derroteros desconocidos, poco dispuesto a encontrar su final.

Omitimos la despedida; no hubo palabras que rematasen la faena sangrienta que habían perpetrado nuestros corazones. Creo que ambos pensamos que a esas alturas de la película era necesario ahorrarse el disgusto de añadir más leña al fuego. Y como tal, fríos como si lleváramos mil inviernos escondidos en el alma, separamos nuestros caminos como si nunca hubieran tenido la oportunidad de enredarse.

lunes, 21 de agosto de 2017

Entrada al olvido

No fallo ni una sola vez: cada vez que paso por allí me quedo mirando el ascensor eternamente suspendido en un punto incierto entre la quinta y sexta planta; imagino que me infiltro a hurtadillas en la oscuridad de la noche, o que me convierto en un espectro y atravieso los muros de hormigón para pasar horas y horas husmeando en los corredores del hotel abandonado, toqueteándolo todo, -la curiosidad mató al gato, pero al menos el gato murió sabiendo- preguntándome cuántos amores se habrán hecho y deshecho en los cientos de habitaciones, qué secretos se encerrarán para siempre entre todas esas paredes.

Tampoco fallo nunca: cada vez que paso por allí, recuerdo aquella vez que Bea y yo nos colamos para contemplar a la ciudad envuelta en un traje de luces. Si las luces de la ciudad eran una túnica, un vestido que la envolvía suavemente, concediéndole un encanto del que durante el día carece, la Alhambra era su corona.

Fue hace unos cuantos años, cuando todavía el hotel abría sus puertas al público. No recuerdo exactamente el mes, pero creo que era primavera. Aunque, al lado de Bea, siempre es primavera. Cuando pienso en aquella noche, no puedo evitar sentir una punzada de vergüenza tiñendo tenuemente mis mejillas, por haber practicado tan de buena fe el deporte nacional: la picaresca española.

El caso es que yo había quedado con ella esa tarde. Caminar sin rumbo y la frescura de la tarde nos enviaron derechitas al río. Y entonces fue cuando Bea propuso que subiéramos a la terraza a disfrutar de la panorámica tan bonita que ofrece Granada de noche.
"Pero, ¿no nos dirán nada?", preguntó mi yo adolescente, tan tímida y tenue como lo seguiría siendo años más tarde. Ella me respondió que no, para nada. Así que franqueamos las puertas, tan dignas como estatuas antiguas, y subimos en el ascensor, sintiéndonos como dos espías de incógnito realizando una misión de alto secreto.

Por fin llegamos arriba, después del que fuera probablemente el viaje en ascensor más largo de la Historia, y salimos a la terraza, inflando el pecho como palomos y poniendo cara de que estábamos disfrutando hasta de las patas de las sillas.

Admito que no había creído del todo a Bea, y que había subestimado el encanto de Granada y el perfume de la noche. Lo admití todo y me tragué mis sospechas cuando nos apoyamos en una baranda y dejamos que la brisa nos acariciase la cara. No recuerdo de qué hablamos estando allí arriba. Quizá ni siquiera lo hicimos, y sencillamente nos rendimos dulcemente a la magia que nos envolvía. Compartir el silencio con una persona y que no os acabe asfixiando es una garantía de que realmente os sentís a gusto. O eso suelo pensar.

Lo único que sé es que congelé el instante y me lo llevé en el bolsillo, lo guardé en una bola de cristal a la que ahora mismo le estoy dando los últimos detalles y dejándola para la eternidad. No recuerdo nada más de aquel día, qué pasó después, cómo volví a mi casa...seguramente, porque nada de eso era importante.

Así que cuando el azar o el subconsciente me dirigen hasta el hotel abandonado, pienso en todo eso. Y en todas las voces que lo recorrerán eternamente mientras siga fluyendo el agua del río y el sol caliente día tras día su piedra negra, fría para siempre.

sábado, 22 de julio de 2017

Balada a destiempo

Me enamoré del chico del saxofón, ese que se ponía a tocar todos los viernes por la tarde en la esquina de la plaza, justo en la puerta del café donde solían reunirse las señoras con permanente a tomar té a sorbitos mientras se quejaban de las nuevas generaciones. Yo acostumbraba a desviar mi ruta habitual para poder verle, para oír su música, para robarle 5 minutos en forma de una mirada furtiva que desearía haber podido congelar en el tiempo.

Me enamoré de ´él sin saber nada de él. Ni siquiera su nombre. Por ello, en mi corazón y en mi diario iba adjudicándole nombres distintos dependiendo del día y de cómo me encontrase yo, de qué nombre decidiera ese día que casaba mejor con sus ojos grises e infinitos, perdidos en el tiempo; con sus manos grandes de dedos finos y con esa boca que parecía haber remendado algún sastre con prisa e hilo de plata.

A veces parecía verme camuflada entre música y ruido, pero no estoy segura de si alguna vez me miró; si, entre todo el bullicio, posó su mirada en mí. A decir verdad, no había nada que deseara tanto ni que me aterrase más. Que se diera cuenta de que iba ahí para verle. Que existía.
Como no tenía el valor suficiente para acercarme a él, le imaginaba. Y aún siendo consciente de que le estaba idealizando a niveles estratosféricos, era incapaz de no abandonarme a la fantasía. Se convirtió en mi sueño favorito, en el lugar al que siempre me apetecía regresar, sobre todo de madrugada, cuando las manecillas del reloj marcan esa hora imprecisa en que los que quedamos despiertos es porque nos sentimos solos.

Siempre tenía algo en mis manos para depositar en la boina raída que él dejaba sobre el pavimento. Nunca dinero. No es por ser tacaña, no quiero que me malinterprete nadie. Pero me hubiese sentido rara pagando por estar junto a él, sabiendo que él tocaba por eso.

Yo le llevaba flores. Siempre flores; de todo tipo, y de todas partes. A veces las cogía de los jardines públicos (perdonadme, florecillas, ¡era por una buena causa!), de los parques, o de esos arbustos rebeldes que crecen con suerte en las aceras de las calles. Cuando tenía algo de calderilla, me detenía en el kiosco de flores que había en la misma plaza del saxofonista y le pedía a la anciana señora (que llevaba toda su vida trabajando en la floristería y cuyos ojos vetustos habían visto quizá demasiadas cosas y quizá a demasiadas muchachas nerviosas como yo, con mirada impaciente y manos temblorosas) una o dos de las flores más bonitas que tuviera aquel día. Mis favoritas eran las rosas blancas.
Sé que las flores no iban a darle de comer. Pero era mi forma de expresarle mi admiración, lo mucho que alegraba mis semanas la promesa de que el viernes llegaría y él estaría en su esquina animando las calles con su saxofón.

Pero un día, dejó de aparecer por allí. No sé qué le ocurrió, tampoco había nadie a quien pudiera pedir explicaciones. Simplemente se esfumó como si nunca hubiera existido; como si en realidad todo hubiese sido producto de mi imaginación, un espectro romántico que mi cabeza  y mi corazón se hubieran compinchado en crear.

Sin embargo, no fui capaz de olvidarme de él, y sepultar al saxofonista desconocido bajo capas de polvo y otras cosas quizá más importantes. En ocasiones sigo creyendo que volverá a aparecer, el día menos pensado, en el rincón más insospechado de toda la ciudad.


Mientras tanto, voy dejando flores por las calles, en forma de rastro. Como si fuese Pulgarcita y esto fuera un cuento. Quizá lo es. El camino termina en un jardín. Mi jardín. Aquí huyo del mundanal ruido, y me refugio entre plantas y flores que parecen más propias de un cuadro de Monet que de la vida real. Y aquí le espero. Por si piensa regresar.

lunes, 10 de julio de 2017

Jaula

Yo tengo una jaula. De hecho, no sólo poseo una, sino varias. Y están una dentro de otra, como si fuera una muñeca Matrioshka compuesta de figuras dispares entre sí.

Pero no es el caso. Y no sé hablar ruso.

Os contaré sobre una en concreto. De hecho, ahora mismo la estoy tocando.

Es de noche, el reloj marca una de esas horas avanzadas en que las cosas parecen dejar de tener sentido y el tiempo, de importancia. La ventana abierta de par en par me regala rumores de grillos y aroma a tierra mojada. No sé qué hago despierta, pero tampoco tengo motivos para irme a dormir.
Estoy hecha un ovillo en la cama. Y comienzo  a acariciar los barrotes de mi jaula con aire distraído y un deje de abandono.

Esta jaula suele contener toda clase de criaturas. A veces son mariposas, de colores vivos y brillantes. Otras veces son pájaros, que chocan una y otra vez, con sus aleteos torpes ya a la desesperada, contra los barrotes. Pero también ha contenido leones, tiburones, rinocerontes, y seres más “peculiares”, como arañas (patilargas y paticortas, tarántulas, viudas negras en alguna ocasión), escorpiones, escarabajos y serpientes, muchas serpientes, que se enroscaban tanto y tan fuerte en los barrotes, que acababan enredándose entre sí.

Aunque hay en especial una criatura que destaca entre las demás por el número de veces que le toca enclaustrarse en esta pequeña prisión. No siempre está, hay temporadas en que parece esfumarse, o huir bien lejos.

Pero siempre vuelve. Por muy rápido que corra, este es un lugar al que siempre acabará regresando.
No sé cómo es en realidad, ni qué forma tiene, pues la cambia constantemente y nunca es igual. A veces tiene pinchos como un erizo, o una coraza de hierro que se oxida y se le acaba desprendiendo como si fueran escamas. Puede ser tan duro como la piedra, pero también suave y tan blando que estoy segura de que se desharía entre mis dedos, si lo consiguiera tomar entre mis manos. Lo sé, porque lo siento.

Tiene muchos nombres. Aunque nunca nadie lo ha visto, y todo el mundo haya podido sentirlo, todavía hay quien no cree en él. A mí personalmente, esos me dan pena. Porque me pueden decir misa, pero no creo que sea posible vivir sin corazón. A pesar de que muchos lo intenten.

No puedo darle alas, por mucho que quiera. No puedo ponerlo en un barquito de papel, y echarlo a navegar. Tan sólo puedo abrirle la puerta de mi jaula, de una de mis muchas jaulas, para que sea libre. Porque los corazones son criaturas salvajes que se enmohecen, se marchitan, se mueren, si pasan mucho tiempo en cautividad.

Pero volverá. Siempre lo hace

martes, 13 de junio de 2017

saltarello descarriado

Toda esta historia
ocurrió entre bambalinas
escrita con los ecos
de aquellas risas perdidas.

En el escenario:
tres claveles muertos y un silencio
a deshora.
La luna de junio y su luz
se colaban por las ventanas rotas.
El teatro estaba cerrado, sí,
para el resto de personas,
pero eso no evitó que ellos
quisieran quebrar las normas.
Se quedaron pues, tras la función
con cierta sensación de derrota,
para poder liberar su amor
y malgastarlo,
gota a gota.

Empezaron por un simple vals,
lento, de madrugada,
y así poder verse mejor,
cuerpo a cuerpo,
cara a cara.
Fundirse en un solo ser
Y entrelazar muy bien las almas.

Los minutos se echaban encima
Y el peligro los acechaba
aunque ellos bien lo sabían
bien poco les importaba.

La noche se desvaneció
al son de sus compases
y con ella se fue su amor
ese, que nunca sintió nadie.
No se dijeron adiós
(porque no fueron capaces)
La Dama se tragó su voz,
Su vida y su donaire.

Así acabó su función
(y, en efecto, sí:

Se les hizo demasiado tarde)

miércoles, 24 de mayo de 2017

palabras para nadie

Lo sé, lo entiendo. Esa es la reacción habitual. No te preocupes.

Sé todo lo que me vas a intentar decir. No hace falta que lo digas. De verdad.

Lo sé. Lo sé todo.

Sé que huelo a cosas que asustan, a criaturas desconocidas y al aroma de una noche de verano; sé que huelo a muerte y eso espanta, pero también sé que huelo a azúcar y a chocolate y a fruta fresca y a ilusiones y a magia y por ese motivo no puedes evitar estar aquí ahora mismo.

Conozco esa forma de mirar. De vez en cuando me vuelvo a tropezar con ella como con una vieja conocida. Te intrigo. Te parezco un enigma de ojos verdes y maneras raras, demasiado enrevesado como para ser resuelto jamás. Sabes que nunca me vas a conseguir comprender. Pero también sabes que tampoco quieres intentarlo.

No soy tu prototipo. Ni siquiera sabes qué es lo que tengo, qué es eso que hay en mí, escondido entre maleza y sombras, cuál es el combustible que prende mi fuego y a veces me hace arder, a mí, y a esa llama mía que nunca se apaga.

Aunque pudieras, no me cogerías la mano. Ni siquiera te atreverías a tocarme. Y no lo harías, por miedo a romperme. Si fueras capaz, me colocarías en una vitrina de cristal, donde nunca pudiera ocurrirme nada. Me convertirías en una muñeca, pues me crees de porcelana, frágil y delicada, capaz de quebrarse en cualquier momento. Día y noche te harías mi guardián y centinela, y te asegurarías de que no volviera a sufrir ningún daño.

Así que prefiero que no digas nada. Porque conozco a las personas como tú; a tus miradas de soslayo y a esos toquecitos suaves y sutiles en las puertas de mi jardín. A esa forma de intentar cazar las estrellas que se me caen de los ojos y me cuelgan de las ojeras. A ese silencio asustado y recargado.


Y por eso me voy. Porque soy de alas inquietas. Y por eso te irás. Porque, en el fondo, sabes de sobra que estoy hecha de humo.

jueves, 18 de mayo de 2017

instantáneas

En su fotografía, yo salgo leyendo. No he visto la foto en cuestión, pero supongo que ya me conozco tanto, que soy capaz de verme desde cualquier perspectiva, y puedo imaginar a la perfección cada detalle de aquella instantánea que ella me tomó.

Supe que me la estaba haciendo por la manera en que el silencio reinante entre nosotras se acentuó todavía más al contener ella el aliento. No sé si supo que yo sabía lo que estaba pasando, que la había pillado in fraganti en aquella misión tan arriesgada, pero le quise dar esa concesión, por lo que mantuve ese ceño que frunzo inconscientemente cuando me concentro, y la vista fija en las páginas de un libro que trataba de trasladarme a lugares lejanos, aunque ni remotamente lograría acercarme a un rincón tan apartado, acogedor, extraño e íntimo como aquella habitación que compartimos y en la que establecimos nuestra propia república independiente por unos días.

En mi fotografía, ella duerme. Todo ocurrió de forma tan rápida, fugaz y automática, que no pude impedirlo.
Cuando levanté la mirada de mi libro, y desperté del maravilloso sopor en que siempre consigue sumirme la lectura, ella se había quedado dormida. No fingía, dormía de verdad. Era obvio por el ritmo constante de su respiración, y la forma en que su pecho subía y bajaba rítmicamente.

Que me perdone si lee estas líneas, pero no fui capaz de evitar captar aquel momento, inmortalizarla en ese estado de paz en que la había trasportado el sueño. Parecía estar correteando por un prado lleno de margaritas, sin ningún temor que le ensombreciera el gesto, ni ninguna nube que le turbase el día. Quise guardármela así en una cajita de cristal, depositarla en el baúl de los recuerdos que nunca pierden el brillo.
Nos esperaba una jornada muy dura por delante; ella fue muy prudente descansando un poco. Yo sabía que tenía que haber seguido su ejemplo (más tarde lo lamentaría), pero en aquel instante, no me importaba. Prefería verla dormir.

Y así fue como mutuamente nos colamos en la burbuja de la otra, saltamos descalzas las verjas de la intimidad, para caminar de puntillas por senderos de silencio que recorríamos con cautela, pese a ser conscientes de que no había ningún riesgo o peligro de ser descubiertas.

martes, 25 de abril de 2017

Palacio de hielo

Patinar es la tregua que nos damos mi cuerpo y yo, esa pausa en que materia y alma dejan de odiarse, de pelearse y hacerse reproches. Es el momento en que esa guerra de desgaste que llevo tanto librando se desvanece, como si no existiera y nunca hubiera existido. Las trincheras se desdibujan, las armas se evaporan, las heridas cicatrizan, y ni el ayer ni el mañana pesan.

Tan sólo ese instante. Tan frágil y efímero como el roce del acero de las cuchillas al deslizarse.

Cuando estoy en el hielo, deja de haber ruido. Tampoco gritos, aullidos o alaridos, ni impactos de bomba o metralla, ni susurros afilados que rasgan la piel y se cuelan por los recovecos del alma.

Tan sólo silencio. Silencio y paz. Como si sólo nos hallásemos el hielo y yo, fuera del mundo, muy lejos, quizá en una galaxia, o, quién sabe, un universo aparte, donde nada puede alcanzarnos.

Cuando patino, me desnudo. Me sacudo el odio y el miedo, no dejo que se vengan conmigo. También me quito máscaras y disfraces, porque el rink es el lugar donde no los necesito. En el rink, soy Helena. Tan sólo Helena. Helena a niveles tan desmesurados, que a veces me sorprendo al no reconocerme.

Cuando patino, es como si tuviera alas, y me he dado cuenta de que se pueden quedar el cielo con todas sus estrellas; no las necesito para volar, y tampoco las necesitaré, mientras tenga hielo que surcar como un cometa.

O una estrella fugaz.

Porque, cuando patino, soy una estrella. Mi propia estrella, porque no le debo nada a nadie. No tengo que demostrar nada. Aparco inseguridades, me deslizo entre exigencias y perfeccionismos, y me dejo llevar en la armonía, lejos, muy,muy lejos, del lastre y el peso muerto. Porque, por último, patinar me hace vivir.

El patinaje hace que me sienta viva a niveles que, en casi 19 años de vida, estoy segura de no haber conseguido con ninguna otra cosa. Me insufla vida y adrenalina, cuando corro tan veloz que siento que me falta el aire, y mis pulmones protestan, al mismo tiempo que resoplan, satisfechos. Siento la sangre galopar por mis venas, y a mi corazón descongelarse (qué ironía) para volver a latir de nuevo.
Y puedo decir, que eso es vida.

(Tras un tiempo, estaba segura de haber olvidado en qué consistía.)

Siento la pista como mi segunda casa; un refugio al que huir y resguardarse de las tormentas, un oasis donde nada  es real, y no hay nada por lo que preocuparse.
No estoy obsesionada con esto. Es, simple y llanamente, que no puedo dejar de lado algo que me ha cambiado la vida de forma tan exagerada, no puedo pasar un día sin pensar en ello; no soy capaz de reprimir las ganas de volver a ir y patinar de nuevo.

No puedo parar.

No voy a parar. 

lunes, 20 de marzo de 2017

blue sunday

No soy más que uñas arañando una pizarra que se rompe,
que me rompe,
que me rompo en mil pedazos y me esparzo por el cielo frío,
sin saber,
que voy a acabar en el mismo sitio del que estoy huyendo.

Y a estas alturas de la película me atrevo a confesar
que tengo el miedo por las nubes y el amor bajito, chiquito,
finito y dividido en un montón de jaulas hechas de alambre de espino.

(Junto con todo lo que siento y esas cosas que nunca digo.)

jueves, 16 de febrero de 2017

y si..

por ti y por todas las arañas que se enredan en mi pecho
y esas coronas que llevas, las de mi silencio

No puedo evitarlo.
Soy de admirar a las personas de lejos, y ampararme en el frío y en el recelo.

domingo, 12 de febrero de 2017

Insuficiente

A veces, nada es suficiente. Me gustaría muchísimo poder decir que eso ocurre con menos frecuencia de lo que realmente es.
Pero estaría mintiendo.

Tachar. Borrar. Romper, para aferrarte a una nueva hoja en blanco, pensando que será la tabla que te salvará de un posible naufragio, para estrellarte con la verdad de que has salido de una jaula, para colarte en otra.

Tus propias palabras se te clavan en los dedos. Los personajes que creaste se rebelan contra ti, con actitud beligerante en un levantamiento que lo arrasa todo como un tornado. Intentas ponerte a salvo, al mismo tiempo que te consumen las ganas de tirarte de cabeza al precipicio sin que nadie te lo ordene.

Porque tienes la culpa. Porque lo que has escrito no es bueno.

Exigirse no es malo. Lo malo es convivir con un juez o jueza extremadamente exigente, que te mantiene alerta desde que te levantas, hasta que te acuestas, y no te deja bajar la guardia, pidiéndote más y más y más.

Porque nunca es suficiente.

En ocasiones pienso que les hablo a las paredes. Eso no está tan mal. Es peor cuando siento que ni siquiera soy capaz de expresarme bien, y todo lo que pienso o siento se encierra en un cofre, oculto en las profundidades abisales de un océano oscuro que me roba el aire y me asfixia antes de lograr atravesar.

En ocasiones, no encuentro motivos para escribir. Por una parte, no consigo dejarme satisfecha a mí misma, pues soy la peor crítica que jamás vaya a conocer. Pero tampoco hallo razones fuera de mis dominios. Todo es insípido y gris, y el color no acude ni aunque lo llame con gritos desesperados, dejándome la garganta en ello.

Una vez, hace algunos años, un chico acudió a mí después de haber leído un texto mío. El muchacho en cuestión era tímido, de los más tímidos que he conocido, hasta el punto de que podía contar con los dedos de una mano las veces que había oído su voz. Se llamaba Paco. Paco me quería dar las gracias por haber plasmado en palabras lo que él sentía y no era capaz de expresar.
Nunca olvidaré aquello. Considero que fue una de las cosas más bonitas que me han dicho nunca.

A esto se resume todo lo que intento decir: gracias.
A aquellos y aquellas que me leen, concretamente.
A los que invierten, aunque sea una remota porción de su tiempo, en recrearse en mis palabras y darles vida. A los que, con sus halagos y ánimos, le dan cuerda a mis bolígrafos, mente y corazón, para que la música de la escritura no acabe nunca.

Y a los que creéis en mí.

Por último, gracias a los que me leéis en silencio, ocultos en la sombra. Sé que también estáis por ahí.

Me ha costado meses lograr escribir esto. Las palabras eran piezas excéntricas de un rompecabezas que nunca conseguía formar, que se me escapaban de entre los dedos cuando intentaba agarrarlas.

No pretendía envolverlo todo de un tinte dramático o emotivo, ni un sonido lastimero o aura triste. Tan sólo quería contar algo de manera objetiva y sencilla. Sería muy bonito decir que me hacéis escribir, pero tampoco estaría siendo sincera. Si bien yo no escribo por los demás (me ha costado trabajo convencerme a mí misma que debo escribir por mí, y no ir predispuestamente pensando que colocaré directamente mis palabras bajo el foco de la crítica), digamos que los demás me hacen no querer quemar todo. Seguir ahí aunque mis hojas están rotas, y mis palabras, desafinadas.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Pequeña

Mis flores favoritas son las violetas. Delicadas y pequeñas violetas, tan pequeñas a veces, que se esconden y no consigues verlas, a no ser que te fijes bien.
Desde muy niña me encantan. Son flores de invierno (irónico cuanto menos, que una flor tan frágil sólo crezca al amparo el frío), y cada año esperaba y espero a que llegue dicha estación únicamente para ver mi jardín lleno de diminutas motas moradas; las violetas, mis violetas.

Los enamorados no se regalan ramos de violetas. Tampoco se llevan ramos de estas flores a los enfermos de los hospitales, ni a los entierros.
Las violetas no son flores para regalar. Son tan minúsculas, y su tallo tan fino, que no se pueden agrupar bien, y aunque lo consiguieras, se marchitarían antes de llegar a manos de su destinatario.

Son efímeras. Muy efímeras. Tan efímeras, que si contemplas una, apartas la vista, y vuelves a mirarla, esa violeta cuya belleza admirabas, seguramente ya esté muerta. Son livianas, ligeras, bonitas  en la medida que una flor pueda serlo. Son un parpadeo de la naturaleza, un destello, un soplo de un perfume un tanto dulzón, estrellas fugaces color morado.

Son un segundo.

Las violetas están para contemplarlas, como piezas de museo. Para disecarlas, y dejarlas morir entre páginas de un libro, y que su sangre incolora tiña las hojas.

lunes, 6 de febrero de 2017

Y otras sandeces

Subí al monte con mis zapatos de baile, 
y cuando llegué a la cima, no fui capaz de ver más allá de mis puntas gastadas.

Podría culpar a la niebla, que lo envolvía todo.
Podría culpar al frío, que me rompía en mil pedazos.
Podría culpar al viento, que intentaba empujarme y enviarme a otro horizonte.
Podría culpar a las serpientes que se me enrroscaban en el pecho, o a las mariposas que me alborotaban el pelo.

Incluso podría culparme a mí,
¿pero qué sentido tendría si la culpa no es de nadie,
si no fue nadie quien zozobró mi barco y lo hizo naufragar?

No me busques. No sé dónde estoy.

No me abraces. Estoy asustada.

viernes, 27 de enero de 2017

Danza en la sombra

Eterna enamorada de las puertas cerradas
a cal y canto,
y, como delincuente, huyo de todo lo que me pide
"quédate",
que por miedo a las raíces me convertí en viento,
y hoy,
hoy me siento hipócrita.

Cómo temer lo que se ama, y amar lo que se teme.
Huir del deseo, abrazar el anhelo, y morirse de frío persiguiendo delirios.

No,
pero tal vez en un campo repleto de rosas rotas, margaritas, y corazones llenos de espinas.

jueves, 26 de enero de 2017

A tus ojos mi voz

Chico de ojos sonrientes, ¿qué se te ha perdido en esta calle tan oscura?

Marinero de agua dulce, náufrago entre las estrellas, ¿a qué corriente le tengo que agradecer que hoy seas aquí y estés conmigo, a mi orilla y no en el ancho mar?


viernes, 20 de enero de 2017

Viernes.

Respirar hondo y dejarse llover.

Pero es la lluvia la que, gota a gota, causa inundaciones. Y hoy soy océano y soy tempestad, así que ataré mis rayos y acallaré mis truenos, y colocaré mi frustración en un lugar elevado, lo suficiente como para que nadie pueda alcanzarla y cortarse con alguna esquirla de rabia mal apagada.
Tengo los ojos color tristeza fea, esa que se va tropezando hasta con el aire, esa que se confundió alguna vez con la ira y ahora camina errante por la vida llevando sus vestidos. Mi estado anímico, si tuviese que identificarlo con un color, sería de aquel color difícilmente definible, característico de los vasos de acuarela, resultado de haber mezclado todos los colores antes. Ese gris que todo el mundo tira por el desagüe.

Es una canción desagradable para un viernes por la tarde, ¿no crees?

No puedo evitarlo, pero tengo frío y las manos azules, un café amargo al lado de mis cuadernos y cien abrazos encima que no hay quien me los dé. ¿Y qué hago? ¿Adónde voy a buscar los globos que se me han escapado? ¿Cómo me dirijo a esta flota de barcos que esperan que los capitanee en busca de tesoros escondidos? ¿Y con las luces que se apagan? ¿Y con los besos embotellados, encerrados en bodegas oscuras?

Mientras tanto, seguirá lloviendo. Y yo seguiré encendiendo velas que me alumbren en noches gélidas. Les seguiré escribiendo odas a las violetas, seguiré bailando al son de canciones que no existen en realidad, y continuaré alimentando mis ojeras con montañas de libros que pueda escalar y parapetarme dentro.

Si te lo preguntas, yo estaré donde siempre. En el canto de las sirenas. En el brillo de los ojos de aquellos que aman. En mi palacio de hielo y escarcha. En la melancolía de los adioses que no se quieren decir. En cada cicatriz que me deforme la piel. En cada estrella que salga por la noche a velar el sueño de los que no pueden dormir. Allá donde los pájaros siempre cantan.


Y mientras tanto, seguirá lloviendo.

sábado, 14 de enero de 2017

Interludio

Si te acercas más, creo que me prenderé como si fuera una cerilla,
y comenzaré a arder.

Me desharé en el viento frío de enero,
y no seré más que un recuerdo,
de esos sin aliento en el fondo del baúl.


viernes, 6 de enero de 2017

Hemistiquio García.

Prepara una taza de café cargado y se sienta a la mesa. Se pierde y se zambulle en el café, dando brazadas para no ahogarse en él.
Toma sorbos cortos y lo saborea bien. Le gusta su sabor amargo y fuerte, se crece con el café.
Empieza a prepararse, o llegará tarde. Si por él hubiera sido, hace ya tiempo hubiera quebrado todos los moldes de la sociedad y se hubiera dejado fluir a través de cada resquicio, pero la realidad, fría como la escarcha que vestía aquella madrugada, le mostró que el arte no le iba a dar de comer. Así que aceptó con resignación trabajos y roles, tareas y horarios, y se fundió en lo gris de la rutina.

Se detiene ante su reflejo en el espejo, sin molestarse a darle los buenos días a ese que lo observaba desde el otro lado. Ya no le horrorizan las enormes bolsas envueltas en sombras bajo sus ojos, ya no le da miedo la pérdida del cabello, ni las arrugas que surcan su rostro como grietas en un árbol que ha vivido mucho, y quizá ha visto demasiado.
La chapa y la pintura que decoraba la galería se estaba ajando, se estropeaba y marchitaba como una rosa secándose al sol un día de verano, pero en su interior, la magia se conservaba intacta, y él seguía preservando, semioculta en su mirada, esa chispa de ilusión y esperanza que no perdió al crecer, y que ni la monotonía más negra, ni las personas más vacías,serían capaces de extinguir.

Nunca fue alguien corriente, por muy normal que pudiera parecer, y fue marcado desde la infancia. Tenía un nombre diferente, la portada excéntrica que presentaba un libro que ni resultaba fácil de leer, ni de entender; ni siquiera de sostener y quien se atrevía, recogía del suelo sus palabras mudas y quizá hasta su boca, y se marchaba silenciosamente por donde había venido.

Se llamaba Hemistiquio. Hemistiquio García.

Hemistiquio era profesor. De instituto. No se prodigaba en palabras, tampoco era afectuoso, ni el tipo de docente al que los alumnos acaban cogiendo cariño. Lo sé, porque yo fui alumna suya.
Con todo, era una contradicción andante, un extraño ser que te gritaba en silencio que de ninguna de las maneras, ni esforzándote especialmente en ello, conseguirías comprenderle.
La mayoría de personas ni lo intentaban, se asustaban de la diferencia que suponía su persona, y se limitaban a lanzarle por la espalda sus propios prejuicios. Supongo que el ser humano funciona así. Yo me limitaba a sentarme en la última fila en sus clases, a observarle mucho y atenderle poco, mientras trataba de unir puntos y trazar líneas, averiguar cómo alguien así podía sobrevivir al día a día sin volverse loco o un suicida.

Hemistiquio hacía gala de un estilismo muy peculiar. Recuerdo especialmente un abrigo amarillo limón que solía pasear por los corredores del instituto, aportando una nota de color a los grises pasillos y al oscuro invierno. “Divo”, decían unos. “Excéntrico”, apuntaban otros. “Mariquita”, susurraban los peores.

“Suyo”, decía yo.

No era mi profesor favorito. Honestamente, como profesor, le considero uno de los peores cuyas lecciones me ha tocado recibir. No le gustaba su empleo, y era algo evidente en la monotonía de su voz, en la dificultad de sus pruebas, en las dudas que sembraba con cada explicación. Aprobar fue una Odisea, toda una aventura llena de obstáculos que casi no tengo la suerte de poder haber sorteado y superado.

Pero no le guardo rencor. Era algo lógico. Más que como profesor, yo le imaginaba en algún pequeño hotel de un pueblo costero, perdido en el horizonte y en el murmullo de las olas, abandonándose a su fantasía y al argumento de la novela que se trajese entre manos.

Hemistiquio me fascinó y me sigue fascinando lo suficiente como para retratarlo en mis palabras aun años después de que su voz grave dejase de resonar en mis oídos.Y me sorprendía lo terriblemente colorido y gris que podía ser al mismo tiempo, la forma en que vivía de forma aburrida, y aburría de manera divertida, mezclando oscuridad con todos los colores alguna vez creados, de forma estridente y suave. Él era arte, arte escondido, una enredadera de rosas que crecía con dificultad en una pared de ladrillos. Era bello en la oscuridad, con una belleza oculta, totalmente insólita y única, me atrevo a decir. Sólo podía verla quien quisiera, y seguramente, quien él quería.


Y yo quise.