Sucedió en verano. Fue ese verano en el que el amor brotaba
en cada esquina, fundiéndose con el odio y haciendo girar el mundo a mil
revoluciones por minuto. Verano incierto, de caricia y rellerta, en que el sol
salía y se ponía cada día como si fuera la última vez que fuera a hacerlo.
Verano de amor adolescente, de cosquilleo y nervios a flor de piel, de vértigo
e ilusión, tan frágil, hermoso y delicado como el cristal, a la par que
patético.
Técnicamente, ellos dos no eran pareja. A ella le había
robado el corazón otro. A él, se lo había robado ella. Pero disfrutaban
enormemente de la compañía mutua. En ocasiones, parecían espejarse, y encontrar
en el otro facetas y rasgos que no encontraban en nadie más. No eran más que
dos excéntricos que se veían obligados a medir según qué cosas en según qué
círculos y según en qué situaciones.
Pero cuando estaban juntos, se sentían libres de ser todo lo bizarros que
pudieran y más, como si participasen, amistosamente, en una competición de a
ver quién conseguía ser más extravagante.
Quedaron una mañana de mediados de agosto. El plan era hacer
una excursión y pasar el día visitando un lugar poco común. No había mucha
gente que visitase normalmente el cementerio. Y mucho menos en verano, cuando
las playas se abarrotan y la población, por lo general, abandona la ciudad en
desbandada. Pero ellos dos no eran normales, sino más bien, lo que cualquiera
calificaría como “raritos”. Y, aprovechando que él no conocía el lugar, se
dieron cita un día, con comida, agua, y ganas de deambular por un sitio
diferente.
Subieron a pie, por las cuestas infinitas que seguramente
esconden demasiados secretos. Como era de esperar, en el enorme camposanto no
había apenas nadie. Su conversación, al principio, fue algo forzada. ¿De qué se
debe hablar cuando visitas un cementerio? ¿Se debe guardar silencio todo el
tiempo, como muestra de respeto hacia los difuntos? A veces sí se callaban.
Otras veces, hablaban, y el sonido de sus voces parecía provocar eco en el
extenso recinto. Poco tiempo tardó él en hacerla reír. Siempre lo acababa
consiguiendo. Y cuando el rumor de su risa se apagó, congelándose de nuevo el
espacio en el silencio sepulcral, ella sintió como si hubiera cometido una profunda
ofensa riéndose en un lugar así –la broma no había tenido relación ninguna con
el sitio-, pero también extraña, al intentar imaginarse cuándo fue la última
vez que alguien se rió allí. De cuántas risas es testigo un cementerio.
Cualquier persona se hubiera aburrido. Pero ellos no, como
mirlos blancos que eran ;durante horas caminaron por las calles llenas de
nichos y mausoleos, torrándose por aquel sol de justicia apenas sin darse
cuenta. Incluso dieron con miradores, en mitad del cementerio, que ofrecían una
panorámica espectacular de la ciudad, de las montañas, y del horizonte casi
fundiéndose con el cielo. Y sin quererlo ni beberlo, se dieron de bruces con un
recinto de bronce, que parecía haber sido colocado por error allí, pues rompía
completamente con el orden de tumbas que reinaba. Extrañados, franquearon sus
puertas, y cuál fue su sorpresa al encontrar allí un pequeño prado verde, con
algún que otro olivo, y un gran aljibe, del que brotaba agua con un rumor
tímido y casi inaudible. Ella quedó encandilada al instante. A él la encandiló
su reacción, su ilusión por las pequeñas cosas y la forma en que le brillaban
los ojos cuando descubría algo que le gustaba mucho, pero fingió sentir interés
por la belleza del sitio. Jardín de las cenizas, era su nombre. Ella quiso
quedarse más, parar el reloj y sentir que no había nada más que ellos dos en esa
explosión de vida rodeada de tanta muerte, pero no tenían todo el día, y, como
bien demostraban los rugidos de sus estómagos, era la hora del almuerzo. Así
que, perdiéndose varias veces por los enrevesados caminos de la laberíntica
necrópolis, se marcharon.
Él, supuestamente, no debía estar allí. Estaba haciendo
pellas. Había decidido irse con ella, en vez de acudir a la academia. Y como
suele pasar, le acabaron pillando. Así que tuvo que marcharse, dejándola con
cierta sensación de regomello en las entrañas, al sentirse culpable de algo que
desconocía por completo.
Aquel día acabaría siendo eterno, como un paréntesis en sus
vidas que nunca olvidarían. Meses después volverían, y el mismo cementerio que
les vio reír, acabaría siendo testigo de un dolor que ninguno de los dos podía
imaginarse en aquel día de agosto en que la vida parecía un juego e
infinitamente justa y equilibrada. Supongo que la vida es como el océano, nunca
sabes qué albergará, que te traerá mañana la marea, o si al subir, te llevará
con ella.
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