martes, 14 de noviembre de 2017

carpe mortem

Sucedió en verano. Fue ese verano en el que el amor brotaba en cada esquina, fundiéndose con el odio y haciendo girar el mundo a mil revoluciones por minuto. Verano incierto, de caricia y rellerta, en que el sol salía y se ponía cada día como si fuera la última vez que fuera a hacerlo. Verano de amor adolescente, de cosquilleo y nervios a flor de piel, de vértigo e ilusión, tan frágil, hermoso y delicado como el cristal, a la par que patético.

Técnicamente, ellos dos no eran pareja. A ella le había robado el corazón otro. A él, se lo había robado ella. Pero disfrutaban enormemente de la compañía mutua. En ocasiones, parecían espejarse, y encontrar en el otro facetas y rasgos que no encontraban en nadie más. No eran más que dos excéntricos que se veían obligados a medir según qué cosas en según qué círculos y según en  qué situaciones. Pero cuando estaban juntos, se sentían libres de ser todo lo bizarros que pudieran y más, como si participasen, amistosamente, en una competición de a ver quién conseguía ser más extravagante.

Quedaron una mañana de mediados de agosto. El plan era hacer una excursión y pasar el día visitando un lugar poco común. No había mucha gente que visitase normalmente el cementerio. Y mucho menos en verano, cuando las playas se abarrotan y la población, por lo general, abandona la ciudad en desbandada. Pero ellos dos no eran normales, sino más bien, lo que cualquiera calificaría como “raritos”. Y, aprovechando que él no conocía el lugar, se dieron cita un día, con comida, agua, y ganas de deambular por un sitio diferente.

Subieron a pie, por las cuestas infinitas que seguramente esconden demasiados secretos. Como era de esperar, en el enorme camposanto no había apenas nadie. Su conversación, al principio, fue algo forzada. ¿De qué se debe hablar cuando visitas un cementerio? ¿Se debe guardar silencio todo el tiempo, como muestra de respeto hacia los difuntos? A veces sí se callaban. Otras veces, hablaban, y el sonido de sus voces parecía provocar eco en el extenso recinto. Poco tiempo tardó él en hacerla reír. Siempre lo acababa consiguiendo. Y cuando el rumor de su risa se apagó, congelándose de nuevo el espacio en el silencio sepulcral, ella  sintió como si hubiera cometido una profunda ofensa riéndose en un lugar así –la broma no había tenido relación ninguna con el sitio-, pero también extraña, al intentar imaginarse cuándo fue la última vez que alguien se rió allí. De cuántas risas es testigo un cementerio.

Cualquier persona se hubiera aburrido. Pero ellos no, como mirlos blancos que eran ;durante horas caminaron por las calles llenas de nichos y mausoleos, torrándose por aquel sol de justicia apenas sin darse cuenta. Incluso dieron con miradores, en mitad del cementerio, que ofrecían una panorámica espectacular de la ciudad, de las montañas, y del horizonte casi fundiéndose con el cielo. Y sin quererlo ni beberlo, se dieron de bruces con un recinto de bronce, que parecía haber sido colocado por error allí, pues rompía completamente con el orden de tumbas que reinaba. Extrañados, franquearon sus puertas, y cuál fue su sorpresa al encontrar allí un pequeño prado verde, con algún que otro olivo, y un gran aljibe, del que brotaba agua con un rumor tímido y casi inaudible. Ella quedó encandilada al instante. A él la encandiló su reacción, su ilusión por las pequeñas cosas y la forma en que le brillaban los ojos cuando descubría algo que le gustaba mucho, pero fingió sentir interés por la belleza del sitio. Jardín de las cenizas, era su nombre. Ella quiso quedarse más, parar el reloj y sentir que no había nada más que ellos dos en esa explosión de vida rodeada de tanta muerte, pero no tenían todo el día, y, como bien demostraban los rugidos de sus estómagos, era la hora del almuerzo. Así que, perdiéndose varias veces por los enrevesados caminos de la laberíntica necrópolis, se marcharon.

Él, supuestamente, no debía estar allí. Estaba haciendo pellas. Había decidido irse con ella, en vez de acudir a la academia. Y como suele pasar, le acabaron pillando. Así que tuvo que marcharse, dejándola con cierta sensación de regomello en las entrañas, al sentirse culpable de algo que desconocía por completo.


Aquel día acabaría siendo eterno, como un paréntesis en sus vidas que nunca olvidarían. Meses después volverían, y el mismo cementerio que les vio reír, acabaría siendo testigo de un dolor que ninguno de los dos podía imaginarse en aquel día de agosto en que la vida parecía un juego e infinitamente justa y equilibrada. Supongo que la vida es como el océano, nunca sabes qué albergará, que te traerá mañana la marea, o si al subir, te llevará con ella. 

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