sábado, 25 de noviembre de 2017

Cuando el mundo entero cupo en un abrazo

El auditorio al completo rompió en aplausos, que retumbaron por toda la sala y parecieron querer echarla abajo. Hubo aplausos de todo tipo: aplausos emocionados, sinceros, teñidos de nostalgia y sobrecogimiento por todo aquello que se acababa de presenciar. Pero también había aplausos de alivio, palmas que se entrechocaban contentas de poder escapar de aquella habitación y aquellos asientos que las habían mantenido cautivas durante horas.

Para mí personalmente, aquel palmoteo atronador significó el caos y la algarabía, el fin de la formalidad y el inicio de la vorágine. Me levanté de la butaca como si ésta hubiera activado un resorte. Me veía espléndida. Me sentía bonita. Radiante. En ese momento yo era una supernova, sentía que irradiaba toda la luz del mundo, que era capaz de cualquier cosa, y que si el mundo acababa en ese instante, no me hubiese importado lo más mínimo. Ese es el efecto que tiene vencer uno de tus mayores miedos: te otorga súper poderes.

Tras acabar el acto, la mayoría de los que habían participado en él fueron a saludar a sus familiares, a darle dos besos a sus padres no ya como simples alumnos de instituto, sino como guerreros que vuelven victoriosos de la batalla, satisfechos de haber sobrevivido a esa jungla llamada instituto.

Yo también pensaba hacer lo propio. Pero antes, debía hacer algo más.

Al mismo momento en que la ceremonia finalizó, todo dejó de importar. Nos habíamos graduado, ¿qué más daba lo que ocurriese después? Así que eché a correr escaleras abajo, presa de la euforia y de la energía del instante, a pesar de la poca movilidad que me concedían mis zapatos de tacón y a mi vestido blanco -estampado de cuervos-, tan amplio en unas zonas y tan ceñido en otras, que quizá era de las prendas más incómodas que podías vestir para lanzarte a la carrera. Pero se trataba de un momento mágico, un intervalo de tiempo anómalo donde cualquier cosa podía ocurrir.

Seguí corriendo como si se me estuviera escapando el tren que llevara al paraíso, abriéndome paso entre amigos y caras desconocidas, entre abrazos y palmadas en los hombros, hasta llegar al lugar donde estaba segura de poder encontrarle. Y en efecto, así fue. Cuando mi mirada se cruzó con la suya, se iluminó.

Formal como él sólo, fiel a la norma que había caracterizado el curso entero, fue a darme dos besos. ¿Dos besos? ¿Qué nos creíamos, robots?

Quizá no debí hacer lo que hice a continuación. Quizá fue un acto extremadamente temerario, y quizá en cualquier otro momento y cualquier otro contexto, él hubiera rechazado el gesto sin pestañear. Pero lo mejor es que nunca lo sabré.

Antes de que pudiera darme esos dos besos, me lancé a sus brazos al más puro estilo trágico-romántico de película barata de Hollywood de los domingos por la tarde. Fue mi forma de decir: lo he conseguido. He podido. Gracias.

Y fue, seguramente, de las formas más poco ortodoxas de decir algo así. Pero él debió captarlo a la perfección, porque, sin dejar de estrecharme, me dijo lo perfecta que había estado sobre el escenario, y lo muy orgulloso que se sentía de mí. Al cabo de tantos meses de clase, había aprendido que él no regalaba los halagos. Al contrario. Por eso, que me concediera aquello, era lo último que esperaba.

Acudí a él esperando un abrazo y regresé con dos medallas, que llevo siempre conmigo; las llevo colgadas muy cerquita del corazón. En ocasiones, hasta me llego a olvidar de ellas. Pero otras veces les saco brillo, como en noches como esta, cuando acuden a mi memoria él y las huellas que todavía resisten grabadas por esos caminos que recorríamos, y recorreremos siempre, quizá, en algún rincón muy remoto del océano de nuestros recuerdos.


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