Patinar es la tregua que nos damos mi cuerpo y yo, esa
pausa en que materia y alma dejan de odiarse, de pelearse y hacerse reproches.
Es el momento en que esa guerra de desgaste que llevo tanto librando se
desvanece, como si no existiera y nunca hubiera existido. Las trincheras se
desdibujan, las armas se evaporan, las heridas cicatrizan, y ni el ayer ni el
mañana pesan.
Tan sólo ese instante. Tan frágil y efímero como el roce del
acero de las cuchillas al deslizarse.
Cuando estoy en el hielo, deja de haber ruido. Tampoco
gritos, aullidos o alaridos, ni impactos de bomba o metralla, ni susurros
afilados que rasgan la piel y se cuelan por los recovecos del alma.
Tan sólo silencio. Silencio y paz. Como si sólo nos
hallásemos el hielo y yo, fuera del mundo, muy lejos, quizá en una galaxia, o,
quién sabe, un universo aparte, donde nada puede alcanzarnos.
Cuando patino, me desnudo. Me sacudo el odio y el miedo, no
dejo que se vengan conmigo. También me quito máscaras y disfraces, porque el
rink es el lugar donde no los necesito. En el rink, soy Helena. Tan sólo
Helena. Helena a niveles tan desmesurados, que a veces me sorprendo al no
reconocerme.
Cuando patino, es como si tuviera alas, y me he dado cuenta
de que se pueden quedar el cielo con todas sus estrellas; no las necesito para
volar, y tampoco las necesitaré, mientras tenga hielo que surcar como un
cometa.
O una estrella fugaz.
Porque, cuando patino, soy una estrella. Mi propia estrella,
porque no le debo nada a nadie. No tengo que demostrar nada. Aparco
inseguridades, me deslizo entre exigencias y perfeccionismos, y me dejo llevar
en la armonía, lejos, muy,muy lejos, del lastre y el peso muerto. Porque, por
último, patinar me hace vivir.
El patinaje hace que me sienta viva a niveles que, en casi
19 años de vida, estoy segura de no haber conseguido con ninguna otra cosa. Me
insufla vida y adrenalina, cuando corro tan veloz que siento que me falta el
aire, y mis pulmones protestan, al mismo tiempo que resoplan, satisfechos.
Siento la sangre galopar por mis venas, y a mi corazón descongelarse (qué
ironía) para volver a latir de nuevo.
Y puedo decir, que eso es vida.
(Tras un tiempo, estaba segura de haber olvidado en qué
consistía.)
Siento la pista como mi segunda casa; un refugio al que huir
y resguardarse de las tormentas, un oasis donde nada es real, y no hay nada por lo que
preocuparse.
No estoy obsesionada con esto. Es, simple y llanamente, que
no puedo dejar de lado algo que me ha cambiado la vida de forma tan exagerada, no puedo pasar un día sin pensar en ello; no soy capaz de reprimir
las ganas de volver a ir y patinar de nuevo.
No puedo parar.
No voy a parar.
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