En su fotografía, yo salgo leyendo. No he visto la foto en cuestión, pero supongo que ya me conozco tanto, que soy capaz de verme desde cualquier perspectiva, y puedo imaginar a la perfección cada detalle de aquella instantánea que ella me tomó.
Supe que me la estaba haciendo por la manera en que el silencio reinante entre nosotras se acentuó todavía más al contener ella el aliento. No sé si supo que yo sabía lo que estaba pasando, que la había pillado in fraganti en aquella misión tan arriesgada, pero le quise dar esa concesión, por lo que mantuve ese ceño que frunzo inconscientemente cuando me concentro, y la vista fija en las páginas de un libro que trataba de trasladarme a lugares lejanos, aunque ni remotamente lograría acercarme a un rincón tan apartado, acogedor, extraño e íntimo como aquella habitación que compartimos y en la que establecimos nuestra propia república independiente por unos días.
En mi fotografía, ella duerme. Todo ocurrió de forma tan rápida, fugaz y automática, que no pude impedirlo.
Cuando levanté la mirada de mi libro, y desperté del maravilloso sopor en que siempre consigue sumirme la lectura, ella se había quedado dormida. No fingía, dormía de verdad. Era obvio por el ritmo constante de su respiración, y la forma en que su pecho subía y bajaba rítmicamente.
Que me perdone si lee estas líneas, pero no fui capaz de evitar captar aquel momento, inmortalizarla en ese estado de paz en que la había trasportado el sueño. Parecía estar correteando por un prado lleno de margaritas, sin ningún temor que le ensombreciera el gesto, ni ninguna nube que le turbase el día. Quise guardármela así en una cajita de cristal, depositarla en el baúl de los recuerdos que nunca pierden el brillo.
Nos esperaba una jornada muy dura por delante; ella fue muy prudente descansando un poco. Yo sabía que tenía que haber seguido su ejemplo (más tarde lo lamentaría), pero en aquel instante, no me importaba. Prefería verla dormir.
Y así fue como mutuamente nos colamos en la burbuja de la otra, saltamos descalzas las verjas de la intimidad, para caminar de puntillas por senderos de silencio que recorríamos con cautela, pese a ser conscientes de que no había ningún riesgo o peligro de ser descubiertas.
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