miércoles, 8 de febrero de 2017

Pequeña

Mis flores favoritas son las violetas. Delicadas y pequeñas violetas, tan pequeñas a veces, que se esconden y no consigues verlas, a no ser que te fijes bien.
Desde muy niña me encantan. Son flores de invierno (irónico cuanto menos, que una flor tan frágil sólo crezca al amparo el frío), y cada año esperaba y espero a que llegue dicha estación únicamente para ver mi jardín lleno de diminutas motas moradas; las violetas, mis violetas.

Los enamorados no se regalan ramos de violetas. Tampoco se llevan ramos de estas flores a los enfermos de los hospitales, ni a los entierros.
Las violetas no son flores para regalar. Son tan minúsculas, y su tallo tan fino, que no se pueden agrupar bien, y aunque lo consiguieras, se marchitarían antes de llegar a manos de su destinatario.

Son efímeras. Muy efímeras. Tan efímeras, que si contemplas una, apartas la vista, y vuelves a mirarla, esa violeta cuya belleza admirabas, seguramente ya esté muerta. Son livianas, ligeras, bonitas  en la medida que una flor pueda serlo. Son un parpadeo de la naturaleza, un destello, un soplo de un perfume un tanto dulzón, estrellas fugaces color morado.

Son un segundo.

Las violetas están para contemplarlas, como piezas de museo. Para disecarlas, y dejarlas morir entre páginas de un libro, y que su sangre incolora tiña las hojas.

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