domingo, 12 de febrero de 2017

Insuficiente

A veces, nada es suficiente. Me gustaría muchísimo poder decir que eso ocurre con menos frecuencia de lo que realmente es.
Pero estaría mintiendo.

Tachar. Borrar. Romper, para aferrarte a una nueva hoja en blanco, pensando que será la tabla que te salvará de un posible naufragio, para estrellarte con la verdad de que has salido de una jaula, para colarte en otra.

Tus propias palabras se te clavan en los dedos. Los personajes que creaste se rebelan contra ti, con actitud beligerante en un levantamiento que lo arrasa todo como un tornado. Intentas ponerte a salvo, al mismo tiempo que te consumen las ganas de tirarte de cabeza al precipicio sin que nadie te lo ordene.

Porque tienes la culpa. Porque lo que has escrito no es bueno.

Exigirse no es malo. Lo malo es convivir con un juez o jueza extremadamente exigente, que te mantiene alerta desde que te levantas, hasta que te acuestas, y no te deja bajar la guardia, pidiéndote más y más y más.

Porque nunca es suficiente.

En ocasiones pienso que les hablo a las paredes. Eso no está tan mal. Es peor cuando siento que ni siquiera soy capaz de expresarme bien, y todo lo que pienso o siento se encierra en un cofre, oculto en las profundidades abisales de un océano oscuro que me roba el aire y me asfixia antes de lograr atravesar.

En ocasiones, no encuentro motivos para escribir. Por una parte, no consigo dejarme satisfecha a mí misma, pues soy la peor crítica que jamás vaya a conocer. Pero tampoco hallo razones fuera de mis dominios. Todo es insípido y gris, y el color no acude ni aunque lo llame con gritos desesperados, dejándome la garganta en ello.

Una vez, hace algunos años, un chico acudió a mí después de haber leído un texto mío. El muchacho en cuestión era tímido, de los más tímidos que he conocido, hasta el punto de que podía contar con los dedos de una mano las veces que había oído su voz. Se llamaba Paco. Paco me quería dar las gracias por haber plasmado en palabras lo que él sentía y no era capaz de expresar.
Nunca olvidaré aquello. Considero que fue una de las cosas más bonitas que me han dicho nunca.

A esto se resume todo lo que intento decir: gracias.
A aquellos y aquellas que me leen, concretamente.
A los que invierten, aunque sea una remota porción de su tiempo, en recrearse en mis palabras y darles vida. A los que, con sus halagos y ánimos, le dan cuerda a mis bolígrafos, mente y corazón, para que la música de la escritura no acabe nunca.

Y a los que creéis en mí.

Por último, gracias a los que me leéis en silencio, ocultos en la sombra. Sé que también estáis por ahí.

Me ha costado meses lograr escribir esto. Las palabras eran piezas excéntricas de un rompecabezas que nunca conseguía formar, que se me escapaban de entre los dedos cuando intentaba agarrarlas.

No pretendía envolverlo todo de un tinte dramático o emotivo, ni un sonido lastimero o aura triste. Tan sólo quería contar algo de manera objetiva y sencilla. Sería muy bonito decir que me hacéis escribir, pero tampoco estaría siendo sincera. Si bien yo no escribo por los demás (me ha costado trabajo convencerme a mí misma que debo escribir por mí, y no ir predispuestamente pensando que colocaré directamente mis palabras bajo el foco de la crítica), digamos que los demás me hacen no querer quemar todo. Seguir ahí aunque mis hojas están rotas, y mis palabras, desafinadas.

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