viernes, 6 de enero de 2017

Hemistiquio García.

Prepara una taza de café cargado y se sienta a la mesa. Se pierde y se zambulle en el café, dando brazadas para no ahogarse en él.
Toma sorbos cortos y lo saborea bien. Le gusta su sabor amargo y fuerte, se crece con el café.
Empieza a prepararse, o llegará tarde. Si por él hubiera sido, hace ya tiempo hubiera quebrado todos los moldes de la sociedad y se hubiera dejado fluir a través de cada resquicio, pero la realidad, fría como la escarcha que vestía aquella madrugada, le mostró que el arte no le iba a dar de comer. Así que aceptó con resignación trabajos y roles, tareas y horarios, y se fundió en lo gris de la rutina.

Se detiene ante su reflejo en el espejo, sin molestarse a darle los buenos días a ese que lo observaba desde el otro lado. Ya no le horrorizan las enormes bolsas envueltas en sombras bajo sus ojos, ya no le da miedo la pérdida del cabello, ni las arrugas que surcan su rostro como grietas en un árbol que ha vivido mucho, y quizá ha visto demasiado.
La chapa y la pintura que decoraba la galería se estaba ajando, se estropeaba y marchitaba como una rosa secándose al sol un día de verano, pero en su interior, la magia se conservaba intacta, y él seguía preservando, semioculta en su mirada, esa chispa de ilusión y esperanza que no perdió al crecer, y que ni la monotonía más negra, ni las personas más vacías,serían capaces de extinguir.

Nunca fue alguien corriente, por muy normal que pudiera parecer, y fue marcado desde la infancia. Tenía un nombre diferente, la portada excéntrica que presentaba un libro que ni resultaba fácil de leer, ni de entender; ni siquiera de sostener y quien se atrevía, recogía del suelo sus palabras mudas y quizá hasta su boca, y se marchaba silenciosamente por donde había venido.

Se llamaba Hemistiquio. Hemistiquio García.

Hemistiquio era profesor. De instituto. No se prodigaba en palabras, tampoco era afectuoso, ni el tipo de docente al que los alumnos acaban cogiendo cariño. Lo sé, porque yo fui alumna suya.
Con todo, era una contradicción andante, un extraño ser que te gritaba en silencio que de ninguna de las maneras, ni esforzándote especialmente en ello, conseguirías comprenderle.
La mayoría de personas ni lo intentaban, se asustaban de la diferencia que suponía su persona, y se limitaban a lanzarle por la espalda sus propios prejuicios. Supongo que el ser humano funciona así. Yo me limitaba a sentarme en la última fila en sus clases, a observarle mucho y atenderle poco, mientras trataba de unir puntos y trazar líneas, averiguar cómo alguien así podía sobrevivir al día a día sin volverse loco o un suicida.

Hemistiquio hacía gala de un estilismo muy peculiar. Recuerdo especialmente un abrigo amarillo limón que solía pasear por los corredores del instituto, aportando una nota de color a los grises pasillos y al oscuro invierno. “Divo”, decían unos. “Excéntrico”, apuntaban otros. “Mariquita”, susurraban los peores.

“Suyo”, decía yo.

No era mi profesor favorito. Honestamente, como profesor, le considero uno de los peores cuyas lecciones me ha tocado recibir. No le gustaba su empleo, y era algo evidente en la monotonía de su voz, en la dificultad de sus pruebas, en las dudas que sembraba con cada explicación. Aprobar fue una Odisea, toda una aventura llena de obstáculos que casi no tengo la suerte de poder haber sorteado y superado.

Pero no le guardo rencor. Era algo lógico. Más que como profesor, yo le imaginaba en algún pequeño hotel de un pueblo costero, perdido en el horizonte y en el murmullo de las olas, abandonándose a su fantasía y al argumento de la novela que se trajese entre manos.

Hemistiquio me fascinó y me sigue fascinando lo suficiente como para retratarlo en mis palabras aun años después de que su voz grave dejase de resonar en mis oídos.Y me sorprendía lo terriblemente colorido y gris que podía ser al mismo tiempo, la forma en que vivía de forma aburrida, y aburría de manera divertida, mezclando oscuridad con todos los colores alguna vez creados, de forma estridente y suave. Él era arte, arte escondido, una enredadera de rosas que crecía con dificultad en una pared de ladrillos. Era bello en la oscuridad, con una belleza oculta, totalmente insólita y única, me atrevo a decir. Sólo podía verla quien quisiera, y seguramente, quien él quería.


Y yo quise.

1 comentario:

  1. Empieza con un ritmo bestial que va decreciendo, pero de repente te hace el giro de "suyo" y de ahí para adelante es bastante bonito.

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