Respirar hondo y dejarse llover.
Pero es la lluvia la que, gota a gota, causa inundaciones.
Y hoy soy océano y soy tempestad, así que ataré mis rayos y acallaré mis
truenos, y colocaré mi frustración en un lugar elevado, lo suficiente como para
que nadie pueda alcanzarla y cortarse con alguna esquirla de rabia mal apagada.
Tengo los ojos color tristeza fea, esa que se va tropezando
hasta con el aire, esa que se confundió alguna vez con la ira y ahora camina
errante por la vida llevando sus vestidos. Mi estado anímico, si tuviese que
identificarlo con un color, sería de aquel color difícilmente definible,
característico de los vasos de acuarela, resultado de haber mezclado todos los
colores antes. Ese gris que todo el mundo tira por el desagüe.
Es una canción desagradable para un viernes por la tarde,
¿no crees?
No puedo evitarlo, pero tengo frío y las manos azules, un
café amargo al lado de mis cuadernos y cien abrazos encima que no hay quien me
los dé. ¿Y qué hago? ¿Adónde voy a buscar los globos que se me han escapado?
¿Cómo me dirijo a esta flota de barcos que esperan que los capitanee en busca
de tesoros escondidos? ¿Y con las luces que se apagan? ¿Y con los besos
embotellados, encerrados en bodegas oscuras?
Mientras tanto, seguirá lloviendo. Y yo seguiré encendiendo
velas que me alumbren en noches gélidas. Les seguiré escribiendo odas a las
violetas, seguiré bailando al son de canciones que no existen en realidad, y
continuaré alimentando mis ojeras con montañas de libros que pueda escalar y
parapetarme dentro.
Si te lo preguntas, yo estaré donde siempre. En el canto de
las sirenas. En el brillo de los ojos de aquellos que aman. En mi palacio de
hielo y escarcha. En la melancolía de los adioses que no se quieren decir. En
cada cicatriz que me deforme la piel. En cada estrella que salga por la noche a velar el sueño de los que no pueden dormir. Allá donde los pájaros siempre cantan.
Y mientras tanto, seguirá lloviendo.
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