miércoles, 21 de diciembre de 2016

Sábado en la noche.

“Bueno, pues habrá que ir cambiando el mundo.”

Aquellas palabras cayeron sobre nosotros, suavemente, como la llovizna que había empapado las calles poco antes y que, por suerte, había cesado. Era tarde, casi las tres de la madrugada marcaban los relojes y, en circunstancias normales, sería más o menos medianoche en mi propio horario nocturno, pero en ese momento se me hacía extraño estar en la calle a tal hora. Ya era mayor de edad, pero habían sido contadísimas las veces que había salido, más por falta de ganas que de planes, y me sentía más como una quinceañera con padres benevolentes, que una joven adulta (que es lo que era, a ojos del mundo).

Mis zapatos de tacón (los más altos que tenía) repiqueteaban contra el pavimento con un eco sordo, al mismo tiempo que un dolor tímido y punzante me empezaba a salpicar los empeines, no lo suficiente como para impedirme caminar, pero sí para recordarme que su naturaleza no era ir embutidos en 13 centímetros de plataforma y tacón. Yo jugué a ser un poco hipócrita, ya que reconozco abiertamente que detesto los tacones por varios motivos:  el primero, porque considero que mi autoestima no necesita alzarse con unos zapatos (prefiero otras estrategias que no me dejen alguna parte del cuerpo dolorida). Pero el motivo de peso que más me impulsa a no usarlos, es que una de mis señas de identidad es mi baja estatura, que luzco con orgullo como una insignia de plata. Y esos zapatos tan delicados y altos me resultan más un disfraz, que calzado, y siento  que juego a ser alguien que no soy, que hasta me soy infiel a mí misma.

Que ésa no es la Helena de verdad.

“Habrá que ir cambiando el mundo.” 
La frase me impactó, aún distraída como me encontraba, como una piedrecita lanzada con una cerbatana por algún francotirador noctámbulo y furtivo. Me pareció poderosa y ligera; traviesa, pero con un toque amenazador. Ellos hablaban sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre los moldes hacia los que somos empujados y casi obligados a encajar. Yo no participaba directamente en la conversación, sino que, como tantas otras veces, me había relegado al puesto de espectadora, y escuchaba a medias.

¿Se puede estar muy triste y muy feliz al mismo tiempo? Respuesta automática: sí.
Digo sí, porque yo era la prueba viviente de que, en ocasiones, la alegría y la tristeza, el miedo y la gallardía, organizan un baile de máscaras en el fondo de tu corazón, y te dejan temblando, sin saber con exactitud qué está ocurriendo.

Había sido una gran noche.  La habían hecho grande todas las personas que la pasaron conmigo, y que la pintaron del color de la risa. (Hacía mucho que no me reía así, tanto, que mis propias carcajadas me parecían extrañas, ajenas, como una voz en off enlatada que alguien había puesto por si acaso, por si la mía fallaba). Saqué ganas de donde no las había, y del armario descolgué la alegría y el entusiasmo exacerbado, además de un vestido muy bonito que nunca encuentro ocasión de lucir y con el que me divierte decir que parezco la versión gotiquilla y oscura de una de las Meninas de Velázquez.

Así que, prácticamente, iba hecha un pincel. No sólo el pincel: iba hecha el pincel, la paleta entera, el artista, y la pintura. Era un óleo, una pieza de arte abstracto que esa noche había decidido salir a pasearse por ahí, a decirle al mundo que ahí estaba yo.

Pero. Siempre hay un pero. La nota agridulce la había dado un desgarrón en el vestido de la seguridad que me había decidido a lucir, una grieta en esa escultura de amor propio que había erigido por y para mí. Darme cuenta de todavía hay grietas en mi castillo por donde se cuelan corrientes frías de miedo que me congelan por dentro, que me calan los huesos. Un comentario, certero como un disparo con una flecha envenenada. Resistencia. Mi pequeño ejército de la autoestima luchando contra esas mareas, batallando en la tormenta por que no se me hundiera ese barco tan bonito en el que navegaba aquella noche. Y mientras, yo me encontraba a la deriva, muy lejos de los amigos con los que caminaba por la calle, y de su plática, teñida de esas ansias de cambio y revolución con los que nos suelen asociar a los jóvenes. A veces me hacen sentir vieja. Qué le voy a hacer, creo que soy demasiado pesimista como para proponerme utopías de tal calibre.

Supuse que eso era la vida. Risas que se cobijan de la tormenta; veneno y miel, amor que se pierde entre suspiros y miradas furtivas. Sentir que lo tienes todo cuando estás rodeada de un puñado de personas que te quieren.  Seguir caminando aunque te duelan los pies, sólo porque quedarse quieta no es una opción.


Claro que seguiríamos avanzando. Pero primero, teníamos que ir cambiando el mundo.

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