miércoles, 7 de diciembre de 2016

El Salón de los cuadros torcidos.

El Salón de los cuadros torcidos era el lugar donde iba a parar cualquier objeto o ser que se extraviaba. Todo lo que no hallaba su sitio en el mundo, tanto si lo había perdido, como si nunca había dispuesto de él, lo encontraba allí.
Cosas inimaginables, reliquias de todas las épocas y personajes más propios de un museo de horrores se escondían tras sus muros.

En realidad, el Salón era un ente hecho a sí mismo, pues no se trataba de un salón en el estricto sentido de la palabra. Era más bien un laberinto interminable, un universo infinito que no dejaba de girar sobre su propio eje y parecía respirar, como si tuviera vida propia. Así que podría decirse que el contenido acabó creando al continente.
No existía una manera clara ni un vía definida para llegar hasta sus puertas. No debías querer llegar. No debías querer encontrar el camino. Quizá así, y sólo quizá, tendrías la posibilidad de descubrirlo.
Tú no localizabas el Salón. El Salón te localizaba a ti.
No había realmente nada que hacer allí. Sin embargo, nadie se aburría, pues cada persona encontraba dentro una ocupación.

Se llamaba Oniria. Bueno, en realidad no, pero le había puesto un nombre tan corriente, común y ordinario, que casi podía considerarse una ofensa que una persona extraordinaria como ella tuviera asignado un nombre tan vulgar. Oniria le quedaba mejor, casi como esos cientos de guantes desparejados de por vida que descansaban plácidamente en el Salón de los cuadros torcidos.
Su objeto favorito del Salón era un galeón británico del siglo XVII, que un buen día el mar engulló y nunca nadie volvió a ver.  Le gustaba soñar que era marinera y surcaba los siete mares viviendo aventuras y descubriendo islas perdidas, con náufragos y especies animales desconocidas por el ser humano.

Oniria era el Sol y todas las estrellas de este universo juntas. A veces no se la podía mirar demasiado tiempo seguido, porque resplandecía tanto, que podías quemarte. Era el rocío en primavera, un campo de fresas en su máximo esplendor, la música que te hacía bailar hasta el agotamiento. Oniria era vida, vida pura, en su histrionismo y en su voz cantarina, en la pasión que volcaba en cada pequeña cosa que hacía y en el entusiasmo que nunca la abandonaba.
Con todo, Oniria se sentía perdida con facilidad. No comprendía el mundo demasiado bien, así como tampoco la vida, y acabó convirtiéndose en una visitante asidua del Salón. A ella le encantaba. Como buena exploradora que era, encontró infinidad de cosas, que sabía que no le pertenecía, y que nunca lo harían, pero ella disfrutaba descubriendo.

Entre todos esos descubrimientos, sin duda, el más importante, fue Insomnia.

No está claro quién encontró a quién, quizá es un detalle nimio en esta historia. Ni dónde. Quizá llevaban mucho tiempo coincidiendo sin saberlo, o quizá chocaron un día de forma brusca y frontal, como un accidente sin heridos que, posiblemente, su destino.

Insomnia escondía mucho, mucho más de lo que le mostraba al mundo. Era frío como el hielo y cortante como el acero, o eso era lo que él ansiaba aparentar.
Las palabras salían de su boca con cuentagotas, y arrastraba los pies como si la sangre se le hubiera congelado en las venas y las ganas de vivir se le hubieran evaporado de lo más hondo del corazón. Él no se divertía curioseando entre las montañas de curiosos elementos del Salón. Más bien, parecía no divertirse nunca, o más bien, haber perdido la capacidad de hacerlo.
Vagaba por el Salón como un alma en pena, como un espíritu errante que sigue aquí para atormentar a alguien. La única diferencia es que el único atormentado, hasta el extremo de parecer permanentemente sumido en una vigilia envuelta en sombras, era él.
Insomnia era, con toda seguridad, de las pocas personas a las que el Salón abría sus puertas y acababan más perdidas de lo que habían estado antes de entrar.

De alguna forma, quizá por una casualidad caprichosa, o porque estaba escrito en alguna parte, se encontraron. Y conectaron bien.

Formaban una pareja de lo más particular. Oniria era de color rosa chicle, rojo sangre, amarillo pollo y verde césped, azul cielo y, en resumen, y nunca mejor dicho, se resumían en ella todos los colores que puedas imaginar. En contraposición, Insomnia era gris. Totalmente de un gris que provocaba melancolía, desasosiego y desazón a cualquiera que lo mirase. Aunque a Oniria no.

Pero Oniria no era cualquiera.

La segunda diferencia especialmente notoria era la diferencia de edad que existía entre ambos. Oniria era demasiado joven para considerarse mayor, y demasiado mayor, para considerarse joven. Pero Insomnia era mayor, a secas. Muy mayor. Los años parecían pesar como una losa en un espalda.
Sin embargo, si hay un lugar, existente o imaginario, donde los años que marque tu carnet importen menos que nada, ese era el Salón.

Se encontraban a veces, pero se buscaban muchas más. Sobre todo, en el mundo real, pero nunca se encontraron allí, y, presos de la resignación, y quizá de alguna broma sin gracia del destino, entendieron que sólo podrían disfrutar el uno del otro en el Salón.

¿Era amor aquello que se tendía entre los dos, delicado, hermoso y frágil, como un puente de cristal? 

Ojalá fuera más fácil responder a esa pregunta. ¿Hay alguna definición, fuera de los límites de la frialdad y estaticidad de diccionarios y enciclopedias, de lo que es el amor?
No sé si lo suyo era amor. Sólo sé que era infinitas cosas más. Era volver a encontrarse en un lugar en el que nunca se te había ocurrido buscar. Era el silencio compartido, cálido como una caricia y que cobijaba del frío y del miedo. Era la confianza de plata, conquistada como mil victorias y cocinada a fuego muy lento. Eran las órbitas que trazaban el uno alrededor del otro, como dos elementos celestes conscientes de sólo poder coincidir en el próximo eclipse.

Y así lo hicieron. Sorprendentemente, no tenían prisa por volver a verse, porque sabían que aquello no funcionaba así.

A veces, Oniria caía sumida en un profundo sueño, que Insomnia velaba como un guardián encargado de custodiar el objeto más valioso del mundo.
(Para él, los sueños de ella, lo eran)

Llegar al final de esta historia es imposible, porque no lo tiene. Mientras el Sol siga siendo el Sol, y la Luna siga siendo Luna; mientras el miedo ataque y el amor defienda; mientras haya un lugar entre paréntesis donde acabe todo lo extraviado, y haya un polo totalmente opuesto que atraiga al otro, Oniria e Insomnia se seguirán encontrando en cada eclipse, rodeados de trastos que ya nadie quiere y los Niños Perdidos de Peter Pan, en el Salón de los cuadros torcidos.

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