El Salón de los cuadros torcidos era el lugar donde iba a
parar cualquier objeto o ser que se extraviaba. Todo lo que no hallaba su sitio
en el mundo, tanto si lo había perdido, como si nunca había dispuesto de él, lo
encontraba allí.
Cosas inimaginables, reliquias de todas las épocas y
personajes más propios de un museo de horrores se escondían tras sus muros.
En realidad, el Salón era un ente hecho a sí mismo, pues no
se trataba de un salón en el estricto sentido de la palabra. Era más bien un
laberinto interminable, un universo infinito que no dejaba de girar sobre su
propio eje y parecía respirar, como si tuviera vida propia. Así que podría
decirse que el contenido acabó creando al continente.
No existía una manera clara ni un vía definida para llegar
hasta sus puertas. No debías querer llegar. No debías querer encontrar el camino.
Quizá así, y sólo quizá, tendrías la posibilidad de descubrirlo.
Tú no localizabas el Salón. El Salón te localizaba a ti.
No había realmente nada que hacer allí. Sin embargo, nadie
se aburría, pues cada persona encontraba dentro una ocupación.
Se llamaba Oniria. Bueno, en realidad no, pero le había
puesto un nombre tan corriente, común y ordinario, que casi podía considerarse
una ofensa que una persona extraordinaria como ella tuviera asignado un nombre
tan vulgar. Oniria le quedaba mejor, casi como esos cientos de guantes
desparejados de por vida que descansaban plácidamente en el Salón de los
cuadros torcidos.
Su objeto favorito del Salón era un galeón británico del
siglo XVII, que un buen día el mar engulló y nunca nadie volvió a ver. Le gustaba soñar que era marinera y surcaba
los siete mares viviendo aventuras y descubriendo islas perdidas, con náufragos
y especies animales desconocidas por el ser humano.
Oniria era el Sol y todas las estrellas de este universo
juntas. A veces no se la podía mirar demasiado tiempo seguido, porque
resplandecía tanto, que podías quemarte. Era el rocío en primavera, un campo de
fresas en su máximo esplendor, la música que te hacía bailar hasta el
agotamiento. Oniria era vida, vida pura, en su histrionismo y en su voz
cantarina, en la pasión que volcaba en cada pequeña cosa que hacía y en el
entusiasmo que nunca la abandonaba.
Con todo, Oniria se sentía perdida con facilidad. No
comprendía el mundo demasiado bien, así como tampoco la vida, y acabó convirtiéndose
en una visitante asidua del Salón. A ella le encantaba. Como buena exploradora
que era, encontró infinidad de cosas, que sabía que no le pertenecía, y que
nunca lo harían, pero ella disfrutaba descubriendo.
Entre todos esos descubrimientos, sin duda, el más
importante, fue Insomnia.
No está claro quién encontró a quién, quizá es un detalle
nimio en esta historia. Ni dónde. Quizá llevaban mucho tiempo coincidiendo sin
saberlo, o quizá chocaron un día de forma brusca y frontal, como un accidente
sin heridos que, posiblemente, su destino.
Insomnia escondía mucho, mucho más de lo que le mostraba al
mundo. Era frío como el hielo y cortante como el acero, o eso era lo que él
ansiaba aparentar.
Las palabras salían de su boca con cuentagotas, y arrastraba
los pies como si la sangre se le hubiera congelado en las venas y las ganas de
vivir se le hubieran evaporado de lo más hondo del corazón. Él no se divertía
curioseando entre las montañas de curiosos elementos del Salón. Más bien,
parecía no divertirse nunca, o más bien, haber perdido la capacidad de hacerlo.
Vagaba por el Salón como un alma en pena, como un espíritu
errante que sigue aquí para atormentar a alguien. La única diferencia es que el
único atormentado, hasta el extremo de parecer permanentemente sumido en una
vigilia envuelta en sombras, era él.
Insomnia era, con toda seguridad, de las pocas personas a
las que el Salón abría sus puertas y acababan más perdidas de lo que habían
estado antes de entrar.
De alguna forma, quizá por una casualidad caprichosa, o
porque estaba escrito en alguna parte, se encontraron. Y conectaron bien.
Formaban una pareja de lo más particular. Oniria era de
color rosa chicle, rojo sangre, amarillo pollo y verde césped, azul cielo y, en
resumen, y nunca mejor dicho, se resumían en ella todos los colores que puedas
imaginar. En contraposición, Insomnia era gris. Totalmente de un gris que
provocaba melancolía, desasosiego y desazón a cualquiera que lo mirase. Aunque
a Oniria no.
Pero Oniria no era cualquiera.
La segunda diferencia especialmente notoria era la
diferencia de edad que existía entre ambos. Oniria era demasiado joven para
considerarse mayor, y demasiado mayor, para considerarse joven. Pero Insomnia
era mayor, a secas. Muy mayor. Los años parecían pesar como una losa en un
espalda.
Sin embargo, si hay un lugar, existente o imaginario, donde
los años que marque tu carnet importen menos que nada, ese era el Salón.
Se encontraban a veces, pero se buscaban muchas más. Sobre
todo, en el mundo real, pero nunca se encontraron allí, y, presos de la
resignación, y quizá de alguna broma sin gracia del destino, entendieron que
sólo podrían disfrutar el uno del otro en el Salón.
¿Era amor aquello que se tendía entre los dos, delicado,
hermoso y frágil, como un puente de cristal?
Ojalá fuera más fácil responder a
esa pregunta. ¿Hay alguna definición, fuera de los límites de la frialdad y
estaticidad de diccionarios y enciclopedias, de lo que es el amor?
No sé si lo suyo era amor. Sólo sé que era infinitas cosas
más. Era volver a encontrarse en un lugar en el que nunca se te había ocurrido
buscar. Era el silencio compartido, cálido como una caricia y que cobijaba del
frío y del miedo. Era la confianza de plata, conquistada como mil victorias y
cocinada a fuego muy lento. Eran las órbitas que trazaban el uno alrededor del
otro, como dos elementos celestes conscientes de sólo poder coincidir en el
próximo eclipse.
Y así lo hicieron. Sorprendentemente, no tenían prisa por
volver a verse, porque sabían que aquello no funcionaba así.
A veces, Oniria caía sumida en un profundo sueño, que
Insomnia velaba como un guardián encargado de custodiar el objeto más valioso
del mundo.
(Para él, los sueños de ella, lo eran)
Llegar al final de esta historia es imposible, porque no lo
tiene. Mientras el Sol siga siendo el Sol, y la Luna siga siendo Luna; mientras
el miedo ataque y el amor defienda; mientras haya un lugar entre paréntesis donde
acabe todo lo extraviado, y haya un polo totalmente opuesto que atraiga al
otro, Oniria e Insomnia se seguirán encontrando en cada eclipse, rodeados de
trastos que ya nadie quiere y los Niños Perdidos de Peter Pan, en el Salón de
los cuadros torcidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario