Era el último vals que bailaríamos juntos y yo lo sabía. Era consciente de que tras ese vals no seguiría otro. Que nunca más sentiría su cuerpo y el mio fundiéndose en un mismo compás.
Habíamos quemado todos nuestros cartuchos, se nos habían agotado todas las oportunidades. Y lo único que nos quedaba era el vals, ese último vals que todavía no había empezado y ya amenazaba con terminar. O quizá, con ser eterno. No estaba segura de qué posibilidad era peor.
El raso de mi vestido añil murmuraba a mi paso, susurraba secretos a voces que escapaban de mi cofre. Su mano izquierda reposaba ceremoniosamente sobre mi cintura, a la vez que su otra mano se entrelazaba con la mía como aquel que se aferra a la vida. No me pidió el vals, como hizo todas y cada una de las veces anteriores en las que nos acostumbramos a danzar como si él fuera un soldadito de plomo y yo su bailarina. No me pidió el vals, porque ambos sabíamos que eso eran florituras innecesarias y que el tiempo escaseaba.
No recuerdo al son de qué canción bailamos aquella última vez. Lo mismo podía haber sido un vals de Tchaikovsky, que una sonata para piano, o la última balada azucarada que estuviese arrasando en la radio. Mi favorita era el Danubio Azul, así que probablemente fuera esa.
Había otros muchos detalles que sí se han quedado grabados a fuego en mi retina y en mi corazón. Al principio rehusé a mirarle a los ojos en una maniobra de escape de antemano abocada al fracaso. Y cuando finalmente nuestras miradas se estrellaron, vi en él toda la tristeza del mundo contenida en aparente calma y dos ojos que pedían a gritos un poco de tregua en medio de tanta guerra. Sonrió sin sonreír, y yo no pude evitar pensar que ninguna otra vez en todo el largo camino que nos había dado tiempo a caminar juntos, le había visto lucir tan bien.
A pesar del nerviosismo de unos dedos que temblaban.
A pesar del cansancio que revelaban sus profundas ojeras.
A pesar de esa mirada tan angustiosamente azul.
Para mí, estaba más guapo que nunca. Y supe, por el brillo fugaz en su expresión cuando me vio aparece, que sus pensamientos y los míos debían ser similares.
Nos acercamos tanteándonos de forma casi automática, forjada por la fuerza de la costumbre. Buscamos las manos donde sabíamos poder encontrarlas, la familiaridad de la piel suave, la anchura de un hombro acariciado tantas otras veces, el aroma del ser amado.
Bailábamos, pero lo mismo podíamos haber empezado a flotar, traspasando la frontera de lo real y lo imaginario, alejándonos de este mundo. Tampoco recuerdo el tiempo que estuvimos girando como peonzas, girando sobre nuestro amor y nuestro odio, nuestro pasado y el futuro que nunca tendríamos, uniéndose todo en un lazo de acero que se estrechaba sobre nuestras gargantas a medida que nuestro baile se perdía más y más por derroteros desconocidos, poco dispuesto a encontrar su final.
Omitimos la despedida; no hubo palabras que rematasen la faena sangrienta que habían perpetrado nuestros corazones. Creo que ambos pensamos que a esas alturas de la película era necesario ahorrarse el disgusto de añadir más leña al fuego. Y como tal, fríos como si lleváramos mil inviernos escondidos en el alma, separamos nuestros caminos como si nunca hubieran tenido la oportunidad de enredarse.
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