Yo tengo una jaula. De hecho, no sólo poseo una, sino
varias. Y están una dentro de otra, como si fuera una muñeca Matrioshka
compuesta de figuras dispares entre sí.
Pero no es el caso. Y no sé hablar ruso.
Os contaré sobre una en concreto. De hecho, ahora mismo la
estoy tocando.
Es de noche, el reloj marca una de esas horas avanzadas en
que las cosas parecen dejar de tener sentido y el tiempo, de importancia. La
ventana abierta de par en par me regala rumores de grillos y aroma a tierra
mojada. No sé qué hago despierta, pero tampoco tengo motivos para irme a
dormir.
Estoy hecha un ovillo en la cama. Y comienzo a acariciar los barrotes de mi jaula con aire
distraído y un deje de abandono.
Esta jaula suele contener toda clase de criaturas. A veces
son mariposas, de colores vivos y brillantes. Otras veces son pájaros, que
chocan una y otra vez, con sus aleteos torpes ya a la desesperada, contra los
barrotes. Pero también ha contenido leones, tiburones, rinocerontes, y seres
más “peculiares”, como arañas (patilargas y paticortas, tarántulas, viudas
negras en alguna ocasión), escorpiones, escarabajos y serpientes, muchas
serpientes, que se enroscaban tanto y tan fuerte en los barrotes, que acababan
enredándose entre sí.
Aunque hay en especial una criatura que destaca entre las
demás por el número de veces que le toca enclaustrarse en esta pequeña prisión.
No siempre está, hay temporadas en que parece esfumarse, o huir bien lejos.
Pero siempre vuelve. Por muy rápido que corra, este es un
lugar al que siempre acabará regresando.
No sé cómo es en realidad, ni qué forma tiene, pues la
cambia constantemente y nunca es igual. A veces tiene pinchos como un erizo, o
una coraza de hierro que se oxida y se le acaba desprendiendo como si fueran
escamas. Puede ser tan duro como la piedra, pero también suave y tan blando que
estoy segura de que se desharía entre mis dedos, si lo consiguiera tomar entre
mis manos. Lo sé, porque lo siento.
Tiene muchos nombres. Aunque nunca nadie lo ha visto, y todo
el mundo haya podido sentirlo, todavía hay quien no cree en él. A mí
personalmente, esos me dan pena. Porque me pueden decir misa, pero no creo que
sea posible vivir sin corazón. A pesar de que muchos lo intenten.
No puedo darle alas, por mucho que quiera. No puedo ponerlo
en un barquito de papel, y echarlo a navegar. Tan sólo puedo abrirle la puerta
de mi jaula, de una de mis muchas jaulas, para que sea libre. Porque los
corazones son criaturas salvajes que se enmohecen, se marchitan, se mueren, si
pasan mucho tiempo en cautividad.
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