Abrió la puerta a la otra dimensión con un chirrido un tanto desagradable y vaciló unos segundos antes de precipitarse en un salto abisal, zambulléndose plenamente en ese vacío sideral que olía a silencio rancio. Instantáneamente se alejó de la vida tal y como la conocía y empezó a ver los objetos y a las personas de colores que hasta la fecha le eran totalmente desconocidos. Era como mirar con los ojos al revés, o acaso no mirar, percibir los colores con el resto de sentidos. Empezó a sospechar que ese portal sobrenatural le había lanzado a la dimensión de la sinestesia.
Deslizándose suavemente como una serpiente de cascabel envuelta en cintas de seda rosa, llegó hasta él un dulce aroma a cacao especiado que, para ser sinceros, sabía peor de lo que olía, aunque no llegó a probarlo porque tenía un color verde oruga que no le seducía demasiado.
De todas partes parecía provenir un murmullo que aumentaba y aumentaba, que se movía en crescendo, al igual que su paranoia y la sensación de que se estaba convirtiendo en un muñequito al que iban a arrojar en una caja llena de agua y cangrejos con pinzas afiladas que iban a desgarrarle las entrañas. Se encaminó con pasos firmes al fondo del autobús, donde se acurrucó y se dedicó a mirar por la ventanilla cómo llovían estrellas. Esperaba contemplar cómo llovía también algún planeta, pero eso no sucedió. Él quería ver el universo arder, ansiaba ver cómo estallaba en sus propias manos, pero en lugar de eso, no obtuvo más que una amarga sensación de desilusión quemándole la punta de la lengua.
Se sentía como una marioneta, un personaje más de algún tipo de tragicomedia escrita por alguien desconocido y cruel que quería manejarle a su antojo. Pero él no tenía ganas de bailarle el agua a nadie, así que se bajó la cremallera que tenía cosida en su piel y se deshizo en mil fuegos artificiales, que estallaron en la noche sin estrellas, oscura como boca de lobo, desintegrándose en una eternidad y en un vacío que no existieron, existían o existirán.
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