No se me olvida que en esta casa vacía una vez hubo niños correteando, desfiles de moda con la ropa vieja que mi prima y yo nos encontrábamos en los armarios y muchas tardes de frío extremo. La mejor forma de combatir dicho frío era haciendo palomitas de microondas y apalancándonos todos frente a un televisor que nunca se apagaba.
No se me olvida que por estas escaleras me caí con 11 años y me partí la pierna, o que en esa habitación tan gélida antes el fuego ardía en el hogar, y nos apiñábamos alrededor porque no teníamos nada que hacer. A mí me gustaba tirar papeles a la chimenea y contemplarlos arder. Pero a mi abuela le molestaba y siempre me regañaba por ello.
No se me olvida que por las mismas calles en las que hoy no se ve ni un alma, los niños y niñas del pueblo nos tirábamos las noches jugando. Ni las batallas campales con globos de agua que mis primos y yo librábamos los días de verano en la plaza. Nos hacía falta muy poco para convertir cualquier rincón del pueblo en un parque de juegos. Era increíble lo mucho que se desbordaba la imaginación y la creatividad de cualquiera que fuera allí.
No se me olvidan las dos onzas de chocolate con almendras que mi abuela sacaba del cajón y me daba cada vez que yo se lo pedía. O de esos rosquillos interminables que siempre guardaba en la alacena y siempre ofrecía a cualquiera que pasara por su casa. La puerta estaba invariablemente abierta, a la manera tan tradicionalmente típica de los pueblos que hoy ya no se ve. En este pueblo las puertas ya se han cerrado.
No se me olvidan las excursiones al Barrio, que no era un barrio, sino una parte del bosque. Nunca entendí por qué todo el mundo lo llamaba, pero así era. Cuando venía el calor, metíamos los pies en el agua gélida (cuando había cauce en el río, que no siempre). En primavera, correteábamos entre los árboles y trepábamos por las piedras mientras nuestras madres recogían collejas en un bancal cercano. A veces, rebaños de ovejas irrumpían súbitamente y en un parpadeo invadían la zona. No nos hacían ni caso, pues iban a beber a un abrevadero que había, pero nos asustábamos igualmente.
A veces, cuando volvíamos de allí, mi prima y yo nos adentrábamos en el cementerio y recogíamos los ramos de flores que yacían tirados y abandonados en el camino. Nos las llevábamos a casa de la abuela y a ella no le gustaba nada. La verdad es que la comprendo, y no entiendo en qué estaba pensando, pero para justificarme diré que tenía unos 7 añitos. Supongo que siempre he tenido un lado un poco tétrico, no me escondo.
No se me olvida la voz de mi abuela Carmen, los rulos rosas que se ponía o cómo se arreglaba cuando cada año llegaban las fiestas patronales. Del "¿y tú de quién eres?", y de verla rodeada de las vecinas y otras señoras, sentadas en el banco de su puerta las noches estivales. Ahora ese banco está vacío y nadie ha vuelto a llamarme "prenda" desde entonces.
No se me olvida el día en que mi tía nos llevó a mi prima y a mí al pueblo minero abandonado. Tengo un recuerdo muy lejano y borroso de aquello, pero lo conservo en un lugar muy preciado de mi ser. No he podido volver desde entonces, pero el querer visitarlo es una idea que me obsesiona. Tampoco se me olvida aquella tarde de otoño, pateándonos el monte en busca de níscalos. Llenamos varios cubos, pero la tierra estaba húmeda y resbaladiza y me vi varias veces rodando ladera abajo. Cuando fuimos a venderlas, no las quisieron por estar estropeadas, y yo me pillé un berrinche descomunal. Tanto fue así, que no probé los níscalos ni volví a salir en busca de setas hasta el año pasado, que en una temporada muy prolífica de setas mi madre consiguió arrastrarme con ella al monte para que buscáramos níscalos. Fue un momento mágico, a solas ella, la montaña y yo. El silencio nos envolvió como un manto. Pareció que en ese instante el mundo se detuvo y no existió nada más.
No se me olvidan las tardes de toros, que eran los días grandes de las fiestas de septiembre. Yo odiaba asistir a aquello y me sentía totalmente fuera de lugar (por mucho que tuviera que ir todos los años), pero me gustaba el ambiente festivo, los pasodobles que tocaba la banda municipal y sentarme al lado de mi tía abuela Encarna. Siempre he adorado a esa señora, que decía que yo era una muñeca de porcelana china y me lo sigue diciendo ahora, que la visito con 21 años. Cuando era pequeña, iba a su casa y nos tirábamos la tarde en el brasero, viendo Juan y Medio. Merendaba galletas maría con colacao, y tenía una perra a la que yo misma puse nombre con 6 años, Negri. El día que me enteré que Negri había muerto (ya tenía yo los 17), no pude evitar sentir que el capítulo de mi infancia finalmente se cerraba.
No se me olvidan todas esas cosas, ni tantas otras que guardo en el tintero y en rincones desperdigados de la memoria. Y es por eso que cada vez que vuelvo a Lanteira, siento que retrocedo en el tiempo y hago silenciosamente un recorrido por mis recuerdos con la nostalgia asida a mi brazo. Y me pongo triste y feliz a la vez. Supongo que rememorar siempre conlleva ese tipo de efectos.
No se me olvida, no. Nunca podría.
martes, 26 de noviembre de 2019
martes, 22 de octubre de 2019
La chispa adecuada
Casi no me quedan palabras que dedicarte. Ni ganas de escribirte. Las huellas que dejas cada vez son más débiles y se diluyen con mayor facilidad, como lágrimas en la lluvia.
La última vez fue diferente. Había algo distinto. No me refiero a las palabras ni a las formas -que al fin y al cabo acaban siendo siempre las mismas-. Fue algo casi imperceptible, que flotaba en el aire. Algo que, efectivamente, me decía que aquella vez sí iba a ser definitivamente la última.
Espero que el tiempo barra toda la ceniza que se nos ha quedado dentro. Que deshaga nuestros recuerdos y los estropee como fotografías antiguas. Y que llegue el día en que no nos recordemos el uno al otro y seamos felices y comamos perdices.
Fin
La última vez fue diferente. Había algo distinto. No me refiero a las palabras ni a las formas -que al fin y al cabo acaban siendo siempre las mismas-. Fue algo casi imperceptible, que flotaba en el aire. Algo que, efectivamente, me decía que aquella vez sí iba a ser definitivamente la última.
Espero que el tiempo barra toda la ceniza que se nos ha quedado dentro. Que deshaga nuestros recuerdos y los estropee como fotografías antiguas. Y que llegue el día en que no nos recordemos el uno al otro y seamos felices y comamos perdices.
Fin
martes, 24 de septiembre de 2019
Tenía que decirte...
Lo único que tenía claro en aquellos días frescos de verano floreciente es que él y yo teníamos que hablar. Día tras día le daba más vueltas al asunto,y con cada vuelta le conseguía dar un poco más de forma a mis palabras; a qué le quería decir y exactamente cómo. Sin embargo, y como siempre pasa en verano, el tiempo empezó a galopar y a escapárseme de entre las manos. Ora no encontraba el momento adecuado para tener tan delicada conversación (el clima entre nosotros había sido tan agradable, que temía estropearlo),ora me sentía poco capaz, indispuesta, o directamente sin muchas ganas de hablar.
Sin apenas darme cuenta llegó el momento de partir hacia el país abandonado, y cuando volví a casa, todo fue tan frenético que apenas tuve tiempo de respirar antes de subirme a otro pájaro de hojalata con destino hacia la isla esmeralda. Por supuesto, no hubo tiempo ni lugar para detenerse y conversar. En un intento un tanto patético por calmar mi desasosiego, me prometí a mí misma que en cuanto estuviese de vuelta, una de las primeras cosas que haría, antes incluso que dejar la maleta en el suelo, sería colarme en su habitación y hablar con él de una vez.
A lo largo de todo ese mes que estuve fuera le llegué a dar unas cuantas vueltas al asunto. A veces acudía a mi mente en los momentos más aleatorios y menos pensados: cruzando los prados para llevarle heno a los caballos, contemplando la lluvia torrencial irlandesa cobijada en la seguridad de la cabaña...
En el fondo no podía esquivar el presentimiento de que nunca llegaríamos a tener la dichosa conversación. Sabía que se me había acabado el tiempo, y había perdido todas las oportunidades que los días de julio me habían brindado.
Cuando terminé mi voluntariado en el refugio de animales y mi presencia en Irlanda dejó de tener sentido, me apresuré a coger un avión, con el corazón martilleándome la caja torácica y los pulmones encogidos por la ansiedad. Conseguí llegar a casa agotado el día, en una noche cálida que nada tenía que ver con las frías noches celtas salpicadas de estrellas y ruidos de animales a horas intempestivas. Subí corriendo las escaleras, todavía sacudiéndome el heno de la ropa, para encontrar,como me temía, su cama deshecha y su presencia aún flotando en el ambiente.
Se me había escapado. Esa misma mañana se había marchado, y no habíamos coincidido por una mísera cuestión de horas.
En ese momento brotaron en mi interior sendos sentimientos de impotencia y frustración. La peor parte de aquello es contemplar mis temores hacerse realidad ante mis ojos.
Pero en el fondo lo sabía. Lo llevaba sabiendo todo el verano.
Así que no me quedó otra que guardar todo ese tropel de palabras en una caja de madera, para que se conservara decentemente hasta que él regresara a casa. Tal era la necesidad que tenía yo de hablar. Todo aquello que necesitaba decirle no podía quedárseme dentro de ninguna de las maneras. Amenazaba con pudrirse, o pudrirme a mí, que era peor.
Ya hablaríamos. Por la H de mi nombre que lo haríamos.
Sin apenas darme cuenta llegó el momento de partir hacia el país abandonado, y cuando volví a casa, todo fue tan frenético que apenas tuve tiempo de respirar antes de subirme a otro pájaro de hojalata con destino hacia la isla esmeralda. Por supuesto, no hubo tiempo ni lugar para detenerse y conversar. En un intento un tanto patético por calmar mi desasosiego, me prometí a mí misma que en cuanto estuviese de vuelta, una de las primeras cosas que haría, antes incluso que dejar la maleta en el suelo, sería colarme en su habitación y hablar con él de una vez.
A lo largo de todo ese mes que estuve fuera le llegué a dar unas cuantas vueltas al asunto. A veces acudía a mi mente en los momentos más aleatorios y menos pensados: cruzando los prados para llevarle heno a los caballos, contemplando la lluvia torrencial irlandesa cobijada en la seguridad de la cabaña...
En el fondo no podía esquivar el presentimiento de que nunca llegaríamos a tener la dichosa conversación. Sabía que se me había acabado el tiempo, y había perdido todas las oportunidades que los días de julio me habían brindado.
Cuando terminé mi voluntariado en el refugio de animales y mi presencia en Irlanda dejó de tener sentido, me apresuré a coger un avión, con el corazón martilleándome la caja torácica y los pulmones encogidos por la ansiedad. Conseguí llegar a casa agotado el día, en una noche cálida que nada tenía que ver con las frías noches celtas salpicadas de estrellas y ruidos de animales a horas intempestivas. Subí corriendo las escaleras, todavía sacudiéndome el heno de la ropa, para encontrar,como me temía, su cama deshecha y su presencia aún flotando en el ambiente.
Se me había escapado. Esa misma mañana se había marchado, y no habíamos coincidido por una mísera cuestión de horas.
En ese momento brotaron en mi interior sendos sentimientos de impotencia y frustración. La peor parte de aquello es contemplar mis temores hacerse realidad ante mis ojos.
Pero en el fondo lo sabía. Lo llevaba sabiendo todo el verano.
Así que no me quedó otra que guardar todo ese tropel de palabras en una caja de madera, para que se conservara decentemente hasta que él regresara a casa. Tal era la necesidad que tenía yo de hablar. Todo aquello que necesitaba decirle no podía quedárseme dentro de ninguna de las maneras. Amenazaba con pudrirse, o pudrirme a mí, que era peor.
Ya hablaríamos. Por la H de mi nombre que lo haríamos.
martes, 17 de septiembre de 2019
viernes 13
Algo se ha roto, nada queda en pie,
los fantasmas se esconden en cada esquina.
El reloj marca las 5 de la madrugada
y en esta casa vacía nadie duerme.
La ansiedad que me aprieta el pecho me mantendrá
con los ojos abiertos esperando el peligro.
Esta noche hay tormenta eléctrica,
otra razón más para no dormir
(los truenos y los monstruos sacuden las puertas)
Y seré testigo de todo lo innombrable,
y me quedaré aquí hasta que ya no quede nada.
El viento recorrerá las habitaciones desiertas.
los fantasmas se esconden en cada esquina.
El reloj marca las 5 de la madrugada
y en esta casa vacía nadie duerme.
La ansiedad que me aprieta el pecho me mantendrá
con los ojos abiertos esperando el peligro.
Esta noche hay tormenta eléctrica,
otra razón más para no dormir
(los truenos y los monstruos sacuden las puertas)
Y seré testigo de todo lo innombrable,
y me quedaré aquí hasta que ya no quede nada.
El viento recorrerá las habitaciones desiertas.
miércoles, 31 de julio de 2019
Pictures of you (la noche en que se abrió la caja de Pandora)
¿Qué hubiera pasado si yo hubiera dicho las palabras adecuadas en el momento adecuado?
(Era la eterna pregunta que tanto me hice. Nunca acababa de desaparecer de mi mente. Se repetía una y otra vez. Siempre volvía en el momento menos pensado.)
¿Qué hubiera pasado?
Absolutamente nada.
Tardé tanto en llegar a esa conclusión, que parecía hasta ridículo. ¿Cómo podía no haber visto con claridad algo que era tan sencillo, tan ovio, y que había tenido tan a la vista?
No lo sé. Lo único que tuve claro es que yo no tenía, ni había tenido nunca, una varita mágica que pudiera arreglar lo que ya estaba más que tocado y hundido de un tiempo a esa parte.
La noche en que se abrió la caja de Pandora, yo llevaba un vestido gris. Nunca pensé que algo de color gris pudiera resultar bonito o favorecedor. Y sin embargo, ese vestido me quitaba todas las dudas, derramándose sobre mis hombros en delicadas olas de encaje y ciñéndose a mi cintura.
Esa noche estaba bonita, pero más importante aún: me sentía bonita. El día había estado envuelto en una brisa fresca y el verano aún se antojaba largo y lleno de sorpresas, que titilaban como luciérnagas en el horizonte.
Subí al último autobús para volver a casa, como una princesita volviendo a su castillo, y me senté en el primer asiento, el de siempre. Coloqué mi bolso en el regazo (qué raro se me hace esto de usar bolso) y las manos enguantadas de encaje negro encima.
Y entonces entraste tú.
La noche en que se abrió la caja de Pandora, yo me quedé petrificada, como si hubiera visto a todos los fantasmas del mundo corriendo en tropel para robarme el alma. No recuerdo si pestañeé, seguramente no. Como por arte de magia, numerosos engranajes empezaron a correr y a girar dentro de mí, activando un mecanismo que ya daba por obsoleto. Mil cosas se me pasaron por la cabeza. Y ninguna de ellas era girarme y mirarte.
Al pasar al lado mía, me miraste. Dos veces. Yo seguí con la mirada fija al frente, como si el coche que estaba aparcado delante del autobús fuera la cosa más importante del mundo. O como si en ese momento me hallara inmersa en complejas meditaciones sobre el origen del universo.
Cualquier invento menos pensar en que acababa de entrar en el bus la única persona que alguna vez me había roto el corazón.
(Dos veces.)
Y la caja de Pandora se abrió y se desparramaron fotos viejas y pañuelos bordados, canciones prohibidas y sentimientos atrapados en frascos con etiquetas que han amarilleado con el paso del tiempo. El polvo de estrellas se quedó flotando en el aire. Y sobre mi vestido gris, igual que aquel vestido azul, se derramó el perfume de los recuerdos que se acumulan en los áticos de las casas antiguas.
Cuántas cosas te hubiera dicho si no hubiera sido por el hecho de que tú y yo ahora hablamos idiomas distintos.
Rato después, cuando por fin llegué a mi destino y me apeé del autobús, noté que me mirabas otra vez. Y ni siquiera te dirigí la mirada cuando empecé a caminar por la acera, antes de que el bus arrancara de nuevo. Puede que pensaras que ni siquiera fui consciente de que estabas ahí. A decir verdad, creo que lo prefiero así.
Lo único que importaba era que la caja de Pandora había sido abierta de nuevo.
Y a ver quién era la persona bienaventurada que la conseguía volver a cerrar.
(Era la eterna pregunta que tanto me hice. Nunca acababa de desaparecer de mi mente. Se repetía una y otra vez. Siempre volvía en el momento menos pensado.)
¿Qué hubiera pasado?
Absolutamente nada.
Tardé tanto en llegar a esa conclusión, que parecía hasta ridículo. ¿Cómo podía no haber visto con claridad algo que era tan sencillo, tan ovio, y que había tenido tan a la vista?
No lo sé. Lo único que tuve claro es que yo no tenía, ni había tenido nunca, una varita mágica que pudiera arreglar lo que ya estaba más que tocado y hundido de un tiempo a esa parte.
La noche en que se abrió la caja de Pandora, yo llevaba un vestido gris. Nunca pensé que algo de color gris pudiera resultar bonito o favorecedor. Y sin embargo, ese vestido me quitaba todas las dudas, derramándose sobre mis hombros en delicadas olas de encaje y ciñéndose a mi cintura.
Esa noche estaba bonita, pero más importante aún: me sentía bonita. El día había estado envuelto en una brisa fresca y el verano aún se antojaba largo y lleno de sorpresas, que titilaban como luciérnagas en el horizonte.
Subí al último autobús para volver a casa, como una princesita volviendo a su castillo, y me senté en el primer asiento, el de siempre. Coloqué mi bolso en el regazo (qué raro se me hace esto de usar bolso) y las manos enguantadas de encaje negro encima.
Y entonces entraste tú.
La noche en que se abrió la caja de Pandora, yo me quedé petrificada, como si hubiera visto a todos los fantasmas del mundo corriendo en tropel para robarme el alma. No recuerdo si pestañeé, seguramente no. Como por arte de magia, numerosos engranajes empezaron a correr y a girar dentro de mí, activando un mecanismo que ya daba por obsoleto. Mil cosas se me pasaron por la cabeza. Y ninguna de ellas era girarme y mirarte.
Al pasar al lado mía, me miraste. Dos veces. Yo seguí con la mirada fija al frente, como si el coche que estaba aparcado delante del autobús fuera la cosa más importante del mundo. O como si en ese momento me hallara inmersa en complejas meditaciones sobre el origen del universo.
Cualquier invento menos pensar en que acababa de entrar en el bus la única persona que alguna vez me había roto el corazón.
(Dos veces.)
Y la caja de Pandora se abrió y se desparramaron fotos viejas y pañuelos bordados, canciones prohibidas y sentimientos atrapados en frascos con etiquetas que han amarilleado con el paso del tiempo. El polvo de estrellas se quedó flotando en el aire. Y sobre mi vestido gris, igual que aquel vestido azul, se derramó el perfume de los recuerdos que se acumulan en los áticos de las casas antiguas.
Cuántas cosas te hubiera dicho si no hubiera sido por el hecho de que tú y yo ahora hablamos idiomas distintos.
Rato después, cuando por fin llegué a mi destino y me apeé del autobús, noté que me mirabas otra vez. Y ni siquiera te dirigí la mirada cuando empecé a caminar por la acera, antes de que el bus arrancara de nuevo. Puede que pensaras que ni siquiera fui consciente de que estabas ahí. A decir verdad, creo que lo prefiero así.
Lo único que importaba era que la caja de Pandora había sido abierta de nuevo.
Y a ver quién era la persona bienaventurada que la conseguía volver a cerrar.
viernes, 31 de mayo de 2019
Rojo sobre blanco
Te recuerdo cada vez que paso frente al escaparate de la
floristería, la que hay frente al hospital. No sé cómo se llama, nunca me he
fijado en el rótulo. Tan sólo en los arreglos florales y las rosas; cuando me
da por fantasear y pienso en las personas que recibirán dichas flores o en
quién las entregará. Las flores siempre me han parecido una muestra de amor
preciosa.
Soy demasiado cursi. Qué le voy a hacer.
(Absolutamente nada)
Hace 4 años yo entré en esa floristería. Era un día frío y
sombrío, acorde con las circunstancias; de enero o principios de febrero, si no
me falla la memoria. Mi madre me dejó en la esquina y me dio algo de dinero. No
sabía muy bien qué quería llevarte. Me acabé decidiendo por dos rosas: una roja
y una blanca. De alguna manera creo que ese contraste nos definía a la
perfección: cuando tú eras energía pura y la luz que nos alumbraba a todas, yo
permanecía tranquila, sosegada, y admirándote desde un rincón. Y cuando yo me
encendía y me convertía en un huracán que escupía chispas y lo destrozaba todo
a su paso, tú siempre sabías cómo calmarme.
Una vez tuve las flores, emprendí el camino de nuevo, y
recorrí con paso inseguro los pocos metros que separaban la floristería del
hospital. Estaba tan nerviosa que temía que el corazón fuera a salírseme por la
boca. No sabía qué estampa me iba a encontrar cuando subiese a la planta y
llamase a tu puerta. Tú no sabías nada sobre mi visita. Me habían chivado el número
de tu cuarto en un susurro furtivo, como si se tratara de información de
Estado.
Quería darte una sorpresa.
Era viernes y el hospital se hallaba vacío. Ese aire de
abandono, y el hecho de no encontrarme a nadie, me inquietaron más de lo que ya
estaba. Aunque en el fondo agradecí no
haberme cruzado con ninguna persona. Iba hecha un cromo. Sabía que te encantaba
cuando me arreglaba, así que me puse lo más estrafalaria posible, con mi abrigo
largo y mis zapatos de plataforma. Supongo que no era la indumentaria más
ortodoxa para ir de visita al hospital, pero si te conseguía sacar una sonrisa,
para mí supondría una victoria.
Finalmente, el ascensor se abrió y me planté frente a la
puerta del cuartito que te cobijaba. Golpeé con los nudillos una vez y no
abriste. Golpeé de nuevo (¿abrías salido? ¿estarías acompañada?) y cuando había
empezado a desandar, desalentada, el camino hacia el ascensor, abrió la puerta
una carita blanca y ojerosa cuyos ojos estuvieron a punto de salirse de sus
cuencas al contemplarme. Parecía que te hubieras encontrado un fantasma
pululando por los pasillos del hospital.
Guardo la alegría tuya de esa tarde al verme allí en un
botecito dentro de un cofre, y vuelvo a ella cuando me siento triste. Es como
una luciérnaga que vive eternamente y nunca se cansa de iluminar hasta el
rincón más oscuro.
Me hiciste pasar, y nos sentamos en la inmensa cama de
blancas sábanas. Entonces cogí la gran bolsa de papel que portaba y te d todo
lo que había preparado con todo el amor del mundo: libros, una carta con las
palabras más azucaradas que mi bolígrafo fue capaz de trazar, corazones de
papiroflexia y un peluche al que había echado unas gotitas de mi perfume.
Todo muy ñoño. Todo muy yo. Contigo me permitía no tener
filtros. Tenía la seguridad y la certeza de que cualquier muestra de amor iba a
ser cuidada y protegida, como a una criatura diminuta y delicada.
Y por supuesto, las rosas. Aun a día de hoy pienso en ellas.
Fue una de las tardes más maravillosas y extrañas que soy
capaz de recordar. La pasamos entera sentadas en tu cama, hablando de lo divino
y lo profano como si nada. Como dos amigas charlando y comiendo pipas en un banco
del parque. Como si no fuéramos conscientes de que estábamos en un sitio
horrible que desprendía un tufo permanente a lejía, enfermedad y cosas inertes.
Prácticamente me acabaron echando las enfermeras al final de
la tarde. E incluso cuando salí de la habitación, tú te escapaste corriendo
para darme un último abrazo.
Ese abrazo también lo llevo siempre guardado, y me lo pongo
cuando siento frío.
Pero el tiempo no pasa en vano, y cuatro años dan para
mucho. Desde entonces, nos hemos dedicado a navegar en un pequeño barco,
surcando los mares y descubriendo paraísos perdidos. Convertidas a veces en
marineras –cuando nos sentíamos más tranquilas y las aguas estaban en calma- y
otras, en piratas, cuando la ocasión merecía que sacásemos nuestra garra y
nuestro fuego a pasear.
Quizá las corrientes nos arrastraron a lugares que no aparecían
en nuestros mapas. Quizá, simplemente, pasó que ni tú ni yo somos las mismas.
Y nos encontramos en órbitas opuestamente distintas.
Hace cuatro años te llevé una rosa roja y una rosa blanca al
hospital.
Y cuatro años más tarde, fingí no haberte visto sentada en
una terraza de la calle cuando pasé a tu vera. Creo que no había nada que
hubiera podido decirte en ese momento. Creo que cualquier posible palabra que
hubiera podido abandonar mis labios, se había dicho ya.
(Después de eso estuve llorando hasta que me venció el
cansancio. Pero es ya es otra historia).
sábado, 11 de mayo de 2019
No esta vez (contención y el abrazo)
Pero la gran diferencia de esa noche fue que en vez de llorar empecé a bailar, y me sacudí la tristeza a través de la danza, y no en forma de la tormenta tan amarga y tan salada que en otras ocasiones hubiera anegado mi casa y me hubiera arrastrado consigo como un torrente de ira fría. Empujándome hasta el fondo de un mar oscuro y llenando mis pulmones de agua negra.
Pero no. Esa vez no. Me negué a emprenderla conmigo misma. Y me empeñé en agarrar el timón del barco aunque tuviese las manos llenas de heridas. Y me negué a escuchar los cantos de las sirenas. Me negué a escuchar todo lo que me decían. En su lugar, sólo oía la música. Aquella que me llevaba de la mano por los senderos de la calma. Esos por donde la lluvia no llegaba y el suelo no estaba mojado.
Y bailé hasta que el cielo se despejó, esa sombra que rondaba mis horas se aclaró, y aquello que me tamborileaba la caja torácica dejó de hacerlo, devolviendo a mi corazón su ritmo normal.
Esa noche fue una gran victoria. Porque la sangre no llegó al río, y el parte de daños se saldó con ninguna víctima. Los campos de batalla no se tiñeron de escarlata. Y las flores que habían crecido en ellos permanecieron ajenas a la casi-contienda, aguardando al rocío del alba y el baño diario del rayo solar que aseguraba nuevas generaciones de flores, y así sucesivamente.
Fue una victoria luchada sin luchar. Y precisamente por eso lo fue. Porque me protegí a mí misma con el coraje de una madre que defiende a su cría indefensa. Con la rebeldía de aquella cuya única certeza es resistir. De dónde había surgido ese coraje es algo que no sé. Pero sí tenía claro que no iba a dejarlo ir. Me encadenaría a él como a algún árbol milenario que una poderosa empresa planea talar para construir un centro comercial.
Mientras, seguía sonando la música. Así seguiría para siempre. Como esa llamita que había empezado a alumbrarme el corazón. Como una luz que nunca se apaga.
Pero no. Esa vez no. Me negué a emprenderla conmigo misma. Y me empeñé en agarrar el timón del barco aunque tuviese las manos llenas de heridas. Y me negué a escuchar los cantos de las sirenas. Me negué a escuchar todo lo que me decían. En su lugar, sólo oía la música. Aquella que me llevaba de la mano por los senderos de la calma. Esos por donde la lluvia no llegaba y el suelo no estaba mojado.
Y bailé hasta que el cielo se despejó, esa sombra que rondaba mis horas se aclaró, y aquello que me tamborileaba la caja torácica dejó de hacerlo, devolviendo a mi corazón su ritmo normal.
Esa noche fue una gran victoria. Porque la sangre no llegó al río, y el parte de daños se saldó con ninguna víctima. Los campos de batalla no se tiñeron de escarlata. Y las flores que habían crecido en ellos permanecieron ajenas a la casi-contienda, aguardando al rocío del alba y el baño diario del rayo solar que aseguraba nuevas generaciones de flores, y así sucesivamente.
Fue una victoria luchada sin luchar. Y precisamente por eso lo fue. Porque me protegí a mí misma con el coraje de una madre que defiende a su cría indefensa. Con la rebeldía de aquella cuya única certeza es resistir. De dónde había surgido ese coraje es algo que no sé. Pero sí tenía claro que no iba a dejarlo ir. Me encadenaría a él como a algún árbol milenario que una poderosa empresa planea talar para construir un centro comercial.
Mientras, seguía sonando la música. Así seguiría para siempre. Como esa llamita que había empezado a alumbrarme el corazón. Como una luz que nunca se apaga.
jueves, 2 de mayo de 2019
Vistazo al subconsciente
Quizá todo aquello no era más que un anticipo de todo lo que vendría, pero no nos quedaba otra que resignarnos y contemplar las tardes de verano alejarse veloces y desvanecerse, como dos gotitas de tinta precipitándose por el desagüe y dejando una estela de color pardo sobre la porcelana blanca.
De matar el tiempo botando piedras en jornadas eternas sobre la superficie del río, pasaríamos a morirnos de frío en habitaciones grises cuando llegase el invierno y ya no recordáramos ni nuestros nombres.
Tú, el silencio y yo.
A pesar de todo,yo seguiría escribiendo y tejiendo mantos de tinta a las cuatro de la madrugada, cuando ya no cantan ni los mirlos, cuando el mundo no está ni puesto, y en ese momento en el que floto en algún punto inconcreto de mi propia inmensidad, y estoy tan cansada que me apoyo en la almohada, porque no me apetece ir a la mesa para poder escribir.
Y al final me callaría como me callo siempre, y haría como que no pasa nada, porque pasarían muchas cosas, y ninguna sería conveniente.
(Qué maravilla el inspirarse otra vez. Qué magia, qué fantasía, qué dulce alegría el notarse a una viva, vivita y coleando, y capaz de trazar palabras donde alguna vez sólo hubo silencio y frío, desolación y páginas en blanco que aplastaban y asfixiaban, partiendo la espina dorsal.)
(Viva la vida, joder.)
De matar el tiempo botando piedras en jornadas eternas sobre la superficie del río, pasaríamos a morirnos de frío en habitaciones grises cuando llegase el invierno y ya no recordáramos ni nuestros nombres.
Tú, el silencio y yo.
A pesar de todo,yo seguiría escribiendo y tejiendo mantos de tinta a las cuatro de la madrugada, cuando ya no cantan ni los mirlos, cuando el mundo no está ni puesto, y en ese momento en el que floto en algún punto inconcreto de mi propia inmensidad, y estoy tan cansada que me apoyo en la almohada, porque no me apetece ir a la mesa para poder escribir.
Y al final me callaría como me callo siempre, y haría como que no pasa nada, porque pasarían muchas cosas, y ninguna sería conveniente.
(Qué maravilla el inspirarse otra vez. Qué magia, qué fantasía, qué dulce alegría el notarse a una viva, vivita y coleando, y capaz de trazar palabras donde alguna vez sólo hubo silencio y frío, desolación y páginas en blanco que aplastaban y asfixiaban, partiendo la espina dorsal.)
(Viva la vida, joder.)
lunes, 22 de abril de 2019
¿Y ahora qué?
Los cristales estaban arañados y yo ya no podría ver nada. Me perdería el amanecer con su lucero despuntando al alba. Me perdería las lluvias y los granizos, las noches sin luna y aquellas mágicas en las que las estrellas fugaces visten con su estela el ocaso oscuro.
Por no querer ver nada, me lo perdería todo. Y por perder, había perdido hasta las ganas de contemplar algo más que las paredes que me cobijaban y las musarañas negras que me observaban desde lo alto del cuarto donde me atrincheré la última vez que tuve tanto miedo de la vida que me renegué a seguir viviéndola.
Sola y exiliada, me construí en mitad de ninguna parte un castillo con todas las dudas y las preguntas que revoloteaban por mi cabeza como pajarracos molestos, y elevé tanto sus muros, que nadie sería capaz de flanquearlos.
Ese era el problema.
Pero, ¿qué otra opción me quedaba? ¿Cuál era la alternativa, si ya me había desangrado por contemplo y ya no era más que la carcasa de algo que una vez contuvo vida, y ya he sostenido en mis manos temblorosas un corazón que pendía de una cuerda floja entre los dos mundos?
Sólo quiero estar sola y pasearme por todas estas salas inmensamente vacías, y que ni mi propia sombra ni el eco de mi voz me hagan compañía.
Ese era el problema.
Otra de tantas fisuras en la madera de esta casa vieja.
En mis jardines ya no hay flores y las fuentes se han secado. En la mansión ya no quedan más que fantasmas. Bailan entre ellos a través de los corredores y algunas noches los oigo cantar. A veces me traen flores y me las dejan encima de la mesa, pero me agota su presencia aquí y lo único que pido es paz y un poco de silencio de vez en cuando.
Por no querer ver nada, me lo perdería todo. Y por perder, había perdido hasta las ganas de contemplar algo más que las paredes que me cobijaban y las musarañas negras que me observaban desde lo alto del cuarto donde me atrincheré la última vez que tuve tanto miedo de la vida que me renegué a seguir viviéndola.
Sola y exiliada, me construí en mitad de ninguna parte un castillo con todas las dudas y las preguntas que revoloteaban por mi cabeza como pajarracos molestos, y elevé tanto sus muros, que nadie sería capaz de flanquearlos.
Ese era el problema.
Pero, ¿qué otra opción me quedaba? ¿Cuál era la alternativa, si ya me había desangrado por contemplo y ya no era más que la carcasa de algo que una vez contuvo vida, y ya he sostenido en mis manos temblorosas un corazón que pendía de una cuerda floja entre los dos mundos?
Sólo quiero estar sola y pasearme por todas estas salas inmensamente vacías, y que ni mi propia sombra ni el eco de mi voz me hagan compañía.
Ese era el problema.
Otra de tantas fisuras en la madera de esta casa vieja.
En mis jardines ya no hay flores y las fuentes se han secado. En la mansión ya no quedan más que fantasmas. Bailan entre ellos a través de los corredores y algunas noches los oigo cantar. A veces me traen flores y me las dejan encima de la mesa, pero me agota su presencia aquí y lo único que pido es paz y un poco de silencio de vez en cuando.
domingo, 10 de marzo de 2019
hielo para dos
(había arañazos en las ventanas)
Estuvimos jugando aquella endemoniada partida de ajedrez durante horas. Y al final acabamos declarando el juego en tablas y dejando el tablero sobre la mesa, con las piezas congeladas y condenadas a acumular polvo y partículas por los siglos de los siglos.
Amén.
Amen.
Ámense.
Menuda tontería. Tú te reíste, y tu risa llegó a todos los rincones de esa habitación tan rara, cálida y hostil. Yo, tan única como siempre, ni siquiera me digné a darme la vuelta y mirarte. No me hacía gracia. Pocas cosas llegan a hacerme reír, ya lo sabes.
Seguí mirando por la gran ventana. Fuera continuaba nevando. Llevaba nevando toda la noche y todo el día. Las montañas, a lo lejos, lucían majestuosamente coronadas por un manto blanco. El lago estaba completamente congelado.
-Estoy aburrida.-te dije.-Creo que voy a salir a patinar.-¿Ahora? ¿Con la que está cayendo?-me preguntaste, atónito. -Sí, ahora.Ahora mismo.Prefiero morirme de frío que de aburrimiento.-te respondí, encaminándome hacia la puerta.No dijiste nada más, y al no sentir tus pasos tras los míos supuse que preferías seguir refugiado al calor de la chimenea.
Mis patines estaban en el vestíbulo. Los cogí y abrí la puerta. Una bocanada de aire gélido penetró en la estancia, arañándome la cara. Salí al exterior dejando la puerta abierta, y me encaminé hacia el lago con paso enérgico, sintiendo la nieve crujir bajo mis botas. Alcancé la linde del lago, justo el lugar en el que, cuando llega el verano, tanto me gusta quedarme parada durante horas, matando el tiempo botando piedras en la superficie y contemplando mi reflejo, como si fuera un moderno Narciso.
Me quité las botas y me anudé los patines, apretándolos hasta que no pude más. Con gracia, salté a la superficie congelada del lago. Durante una fracción de segundo, por mi mente cruzó la posibilidad de que el hielo no fuera lo suficientemente grueso como para soportar mi peso. Pero afortunadamente no fue así. Comencé a patinar, al principio con cierta torpeza, debido al entumecimiento de mis miembros por el frío. Pero no tardé en entrar en calor, y poco después ya me sentía volar sobre el hielo. El cielo estaba completamente blanco sobre mí, y el lago helado se extendía tan inmenso ante mis ojos, que parecía que el universo estaba tendiéndome la mano, esperándome para ser conquistado. Tras coger impulso, comencé a girar sobre mí misma, sintiendo cómo aumentaba la velocidad con cada giro. En mitad de la pirueta, alcé mi pierna izquierda, sujetándola con mis dos manos. Me sentía como una de esas muñequitas de las cajas de música, que empiezan a girar en cuanto la caja se abre.
Continué patinando con la elegancia propia de un cisne, vestida de blanco y con el cabello al viento, ondeando como una bandera. Involuntariamente, mi mirada se dirigió hacia la casa, que flanqueaba el lago como un incansable guardián, para descubrir una silueta recortada en la ventana. Era muy típico de ti observarme cuando pensabas que no me iba a dar cuenta. Pero yo me daba cuenta siempre.
Decidí olvidarme de todo lo que no fuera lo que estaba sintiendo en ese momento, del movimiento de mi cuerpo y las cuchillas de mis patines deslizándose sobre la superficie congelada del lago. Me alejé tanto, que la casa pasó a ser un puntito incierto en la distancia. Salté, giré, y patiné con tanta velocidad, que mis pulmones acabaron protestando por la falta de aire.
Y perdí la noción del tiempo. No supe con exactitud cuánto llevaba allí. Pero sí supe algo, casi instintivamente: cuando volviese a la casa, tú ya no ibas a estar allí. Ni lo estarías nunca más. Y, sinceramente, no fue algo que me entristeciera especialmente. Hay cosas que no pueden ser de otra manera. Igual que hay aves que emigran lejos cuando cambian las estaciones. Quizá nos volviéramos a encontrar en el lugar menos pensado. Dios quisiera que no. Ni tú ni yo queríamos tropezarnos con la misma piedra mil veces, ¿cierto?
(mentira)
Bosquejo a medianoche
Huí de ti en una noche oscura sin estrellas. El mismo juego, la misma historia, la misma pantomima representada cien mil veces. Me fui corriendo y me quedé enredada en el rocío del ocaso.
Se fue, y el bosque quedó vacío. No se oía ni el susurro de las ramas de los árboles cuando el viento las acaricia.
Se fue, y el bosque quedó vacío. No se oía ni el susurro de las ramas de los árboles cuando el viento las acaricia.
jueves, 21 de febrero de 2019
De corteses y valientes
Tú vuelves a los bosques
Yo, a mis mareas...
Esto es lo que nos pasa siempre. Tiramos de la cuerda hasta que cede y se rompe. Gritamos hasta que los cristales se quiebran para luego quejarnos de que las corrientes heladas nos congelan los huesos. Yo te mareo tanto que al final emprendes el vuelo. Tú me quemas a un nivel del que sólo soy consciente cuando todo está ya en llamas.
Quizá tu lugar sea cualquiera menos el que se encuentre en mi órbita. Quizá los búhos sepan comprenderte mejor que yo. Sólo sé que cuando vienes ardo y cuando te marchas me muero de frío.
No sé por qué me preguntaste aquel día si había escrito sobre ti alguna vez. Supongo que no te imaginas que eres tú quien me pone los tarros de tinta encima de la mesa.
O tal vez sean los cuervos.
Yo, a mis mareas...
Esto es lo que nos pasa siempre. Tiramos de la cuerda hasta que cede y se rompe. Gritamos hasta que los cristales se quiebran para luego quejarnos de que las corrientes heladas nos congelan los huesos. Yo te mareo tanto que al final emprendes el vuelo. Tú me quemas a un nivel del que sólo soy consciente cuando todo está ya en llamas.
Quizá tu lugar sea cualquiera menos el que se encuentre en mi órbita. Quizá los búhos sepan comprenderte mejor que yo. Sólo sé que cuando vienes ardo y cuando te marchas me muero de frío.
No sé por qué me preguntaste aquel día si había escrito sobre ti alguna vez. Supongo que no te imaginas que eres tú quien me pone los tarros de tinta encima de la mesa.
O tal vez sean los cuervos.
lunes, 18 de febrero de 2019
De lo que hablo cuando hablo de enfadarme
Me ahoga la rabia, me vence el cansancio.
Estoy harta.
Estoy harta de estar harta.
Si no te es suficiente, entonces vete.
Tras romper todos los cristales, ya sólo queda recomponerlos y edificar algo hermoso en medio de toda esta inmundicia. Que nazcan las flores en los campos de batalla. Que crezca la vida donde alguna vez se derramó la sangre.
Tengo la piel sucia, llena de veneno y sal, tras tirarme de barcos que zozobraban y amenazaban con naufragar. Llegué hasta las profundidades abisales, donde reina la oscuridad absoluta y moran criaturas extrañas con aspecto de pesadilla. Recorrí los esqueletos de barcos hundidos que tuvieron la desgracia de hallar su tumba en el fondo del mar. Me salieron ronchas, escamas, cicatrices que me recorrieron los muslos y me treparon por la garganta, como una planta enredadera repleta de espinas.
Y en el fondo, en ese mísero fondo, sólo estaba yo.
Tardé demasiado en darme cuenta de que no necesitaba más.
Corté todas las malas hierbas que infestaban mi jardín. Abrí las ventanas de mi casa para que pudiera entrar aire puro, y para que las corrientes del nuevo día pudieran llevarse todo lo viejo, todo lo muerto. Le di una capa de pintura a mi mirada desvencijada y cubrí de flores todas las trincheras donde tantas veces me vi morir.
Y aun así, todavía me enfado. Me enfado cuando, en la travesía, llegan hasta mis oídos los agudos cantos de sirena, presagio de horrores y maravillas. Y me enfado cuando me abrazan incendios que no sé apagar, y lentamente rodean mi cuello suaves lazos de seda y brasas.
Pero sigo nadando. Estoy demasiado ocupada para perder el tiempo contemplando horizontes que me ofrezcan oasis imposibles; tengo una guerra que librar, una revolución que llevar a cabo (y va a ser violenta, y va a dejar muchísimas cosas por el camino).
(No me crees, no me importa.)
Estoy harta.
Estoy harta de estar harta.
Si no te es suficiente, entonces vete.
Tras romper todos los cristales, ya sólo queda recomponerlos y edificar algo hermoso en medio de toda esta inmundicia. Que nazcan las flores en los campos de batalla. Que crezca la vida donde alguna vez se derramó la sangre.
Tengo la piel sucia, llena de veneno y sal, tras tirarme de barcos que zozobraban y amenazaban con naufragar. Llegué hasta las profundidades abisales, donde reina la oscuridad absoluta y moran criaturas extrañas con aspecto de pesadilla. Recorrí los esqueletos de barcos hundidos que tuvieron la desgracia de hallar su tumba en el fondo del mar. Me salieron ronchas, escamas, cicatrices que me recorrieron los muslos y me treparon por la garganta, como una planta enredadera repleta de espinas.
Y en el fondo, en ese mísero fondo, sólo estaba yo.
Tardé demasiado en darme cuenta de que no necesitaba más.
Corté todas las malas hierbas que infestaban mi jardín. Abrí las ventanas de mi casa para que pudiera entrar aire puro, y para que las corrientes del nuevo día pudieran llevarse todo lo viejo, todo lo muerto. Le di una capa de pintura a mi mirada desvencijada y cubrí de flores todas las trincheras donde tantas veces me vi morir.
Y aun así, todavía me enfado. Me enfado cuando, en la travesía, llegan hasta mis oídos los agudos cantos de sirena, presagio de horrores y maravillas. Y me enfado cuando me abrazan incendios que no sé apagar, y lentamente rodean mi cuello suaves lazos de seda y brasas.
Pero sigo nadando. Estoy demasiado ocupada para perder el tiempo contemplando horizontes que me ofrezcan oasis imposibles; tengo una guerra que librar, una revolución que llevar a cabo (y va a ser violenta, y va a dejar muchísimas cosas por el camino).
(No me crees, no me importa.)
A mi vera
En las horas negras,
estuvo.
En el llanto y en la herida,
estuvo.
En el horror del callejón sin salida,
de mirada vacía y esperanza perdida,
estuvo.
A mi lado en la rabia helada y en la noche fría,
cogiéndome fuerte la mano,
sosteniéndome cuando ya no podía
(cuando ya ni quería)
Recogiendo las estrellas que se caían de la mirada,
abriendo todas las ventanas,
ayudándome a batir de nuevo las alas,
sabiendo ver siempre mi gracia
queriendo hasta lo más negro de mi alma.
Y ya sólo me queda dar las gracias:
porque estabas, porque estás,
junto a mí:
ayer, hoy y mañana.
(Te quiero, Vicen)
estuvo.
En el llanto y en la herida,
estuvo.
En el horror del callejón sin salida,
de mirada vacía y esperanza perdida,
estuvo.
A mi lado en la rabia helada y en la noche fría,
cogiéndome fuerte la mano,
sosteniéndome cuando ya no podía
(cuando ya ni quería)
Recogiendo las estrellas que se caían de la mirada,
abriendo todas las ventanas,
ayudándome a batir de nuevo las alas,
sabiendo ver siempre mi gracia
queriendo hasta lo más negro de mi alma.
Y ya sólo me queda dar las gracias:
porque estabas, porque estás,
junto a mí:
ayer, hoy y mañana.
(Te quiero, Vicen)
jueves, 24 de enero de 2019
El cuervo de la reina
En el
aviario de la reina sólo había palomas blancas Las aves de caza sólo se les
permitía a los hombres tenerlas, pero, igualmente, la reina Deidre sólo elegía
este tipo concreto de pájaro, y únicamente en este color. Solía decir que le
transmitían paz, pureza y belleza; tres valores que de alguna manera, podían
verse reflejados en su persona.
La reina
pasaba gran parte del tiempo allí, en lo alto de una de las torres del
castillo, cuidando de sus palomas y contemplando la verde campiña que se
extendía por todo el reino. La vida en palacio no estaba hecha para ella. Fue
algo que supo desde la primera vez que puso un pie allí. Los bailes, la
etiqueta, las convenciones sociales y los formalismos tan exacerbados
comprimían a Deidre casi tanto como los rígidos corsés que tenía que llevar a
diario. Odiaba todo lo que tuviera que ver con palacio. Detestaba estar con sus
damas de compañía (era consciente que opinaban de ella que era una excéntrica y
una mala reina). Tampoco soportaba contar con el servicio de tantos lacayos, ni
criadas que la ayudaran a vestirse ni le preparasen el barreño de agua caliente
por la mañana. Eran tareas que podía hacer perfectamente sola.
En el fondo,
Deidre pensaba que no pintaba nada allí. Que muchas otras candidatas hubieran
desempeñado un mejor papel que ella a la hora de reinar. Pero el rey la había
elegido a ella. Aquello fue al mismo tiempo una bendición y una maldición
Deidre no quería ser reina. No quería ser la soberana de nadie. Ella sólo
ansiaba ser anónima, libre, cabalgar por los verdes prados y fundirse con el
viento. Pero, en lugar de eso, estaba condenada a convertirse en la figura
impoluta, magnánima y deslumbrante que se supone que una reina representa, y
ella sabía que nunca llegaría a ser.
No pasaba
mucho tiempo con el rey. No porque no lo amase. El rey Arneot era un hombre
ilustre, bueno y honorable, que nunca la juzgaba y era permisivo con sus
modales poco comunes y sus rarezas. Pero era un rey completamente volcado con
sus súbditos. Se debía a su pueblo. Deidre no. Y cuando Arneot no estaba de
andanzas por sus dominios, se lanzaba a cruentas campañas contra otros reinos,
de las que casi siempre salía victorioso. Pero cuando volvía de la batalla
herido, Deidre se encargaba personalmente de curarle utilizando los remedios y
los ectoplasmas que le enseñaban a preparar las curanderas que habitaban en los
bosques del reino. Ese era otro motivo por el que Deidre era duramente
criticada: sus compañías. Prefería irse con las mujeres de los bosques,
popularmente conocidas por sus prácticas poco ortodoxas y los rumores que las
acusaban de brujería, antes que con las damas de alta alcurnia de palacio. Y
cuando volvía de esos encuentros, montada en su yegua Tara, con la larga melena
escarlata suelta y el rostro decorado con unas extrañas runas, era mirada con muy
malos ojos. Era el único momento en el que dejaba de ser Deidre La Reina y era
Deidre A Secas. Cuando se quitaba la máscara y todo el peso de la corona, que
continuamente llevaba sobre sus hombros. Escapaba de todo aquello para
descansar y reunir fuerzas para seguir representando la pantomima a su vuelta.
En cuanto regresaba, era interceptada por sus sirvientas, que la bañaban y
adecentaban para que nadie la viera de esa forma y volviese a ser una soberana
en condiciones.
Un día,
Deidre decidió acompañar al rey en un peregrinaje a una de las aldeas más
remotas del reino, lugar natal de Arneot, Brenna. Brenna se encontraba entre
dos montañas coronadas perpetuamente de nieve. El clima era extremo, pero la
reina quería conocer la aldea de su esposo; además, el tedio y la monotonía de
la vida en el castillo la aburrían soberanamente. Durante todo el camino,
Deidre cabalgó al lado de Arneot, montada en su yegua a la manera masculina, y
no como una dama debía hacerlo. Tras la pareja iba toda la corte real, todos
los nombres que acompañaban siempre al rey como si fueran su sombra. Tardaron
demasiado en llegar, mucho más de lo calculado inicialmente, debido a que una
ventisca les sorprendió en mitad del trayecto y tuvieron que refugiarse donde
buenamente pudieron. Finalmente, tras varias semanas de travesía, comenzaron a
divisar a lo lejos un cúmulo de casitas de piedra en la lejanía. Cuando iban a
penetrar en la aldea, Arneot desmontó de su caballo, en señal de humildad. No
quería entrar en su pueblo siendo un monarca, sino un aldeano más. Deidre hizo
lo propio, y el resto de la comitiva se unió al gesto Caminaron entre senderos
de tierra, observando cómo los vecinos se iban asomando a las ventanas y
saliendo a la puerta de sus hogares para contemplarlos al pasar. Recorrieron la
aldea hasta llegar a una cabaña modesta situada en el corazón de Brenna, donde
residían los padres del rey, Brigitta y Kelleher. En efecto, Arneot no era hijo
de reyes. Cuando sólo era un muchacho, fue elegido para trabajar como mozo de
cuadra por el propio rey predecesor, Aodhaigh. Prácticamente se crió en el
castillo, y poco a poco se acabó convirtiendo en un hijo para el rey, viudo
tras perder a su esposa y a su hija debido a una grave enfermedad. Arneot le
demostró a Aodhaigh todas las cualidades que le convirtieron, a la temprana
edad de 16 años, en su mano derecha, y así fue cómo el rey, en su lecho de
muerte, le nombró su sucesor.
Por el
contrario, Deidre era originaria de un pueblo de costa en el extremo norte del
país. Su infancia transcurrió entre mareas y el olor a sal en la piel. Ella también
adoraba su pueblo. Sagara era el paraíso en la tierra para ella. Pero el abuelo
de Deidre, Niord, formaba parte de la corte de Aodhaigh, por lo que,
periódicamente, Deidre y sus padres hacían una larga peregrinación hacia la
capital para visitar a Niord. Un día, cuando Deidre contaba sólo con quince
primaveras, visitó, como era habitual, el castillo. Su abuelo se encontraba en
un consejo junto al rey y su corte, por lo que les hicieron esperar a ella y a
su familia en una sala aledaña. Tras una espera que les supo interminable, la
puerta se abrió y se introdujo en la estancia la comitiva real, encabezada por
el rey. Detrás de él, cual sombra se tratase, caminaba suavemente como si
flotara, un joven mancebo, de ojos azules y cabellos dorados como el altar de
una iglesia. Tras un solemne saludo y
una reverencia a su majestad, Deidre se acercó a su abuelo para conversar con
él. No tardó en percatarse de la mirada disimulada que de vez en cuando le
dirigía el muchacho de ojos azules. Sin embargo, ella no quiso corresponder sus
simpatías.
Esa misma
noche el rey celebró un gran banquete. En un momento determinado de la cena,
entre plato y plato de maravillosas delicias, el rey hizo sonar su copa para
pronunciar unas palabras. Cuando el silencio reinó en el amplio salón, Aodhaigh
presentó ante todos los asistentes a su joven consejero, el chico de los ojos
azules, Arneot. El aludido se levantó de su asiento e hizo una reverencia ante
una sala que se deshacía en aplausos hacia él. Al contrario de levantar
envidias en la corte, Arneot supo ganarse el respeto y la admiración desde el
principio.
Finalizado
el banquete, Deidre se encontraba aguardando a sus padres para retirarse a sus
aposentos, cuando se le acercó Niord seguido por el joven Arneot. Su abuelo
realizó las presentaciones, y muy a su pesar, Deidre sintió un cosquilleo en
las entrañas cuando la mirada limpia de él se clavó en la suya. Durante los días
que ella se hospedó en palacio el chico se dedicó a cortejarla de forma sutil y
sosegada. Ella trató de mantenerse fría y distante. No quería encapricharse de
un galán de la corte. Finalizada la visita, Deidre y su familia retornaron a su
aldea. Sin embargo el muchacho de alguna manera se instaló en un rincón del
pétreo corazón de la joven, y nunca más salió de él. Cada año, cuando ella
volvía al castillo para visitar a su abuelo, él seguía con sus cortejos, y en
el momento en que ella cumplió 18 años, Arneot le pidió la mano a su padre. La
boda se celebró un par de meses más tarde. Ofició la ceremonia el propio rey
Aodhaigh, como figura suprema de la iglesia y el reino. Desde entonces Deidre
pasó a vivir en palacio permanentemente, y se dedicó a ser una dama más de la
corte hasta que el rey falleció unos años después, momento en que Arneot
ascendió al trono y ella, por tanto, se convirtió en la reina.
Y al igual
que cuando era niña hacía periódicas visitas a su abuelo, el rey visitaba cada
año su aldea. Deidre nunca había ido con él, pero esa vez decidió acompañarle.
Él le había hablado innumerables veces de Brenna. Pero cuando ella estuvo allí,
la aldea le pareció mil veces más bella de lo que había imaginado. Arneot decía
que lo que más abundaba allí eran los pájaros, y no exageraba. Tanto en los
prados, como en los tejados de las casas y en el de la iglesia se agolpaban
bandadas de aves de todas las clases, aunque la especie preponderante era el
cuervo. Arneot y Deidre pasaron una semana en la cabaña de Kelleher y Brigitta.
Cada mañana se despertaban al alba y salían a cabalgar por el bosque. Ella tuvo
la impresión de que cada vez que salían, un cuervo sobrevolaba en círculos poco
naturales la zona en la que se encontraban. Dicho pájaro parecía mirarla
directamente con sus ojos negros sin fondo cuando descendía y se posaba en
alguna rama cercana. Y pese a que el pueblo entero estaba a rebosar de cuervos,
siempre había uno que parecía observarla.
Tras unos
días maravillosos descansando de las obligaciones reales, llegó el momento de
regresar a palacio. El camino de vuelta resultó más liviano y corto, debido en
gran parte a la ausencia del mal tiempo que le acompañó en el viaje de ida.
Durante todo el trayecto, la reina no pudo evitar sentirse perseguida. Una
presencia seguía sus pasos y ella comenzó a sentir una angustia que le oprimía
el corazón. No era por la comitiva real que cabalgaba a sus espaldas. No sabía
exactamente qué era, y esto no hacía sino agobiarla más.
Días más
tarde flanquearon los muros del castillo. Y Deidre sentía que algo había cambiado El
palacio seguía siendo el mismo, pero todo era diferente. Era como si un aura
oscura se hubiera colado en el castillo y se cerniera, amenazadora, sobre todos
los presentes. Sin embargo, el rey no pareció notar nada, ni ninguno de los
nobles que lo acompañaban. Sólo la reina pareció darse cuenta. Llegó a
plantearse si realmente estaba loca, como decían los rumores que rulaban por
las tabernas; si tanto encuentro con las chamanas había aflojado los tornillos
de su cabeza. Al final, aunque sin mucho convencimiento, llegó a la conclusión
de que todo eran imaginaciones suyas, de que quizá demasiado aire de montaña le
había sentado mal.
Los días
siguientes fueron transcurriendo con ese ritmo lento y al mismo tiempo
frenético de la rutina palaciega. Deidre regresó a los confines de las salas de
costura y a los pasillos sombríos, a los rezos en la capilla tenebrosa y a su
palomar. Pero por mucho que intentara distraerse, no podía dejar de sentirse
una intrusa en su propio cuento. Algo había cambiado. Algo no estaba bien. Y
era incapaz de identificar exactamente el qué.
Una noche
despertó con el corazón desbocado en mitad de una pesadilla. Soñó que una
bestia le arrancaba precisamente el corazón, y respiró aliviada al palparse el
pecho y notar la piel suave y fría. Arneot dormía plácidamente a su vera, con
un gesto pacífico en el rostro que denotaba que no había nada que enturbiase su
descanso. La reina decidió, pese a que podía parecer una empresa disparatada,
ir a tomar el fresco. Quizá respirar aire puro despejaba sus sentidos y
limpiaba su alma de todo aquello que la venía ensuciando. Posó sus pies sobre
el suelo frío, y salió de la cama lentamente. Únicamente vestía el camisón
blanco con el que dormía, pero no quería tomarse la molestia de acudir a su
vestidor a por alguna prenda de abrigo, así que salió así. De todas formas,
sólo sería un momento. Caminó de puntillas por los alargados pasillos, de cuyas
paredes pendían retratos de reyes y antorchas que otorgaban lúgubres juegos de
luz y sombras. Subió prácticamente a la carrera la escalera de caracol que
conducía a la torre, y abrió la portezuela con la llave que únicamente tenía
ella y llevaba siempre encima, colgada de una cadena de plata. Entre las
distintas jaulas de aves reinaba el silencio. Deidre se encaminó hacia el otro
extremo de la torre, a la parte que le servía de mirador. La noche la envolvía
con su manto de estrellas, y la luna llena contemplaba a la reina suspirar,
perdida en el horizonte. El viento agitaba las ramas de los árboles, y en la
lejanía, en algún rincón del bosque, aulló un lobo. Las bajas temperaturas de
la madrugada despejaron la niebla que embotaba los sentidos de la reina, y la
invitaron a navegar por fantasías y ensoñaciones. Soñando despierta se
encontraba, cuando un graznido la hizo volver instantáneamente a la realidad.
No era el sonido de ningún ave que le resultara familiar, así que se dio la
vuelta sorprendida, y cuál fue su asombro al descubrir, posado en un poste de
piedra y con la mirada clavada en ella, un cuervo de profundos ojillos negros y
reluciente plumaje azabache. Deidre pensó automáticamente en el cuervo de
Brenna. Los cuervos no eran una especie común en la zona. Y mucho menos podía
un pájaro haber volado hasta allí a aquella hora de la noche. Algunas personas
de la corte hubieran achacado ese comportamiento errático a la brujería, o se
hubieran santiguado e inmediatamente hubieran culpado al mismísimo Satanás de
haberse introducido en el cuerpo de un ave. Pero ella había visto ya demasiados
fenómenos extraordinarios, y sabía que existen hechos que simplemente no tienen
explicación. No era alguien que se asustara con facilidad. Dio un par de pasos
en dirección al cuervo, que no hizo ademán de atacarla o emprender el vuelo, y
se acercó hasta situarse a centímetros de él. No parecía un animal vivo, sino
una figura de barro pintado. Deidre alzó una de sus pequeñas manos, no
demasiado segura de lo que se disponía a hacer, y la posó sobre las plumas del
animal. El cuervo siguió mirándola impasible, lo que la animó a acariciarlo.
Sus plumas eran suaves como la seda. Conforme pasaban los minutos, Deidre
comenzó a sentirse cada vez más cómoda en compañía del ave. Si hubiera sido por
ella, se hubiese pasado la noche así. Pero un escalofrío la hizo estremecerse y
denotar, mirando al cielo, que este comenzaba a aclararse. Pronto amanecería, y
lo último que deseaba era montar un escándalo, así que se despidió del cuervo y
se encaminó hacia la escalera. Un nuevo graznido la hizo volver a girarse para
descubrir que el cuervo ya no estaba. Era como si se hubiera desvanecido
súbitamente. Bajó corriendo y atravesó de puntillas los corredores hasta llegar
a la cámara que compartían los reyes. Él seguía durmiendo en la misma posición
en la que le dejó cuando salió, como si no se hubiera movido ni un ápice.
Deidre se metió en el lecho muerta de frío, y sintió la benigna presencia
cálida de Arneot, que en cuanto la notó junto a él la estrechó contra su
cuerpo. Todavía quedaba un buen rato antes de que irrumpiese en el dormitorio
real su dama de compañía, pero Deidre no pudo volver a quedarse dormida. No
dejaba de pensar en lo que acababa de suceder en el aviario de la torre. Sin embargo,
decidió no contarle al rey lo sucedido esa noche. Temía que no la creyese, que
dijera que no fue real, sino un sueño fantástico. No quería que pensara que ese
cuervo era un pájaro más de esos muchos que anidaban en su cabeza.
No volvió a
ver al cuervo en las semanas siguientes que sucedieron a aquel episodio. Deidre
llegó a pensar que realmente había sido un sueño, o quizá producto de su
desbocada imaginación. Hasta que un día volvió a encontrarlo en el bosque. La
reina acababa de salir de la cabaña donde vivían sus amigas las curanderas. En
esa reunión, Deidre les había contado a Neala y a las demás, su preocupación por ese
elemento oscuro que ella sentía dentro del castillo. Ellas, tras haber
consultado a los astros, le vaticinaron un futuro negro y plagado de peligros.
Con el corazón nuevamente nublado por el miedo salió de allí. No hubo pisado
tierra cuando se topó, posado en la rama de un árbol cercano, con un cuervo que
la miraba fijamente. Parecía estar esperándola. Ella se acercó, y el ave voló
hasta su hombro. Instantáneamente se sintió mejor. Sintió una especie de
envidia infantil hacia el pájaro. Ojalá ella también fuese un cuervo y pudiera
batir las alas, para alejarse de allí todo lo posible.
Desde
entonces, el cuervo (que no tenía nombre) comenzó a ser una presencia irregular
en su vida. No la visitaba en días
concretos, sino que aparecía en el momento y lugar menos pensado. Deidre se
acostumbró al factor sorpresa de sus visitas, y las aceptaba con agrado e
ilusión. Al final, incluso el rey se dio cuenta de la existencia del ave. Al
verlo como un animal pacífico, todo el mundo trataba de alimentarlo y darle
chucherías, pero éste se limitaba a graznar y a volar junto a la reina. A veces
la acompañaba cuando montaba a caballo por el bosque. Otras veces aparecía al
otro lado de las rejas de las ventanas, y Deidre hablaba y hablaba,
confesándose de todos sus pecados. Y en otras ocasiones la esperaba en lo alto
de la torre, en el mismo lugar donde la esperó la primera noche. Cuando estaba
con él, todo mejoraba. El aire se teñía de un perfume dulce y agradable que la
hacía soñar con lugares fantásticos. De repente, todo dejaba de doler. Y era
como si el miedo nunca hubiera existido.
Muchas
noches Deidre se acostaba, pero era incapaz de dormir. Arneot se despertaba en
mitad de la noche para encontrarla con la mirada fija en el techo y los ojos
inyectados en sangre. Al principio le prestaba atención a los temores que ella
le relataba. Pero él no creía que hubiese nada malo en palacio. Al contrario:
el reino estaba atravesando una etapa de bonanza económica, él gozaba de gran
popularidad entre sus súbditos, y las campañas militares en las que se
embarcaba le acababan favoreciendo. Así que terminó por no hacerle caso a
Deidre. Sabía que ella nunca se había terminado de sentir cómoda en la vida de
etiqueta y corona, y achacó sus miedos a malas pasadas que le jugaba la
imaginación mezclada con el malestar interno. Y debido a esto, la reina dejó de
confiarle sus inquietudes. Algo crecía en su interior, una criatura horrible y
oscura que se alimentaba de sus peores pesadillas. Y cada noche Deidre se encontraba
sola frente a ella; era como si se quedase atrapada una y otra vez en un
laberinto con un monstruo que siempre la acababa encontrando.
La primavera
llegó, y con ella, una especie de festividad que las chamanas celebraban para
festejar su llegada. Arneot había partido al monte con sus hombres para cazar
jabalíes, y estaría fuera todo el día. La reina no le contó a nadie el plan que
tenía para aquella jornada. Se dejó vestir con su habitual ropaje, y contempló
su rostro sereno en el espejo cuando su Doreen, su dama de compañía, cepilló su
frondosa melena y se la recogió en una trenza. Dedicó parte del día a los
asuntos cotidianos palaciegos. Después acudió a la sala de costura, a bordar
con el resto de damas de la corte mientras comentaban la crónica del día. En un
momento determinado, se excusó para salir de la estancia e ir a por un dedal de
oro a su cámara. Pero en vez de dirigirse al dormitorio, tomó en camino
contrario, y corrió escaleras abajo hasta llegar al sótano del castillo. Allí
se encontraban oscuros pasadizos que se enredaban entre sí. Algunos daban a las
mazmorras (en un par de ellas aún había huesos amarillentos, carcomidos por la
humedad y el tiempo, y algún que otro cráneo humano de algún infeliz que
encontró el final de sus días en aquellas cuatro paredes mohosas), y otros, a
catacumbas aún más profundas que Deidre no se había atrevido a explorar. Pero
uno de esos pasillos conducía a una escalerilla de piedra, que se estrechaba y
ascendía de forma abrupta hacia una falsa pared. Si se retiraba una roca suelta
de esta pared, se podía ver un cerrojo oxidado. Deidre tenía la única llave que
abría esta cerradura. Curiosamente, era la misma llave que utilizaba para
llegar hasta su aviario. Esta no era ni más ni menos que una salida secreta de
un ala sombría y poco concurrida de palacio. La reina la utilizaba a menudo
cuando quería escapar sin ser vista, como se apresuraba a hacer en ese mismo
instante. Caminó cautelosamente por los corredores, alumbrando su paso con una
antorcha, y sin más sonido que el de la gruesa tela de su vestido arrastrándose
por el pavimento. Subió la escalera, descubrió la cerradura e introdujo la
llave. Cuando se hubo abierto, empujó la pesada pared de piedra y salió al
exterior. La pureza del aire fresco, en contraste con el aire viciado del sótano,
le revitalizó el ánimo. Cerró la puerta y emprendió, con paso ligero, el camino
hacia el poblado de las mujeres del bosque. Conforme se iba aproximando, podía
escuchar con más nitidez una música alegre que provenía de allí. Y cuando
llegó, no pudo sino maravillarse con lo que vio. En el centro del asentamiento
había una gran hoguera, y a su alrededor danzaban algunas mujeres. Cadenas de
flores pendían de los árboles, junto con velas y amuletos extraños. En cuanto
la vio Neala, la líder de las mujeres y considerada la más sabia de todas, dejó
de bailar y fue hacia ella. En seguida Deidre fue conducida a una cabaña, donde
entre varias de ellas se encargaron de deshacer su trenza, pintar símbolos
sobre su tez y despojarla de su traje regio para enfundarla en un vestido de
tela más ligera, que dejaba sus hombros al descubierto. Cuando salió, la fiesta
parecía haber alcanzado su punto más alto. Decenas de mujeres danzaban en medio
del frenesí más absoluto. Una energía electrificante flotaba en el aire, e
invitaba a cualquiera a unirse a aquel guirigay desquiciado y maravilloso.
Había chicas jóvenes, ataviadas con unos vestidos de colores que Deidre no
había visto nunca, tañendo instrumentos raros y entonando cánticos en un idioma
desconocido. La reina comenzó a danzar al son de esta música, que tenía el
efecto de un canto de sirena, y envolvía a quien la escuchase, haciendo que se
abandonase por completo. En medio del baile vio a Neala, que le estaba haciendo
señas. Deidre salió de la nube de cuerpos en movimiento y se acercó adonde
estaban ella y otras mujeres. Todas tenían jarras en la mano, y la misma Neala
le tendió una a ella. El recipiente contenía un líquido de un fuerte color
violeta. Era una pócima para asegurar el buen augurio, explicó Neala. Hicieron
un brindis, y Deidre tomó un largo sorbo del brebaje, que tenía un sabor muy
intenso: a frutos del bosque y a algo más que no supo identificar.
Inmediatamente sintió como un calor muy intenso ascendía por todo su cuerpo. Su
corazón comenzó a latir muy deprisa. Empezó a imaginar que ella misma se disolvía
en una lluvia de chispas; que era una supernova y que pronto explotaría en un
millón de colores. Quiso bailar, gritar hasta dejarse la voz, trepar a los
árboles cual ardilla y batir sus alas en la negrura de la noche como si fuera
un pájaro. La cabeza le daba vueltas, pero volvió a introducirse entre la
multitud y comenzó a bailar de nuevo. La música parecía sonar cada vez más
fuerte, y la reina sintió cómo le martilleaba el cerebro. Su vista comenzó a
nublarse, dejó de sentirse en pleno control sobre su cuerpo, y la sonrisa
almidonada de Neala fue lo último que vio antes de cerrar los ojos y perder el
conocimiento.
Despertó
pasada una eternidad, o eso le pareció. Aun sabiéndose despierta, no percibía
más que oscuridad absoluta. ¿Acaso había muerto? Se palpó los ojos y reparó en
la gruesa venda que se los cubría. Alguien se los había vendado con tal fuerza,
que era incapaz de quitársela. Intentó percibir con el resto de sentidos dónde
se encontraba. Podía oír unas voces apagadas en la lejanía. También podía notar
un traqueteo que la mecía y le indicaba que se hallaba en alguna carreta tirada
por una bestia. No tenía las manos o los pies atados, hecho que la sorprendió
de sobremanera. ¿Qué sentido tenía que le hubiesen vendado los ojos, y no le
hubieran atado el resto de los miembros? Supuso que no tenían pensado que
pudiera despertar. Se sentía aturdida, la cabeza le daba vueltas. Pero el
instinto de supervivencia prevaleció sobre su estado de atolondramiento, por lo
que se incoporó, palpó a su alrededor hasta encontrar lo que parecía ser una
cortina, la abrió y a las de tres saltó y cayó al suelo, dando un fuerte tirón
al vendaje de los ojos. Mirándola con incredulidad se encontraban las mujeres
de los bosques. Deidre se encaró furiosa con ellas. -¿Qué se supone que ha
pasado? ¿Qué habéis hecho conmigo?.- les preguntó, prácticamente abalanzándose
sobre ellas. –Sólo intentábamos protegerte, bonita.-respondió Neala,
esquivándola. –Allí estás en peligro. Con nosotras no te ocurrirá nada.-señaló,
en tono apaciguador. –No sé cómo habéis
podido envenenarme así. Os tenía por mis compañeras.-les reprochó la reina,
sintiendo cómo los ojos se le anegaban de lágrimas. –Y lo somos-respondió
Neala, poniéndole las manos sobre los hombros.-Sólo queremos lo mejor para ti.
Por eso vamos a llevarte a un lugar seguro.
Conforme hablaba,
el resto de las integrantes de la comitiva se fueron acercando lentamente hasta
formar un cerco alrededor de Deidre. Varias de ellas posaron sus manos sobre
distintas partes de su cuerpo. Instantáneamente comenzó a sentirse débil y
dócil, como una marioneta con las cuerdas cortadas. –Venga-le indicó
Neala.-vuelve a la carreta, necesitas descansar.- Estaba siendo conducida hacia
allí, cuando un ruido ensordecedor inundó el aire. Ninguna de ellas sabía lo
que estaba ocurriendo, y la incertidumbre y el caos se apoderaron del grupo.
Muecas de alerta en los rostros, miembros tensos y posturas incómodas. Pero de
alguna manera u otra, eran hechiceras, y eran capaces de domar a la madre Gaia
y enfrentarse a fuerzas sobrenaturales, por lo que no huyeron. Parecía que
había llegado el día del juicio final. Una inmensa nube negra se elevó de entre
los árboles y se acercó rápidamente hacia donde se encontraba el grupo de
mujeres obnubiladas. Inmediatamente Deidre identificó el sonido que emitía esa
cosa. Era el cúmulo de graznidos de ave, como si mil pájaros chillasen al mismo
tiempo. Pero no cualquier ave. Sino de cuervo, para ser más exactos.
Las mujeres
empezaron a huir despavoridas, al mismo tiempo que la multitud de pájaros
negros se abalanzaban sobre ellas. Los gritos humanos se mezclaban con los
chillidos de las aves conformando una sinfonía infernal. Los cuervos clavaban
sus garras, se enredaban en el pelo, tiraban de la ropa y asestaban picotazos
que parecían más bien puñaladas. En cuanto las mujeres se alejaron de la reina,
ella pudo notar cómo recuperaba la consciencia y el poder sobre sus cinco
sentidos. Uno de los cuervos voló hacia ella y se posó en su hombro. Ese era su
cuervo. Y sabía que había acudido en su ayuda.
El instinto
le dijo a Deidre que ese era su momento para escapar, y aprovechando que el
resto de mujeres estaban demasiado ocupadas luchando por salvar sus vidas,
comenzó a correr entre los árboles. El cuervo la acompañaba, volando sobre su
cabeza. Deidre no tenía ni idea de adónde se dirigía; ella solamente se estaba
dejando guiar por el pájaro, como si fuera una brújula. Corrió cuando se sintió
con fuerza suficiente y anduvo cuando notó que le empezaban a faltar. Si se
paraba, queriendo tirar la toalla, el ave comenzaba a graznar, por lo que ella
debía retomar el paso. Siguieron así hasta que finalmente empezó a haber más
claros entre los árboles, y comenzó a divisar el castillo a lo lejos. Con el
último aliento que le quedaba consiguió arrastrase hasta el portón principal,
donde se apoltronaban dos guardias. En cuanto la vieron aparecer acudieron a la
carrera hacia ella. El cuervo, cuando ella ya estuvo a salvo, se marchó
volando. Deidre se desplomó, completamente agotada, y uno de ellos la tomó en
brazos, mientras el otro fue corriendo a avisar al rey. Arneot estaba al borde
del ataque de histeria. Desde que volvió de la cacería había buscado a la reina
por todas partes, y nadie había sabido decirle dónde estaba. Cuando vio
aparecer al guardia Myles cargando a Deidre, sintió cómo un torrente de
lágrimas empapaba sus mejillas y se deshacía el nudo que le oprimía el corazón.
Fue corriendo hacia él, y con cuidado, cargó a su esposa en brazos. Toda la
corte de damas de la reina y los caballeros del rey festejaron el hecho de que
la reina estuviera relativamente sana y salva. Pero lo que Deidre necesitaba
era descansar, así que el rey la llevó en volandas hasta el dormitorio. Entre
Doreen, su dama de confianza, y él, desvistieron a la reina y la vistieron con
enaguas de algodón y su túnica de dormir. Doreen cepilló su cabello mientras
Arneot limpiaba su rostro con un paño y agua caliente. También aplicó ungüento
curativo sobre los rasguños y magulladuras que se había hecho durante la huida,
precisamente el mismo que tantas veces ella había usado para sanar las heridas
de él. Finalmente, Doreen se retiró. Arneot mismo se cambió y preparó para
dormir. Estaba agotado, había sido un día extremadamente largo y se encontraba
tanto física como emocionalmente exhausto. Observó a su esposa, que se hallaba
ya profundamente dormida. Mañana, cuando ambos hubieran descansado, le
preguntaría qué fue lo que ocurrió. Pero estaba seguro de que habían sido esas
endemoniadas brujas. Sus hombres de confianza se lo decían. Las damas de la
reina también le advertían. Esas mujeres eran demonios en la Tierra. Si de
verdad ellas habían sido las culpables de su desaparición, mandaría a sus
soldados en su busca y captura, y no descansaría hasta que las cabezas de todas
esas malnacidas colgaran de los muros del castillo.
Apagó la
vela que alumbraba la estancia y se metió en la cama junto a su mujer. No tardó
mucho en vencerle un sueño abrumador, que lo transportó a un mundo maravilloso,
lleno de luz y seres fantásticos.
Despertó de
madrugada al sentir a Deidre sacudiéndose en la cama. Parecía sumida en una
terrible pesadilla, pues no dejaba de temblar y balbucear palabras
inteligibles. El rey la despertó con dulzura, y ella nada más abrir los ojos
rompió a llorar desconsoladamente en los brazos de él. Cuando de niño (cuando
todavía vivía en Brenna) Arneot tenía pesadillas, su madre siempre le llevaba a
la cama un vaso de leche humeante. Era muy tarde y no quería que ninguno de los
sirvientes se tomase la molestia de tener que ir a las cocinas a preparar la
leche, así que decidió ir él mismo; tras dar un beso en la frente a Deidre, se
apresuró a ir hacia allí.
Deidre se
quedó esperándole, tiritando de frío y con la mirada perdida. Ella le había
dicho que no hacía falta que fuera, pero él insistió. Los minutos fueron
pasando, uno detrás de otro, y Arneot no aparecía. Definitivamente su marido
estaba tardando más de lo normal. Quizá había tenido algún problema en la
cocina, o se había encontrado a alguien. Presa de la inquietud, decidió ir en
su búsqueda. Nada más abrir la puerta, una bocanada de humo le abrasó los
pulmones, y comenzó a toser. Olía muchísimo a quemado. Bajó corriendo, presa de
la ansiedad, para contemplar desde la escalera, una escena dantesca de horror
que nunca hubiera podido imaginar. En el vestíbulo mayor, Arneot trataba de
defenderse como podía de 4 sujetos que lo había arrinconado contra una pared.
La estancia estaba a rebosar de personas, era como si el castillo en su
totalidad se hubiera concentrado allí. Todo el mundo menos Doreen, el mozo de
cuadra, la cocinera y Arneot llevaban máscaras que le cubrían el rostro, pero
Deidre supo al instante que todos ellos eran los hombres de supuesta confianza
del rey, y también sus propias damas de confianza.
Siempre lo había
sabido. Llevaba tiempo sintiéndolo. ¿Cómo había sido tan tonta?
Para más
espanto, el fuego estaba empezando a extenderse y a lamer todo a su paso. Casi
instantáneamente, las figuras enmascaradas repararon en la presencia de la
reina, y varias de ellas fueron a apresarla tan deprisa que a ella apenas le
dio tiempo a darse la vuelta y empezar a correr antes de que un sujeto se
abalanzase sobre ella y la inmovilizase contra el suelo. Deidre gritó y Arneot
también gritó al darse cuenta de que ella también se encontraba en medio de la
trifulca, y sus gritos se unieron al estruendo general y al ruido de múltiples
espadas entrechocándose Su captor la levantó y le colocó los brazos en la
espalda. Así la condujo hacia la escalera que daba al sótano. Ella intentó
zafarse y forcejear, mas era inútil, puesto que el hombre tenía una complexión
física que doblaba la suya. Antes de comenzar a bajar la escalera, Deidre
consiguió girar la cabeza un instante para contemplar cómo una figura se
dirigía directa hacia Arneot por la espalda, blandiendo un hacha.
Después, un
bramido desgarrador.
Deidre
comenzó a llorar y a gritar y a lamentarse mientras su captor la llevaba
directa hasta el sótano. La vida se le evaporaba del cuerpo, todo daba vueltas
y ocurría demasiado rápido. Él la condujo hasta una de las mazmorras, y la
empujó dentro. Deidre volvió a caer al suelo húmedo. Un par de ratas huyeron
despavoridas.
¿Qué le
quedaba? ¿Qué más tenía reservada la vida para ella? ¿Por qué no podía morir
ya?
La figura
que la había llevado hasta allí estaba parada dándole la espalda. Sólo
pronunció una palabra antes de desaparecer escalera arriba:
Corre.
Pero ella no
se fiaba. No podía saber si no le iban a tender una emboscada y mil cuchillos
lacerarían su piel si se atrevía a salir al tranco de la puerta. Esperó hasta que
reinó un silencio sepulcral, y decidió aventurarse fuera de la celda. Total, no
le quedaba ya nada que perder. No había ninguna antorcha que alumbrase, así que
las mazmorras se encontraban en la oscuridad más absoluta. Pero Deidre había
recorrido demasiadas veces el camino hacia la salida secreta, por lo que pensó
que podría orientarse sin problema. Rozando las paredes enmohecidas con la yema
de los dedos, consiguió dirigirse hacia la escalera que daba a la falsa pared.
No recordaba
llevar la llave encima. Siempre la llevaba consigo, incluso dormía con ella,
pero esa noche la habían preparado para dormir cuando aún se encontraba
indispuesta. Se llevó la mano al pecho, presa del pánico, y descubrió, con
alivio, que sí llevaba el colgante de la llave. Bendito fuera Arneot. Dios lo
llevara en su gloria.
Sacó la
piedra, introdujo la llave y empujó la pared con una prisa tal como si la
muerte estuviera pisándole los talones. Un paisaje de terror y desolación se
extendía frente a ella. El castillo estaba siendo pasto de las llamas. Aunque
todavía era noche cerrada, el cielo estaba teñido de color rojo escarlata, y
columnas de humo negro ascendían hasta fundirse en el crepúsculo. Había gente
histérica corriendo en todas direcciones. También había caballos encolerizados
encabritándose y galopando tras haberse visto libres y fuera de los establos.
Deidre avistó a su yegua Tara, que se encontraba a unos diez metros de ella,
visiblemente asustada. La reina corrió hacia el animal, que pareció reconocerla
entre tanta barbarie, e incluso tranquilizarse cuando esta comenzó a
acariciarle el lomo. Sin pensar mucho en lo que hacía, y dejándose guiar por su
instinto, la reina montó encima de Tara. No llevaba silla ni bridas, pero no
era la primera vez que cabalgaba a pelo, y lo único que importaba era salvar el
pellejo, así que rodeó el cuello del animal con los brazos, la espoleó en el corvejón,
y la yegua emprendió al galope la huida. Conforme se alejaban del lugar, Deidre
se giró para contemplar, por última vez, lo que una vez había sido su hogar,
ahora reducido a un punto rojo en medio del paisaje. La estupefacción dio paso
al dolor. Algo se desmoronaba dentro suya. Y casi se cae de la yegua. Pero
debía seguir. Es lo único que tenía claro.
Cabalgaron y
cabalgaron. Tara parecía movida por una fuerza invisible, desconocida,
todopoderosa. Cabalgaron toda la noche, a través del espacio y del tiempo.
Cabalgaron hasta que los árboles tuvieron una forma distinta y la tierra
desprendía un aroma diferente. Cabalgaron sin cesar hasta que Deidre tuvo la
certeza de que ya estaban a salvo. Lejos, muy lejos de allí, quizá a cientos de
kilómetros de aquel castillo maldito. Y cuando supo que ya no tenía sentido
seguir huyendo, mandó a Tara que frenase. Acarició una vez más su crin, y
desmontó de su grupa. A su alrededor había hierba, y exhausta como se
encontraba, se tumbó sobre el pasto. Tara se quedó a su lado como una
centinela. Ahora sí podía irse del mundo, después de haberse despedido de todo
lo que conocía. Cerró los ojos.
Cuando los
abrió de nuevo, un cielo celeste claro se extendía sobre ella. Le pareció tan
bello y perfecto, que sentía que veía el amanecer por primera vez en su vida.
Miró en derredor. Se encontraba en un prado verde, en el prado más bonito que
hubiera visto nunca. Era como si hubiera despertado en un mundo nuevo, siendo
otra persona. Sintiéndose libre y ligera, por una vez en sus veintitrés años de
existencia. Por fin. Por fin había alcanzado la libertad. Aunque casi le
hubiera costado la vida.
A su vera se encontraba Tara. Y en su lomo,
posado, el cuervo.
Su cuervo.
Que la observaba con expectación, con esos ojos negros suyos. A Deidre no le
sorprendió encontrarlo allí, en un lugar tan lejano. Sabía que fuera donde
fuese, él la seguiría.
Y no la
abandonaría jamás.
Nunca más.
lunes, 14 de enero de 2019
Aquella ninfa
Claro que la recuerdo. Cualquier persona que hubiese tenido el placer de conocerla sabe bien que olvidarse de ella no es una tarea fácil. De hecho, es casi imposible. Sencillamente ella era, sin más, una persona que no olvidas, que deja una huella indeleble en tu interior y debes aceptarlo y vivir con ello.
Hace bastante tiempo que su camino y el mío tomaron direcciones diferentes. Lo aceptamos sin pesar y sin guardarnos ningún tipo de rencor. Y desde entonces ella vive en un lugar especial que le reservé en mi fuero interno. Espero que yo de vez en cuando también me asome, muy furtivamente, por su memoria.
Claro que la recuerdo. No podría olvidar esa mirada suya ni aunque lo intentase con todas mis fuerzas. Ni el tacto de sus dedos fríos haciendo garabatos sobre mi piel. Durante los meses en los que orbitamos la una próxima a la otra por capricho del destino, me dediqué a inmortalizarla, a detenerme en cada detalle de ella, a captar pedacitos de su ser para poder llevarlos conmigo cuando ella emprendiese el vuelo. Ella era un mirlo negro que cantaba al morir la noche. Yo, un colibrí nervioso y diminuto que batía las alas a su vera.
Era bella. Muy, muy bella. Pero su belleza era singular, poco común. Solía pensar que su hermosura estaba oculta entre la maleza, y era salvaje e indomable (casi tanto como ella), pero al mismo tiempo, delicada y frágil como un cristal de hielo.
Rompió los esquemas de todos en el momento en que puso un pie en aquel instituto. La recuerdo nadando siempre a contracorriente. No le interesaba integrarse. Era el tipo de persona que parece haber nacido para vivir en solitario, errante por un mundo al que no comprende y tampoco intenta comprender. Tampoco quería acercarse a nadie. Pero irradiaba un magnetismo al que pocas personas eran capaces de resistirse. Todo el mundo quería ser su amigo. Levantaba pasiones entre los chicos (y entre las chicas también), pese a que no le paraba bolas a ninguno. Ella parecía haber venido de otra época, de otro planeta. Era como si viviera en otra dimensión completamente distinta a la nuestra. En el fondo, creo que yo ni siquiera llegué a acercarme ligeramente a su mundo, tan protegido y vigilado con un recelo infinito.
No dejaba indiferente a nadie. Recuerdo que no usaba maquillaje nunca. Tampoco se depilaba. Lucía sus piernas y sus axilas con orgullo y libertad, casi de forma desafiante, como si con ese gesto quisiera demostrarle al resto hasta qué punto era capaz de retar los convencionalismos sociales para saberse únicamente suya. Al principio la criticaron por ello, y dejaron de hacerlo cuando se dieron cuenta de que ella se crecía con cada crítica que recibía. Sin embargo, de vez en cuando se oía algún comentario por lo bajini en tono de mofa sobre su vello corporal. Pero yo sabía que detrás de esa falsa mofa se escondía la admiración por la valentía de la que ella se hacía gala, y sobre todo, la envidia. Envidia por una libertad por la que ella había luchado a brazo partido, entre mareas de sangre, sudor y lágrimas. Una libertad que ahora le permitía ser ella. Puramente ella.
Sin embargo, cuando su nombre me viene a la memoria, lo primero que pienso no es en sus pómulos tallados en marfil, ni en su aroma a tierra mojada, ni en su forma de reír, o cómo me sentía cuando estaba a su lado. Pienso en su energía. Ella era una fuerza desbocada de la naturaleza. Irradiaba una luz que cegaba. Su seguridad en sí misma fue como un terremoto que nos sacudió a todos. Y me sigue sacudiendo a día de hoy cuando pienso en ella.
Por esa época yo escribía, escribía sin cesar. Vivía flotando entre nubecillas de palabras, sintiéndome existir bajo lluvias de tinta y barcos de papel. Y recuerdo enseñarle todo lo que iba escribiendo. Tanto si era un texto triste y en tono plañidero porque me habían roto el corazón, como el comienzo de una novela en pañales que empecé a escribir en un cuaderno escolar. Fue la primera persona a la que mostré el discurso que había elaborado para la ceremonia de nuestra graduación. Yo escribía, ella leía. Siempre se deshacía en alabanzas. Hacía complejos comentarios sobre mis escritos. Me ponía por las nubes, me subía hasta las estrellas y me hacía tocarlas con las yemas de los dedos.
Pero yo nunca creí sus halagos. Hoy en día tampoco lo hago.
No sé muy bien por qué razón en el día presente los senderos me han llevado a escribir sobre ella. Simplemente sentí la necesidad repentina de retratarla una vez más, esta vez con la palabra como si fuese el pigmento y ella, una obra de arte que pocas personas fueran capaces de comprender. Creo que eso a ella le hubiera gustado. Quizá le diga que he escrito sobre ella. Quizá no. Es mejor que sea una sorpresa con la que un día se pueda topar. Así que se lo dejaré colgado de la rama de un árbol, para que ese mirlo negro lo encuentre si alguna vez vuelve a pasar por este bosque.
Hace bastante tiempo que su camino y el mío tomaron direcciones diferentes. Lo aceptamos sin pesar y sin guardarnos ningún tipo de rencor. Y desde entonces ella vive en un lugar especial que le reservé en mi fuero interno. Espero que yo de vez en cuando también me asome, muy furtivamente, por su memoria.
Claro que la recuerdo. No podría olvidar esa mirada suya ni aunque lo intentase con todas mis fuerzas. Ni el tacto de sus dedos fríos haciendo garabatos sobre mi piel. Durante los meses en los que orbitamos la una próxima a la otra por capricho del destino, me dediqué a inmortalizarla, a detenerme en cada detalle de ella, a captar pedacitos de su ser para poder llevarlos conmigo cuando ella emprendiese el vuelo. Ella era un mirlo negro que cantaba al morir la noche. Yo, un colibrí nervioso y diminuto que batía las alas a su vera.
Era bella. Muy, muy bella. Pero su belleza era singular, poco común. Solía pensar que su hermosura estaba oculta entre la maleza, y era salvaje e indomable (casi tanto como ella), pero al mismo tiempo, delicada y frágil como un cristal de hielo.
Rompió los esquemas de todos en el momento en que puso un pie en aquel instituto. La recuerdo nadando siempre a contracorriente. No le interesaba integrarse. Era el tipo de persona que parece haber nacido para vivir en solitario, errante por un mundo al que no comprende y tampoco intenta comprender. Tampoco quería acercarse a nadie. Pero irradiaba un magnetismo al que pocas personas eran capaces de resistirse. Todo el mundo quería ser su amigo. Levantaba pasiones entre los chicos (y entre las chicas también), pese a que no le paraba bolas a ninguno. Ella parecía haber venido de otra época, de otro planeta. Era como si viviera en otra dimensión completamente distinta a la nuestra. En el fondo, creo que yo ni siquiera llegué a acercarme ligeramente a su mundo, tan protegido y vigilado con un recelo infinito.
No dejaba indiferente a nadie. Recuerdo que no usaba maquillaje nunca. Tampoco se depilaba. Lucía sus piernas y sus axilas con orgullo y libertad, casi de forma desafiante, como si con ese gesto quisiera demostrarle al resto hasta qué punto era capaz de retar los convencionalismos sociales para saberse únicamente suya. Al principio la criticaron por ello, y dejaron de hacerlo cuando se dieron cuenta de que ella se crecía con cada crítica que recibía. Sin embargo, de vez en cuando se oía algún comentario por lo bajini en tono de mofa sobre su vello corporal. Pero yo sabía que detrás de esa falsa mofa se escondía la admiración por la valentía de la que ella se hacía gala, y sobre todo, la envidia. Envidia por una libertad por la que ella había luchado a brazo partido, entre mareas de sangre, sudor y lágrimas. Una libertad que ahora le permitía ser ella. Puramente ella.
Sin embargo, cuando su nombre me viene a la memoria, lo primero que pienso no es en sus pómulos tallados en marfil, ni en su aroma a tierra mojada, ni en su forma de reír, o cómo me sentía cuando estaba a su lado. Pienso en su energía. Ella era una fuerza desbocada de la naturaleza. Irradiaba una luz que cegaba. Su seguridad en sí misma fue como un terremoto que nos sacudió a todos. Y me sigue sacudiendo a día de hoy cuando pienso en ella.
Por esa época yo escribía, escribía sin cesar. Vivía flotando entre nubecillas de palabras, sintiéndome existir bajo lluvias de tinta y barcos de papel. Y recuerdo enseñarle todo lo que iba escribiendo. Tanto si era un texto triste y en tono plañidero porque me habían roto el corazón, como el comienzo de una novela en pañales que empecé a escribir en un cuaderno escolar. Fue la primera persona a la que mostré el discurso que había elaborado para la ceremonia de nuestra graduación. Yo escribía, ella leía. Siempre se deshacía en alabanzas. Hacía complejos comentarios sobre mis escritos. Me ponía por las nubes, me subía hasta las estrellas y me hacía tocarlas con las yemas de los dedos.
Pero yo nunca creí sus halagos. Hoy en día tampoco lo hago.
No sé muy bien por qué razón en el día presente los senderos me han llevado a escribir sobre ella. Simplemente sentí la necesidad repentina de retratarla una vez más, esta vez con la palabra como si fuese el pigmento y ella, una obra de arte que pocas personas fueran capaces de comprender. Creo que eso a ella le hubiera gustado. Quizá le diga que he escrito sobre ella. Quizá no. Es mejor que sea una sorpresa con la que un día se pueda topar. Así que se lo dejaré colgado de la rama de un árbol, para que ese mirlo negro lo encuentre si alguna vez vuelve a pasar por este bosque.
lunes, 7 de enero de 2019
Pequeña canción del incendio nocturno
Me iré de aquí.
Me iré para no volver. Y viajaré ligera de equipaje.
Sólo llevaré unos pocos recuerdos. Pero no demasiados, no vaya a ser que lastren mi camino.
Llevaré el corazón limpio y los pies descalzos, el pelo suelto y lleno de flores blancas.
Con la luz de la mañana de la que tantas veces me escondí le daré brillo a mis ojos y los liberaré de sombras, y por primera vez en mucho tiempo, en mi rostro no habrá pesar ni gesto que deje entrever que por ahí dentro quizá haya aún alguna herida que sigue sangrando y no debería.
Pero antes de marcharme lo quemaré todo.
En una noche oscura, tan tenebrosa que incluso a las estrellas les atemorice salir, construiré una pira funeraria. En ella amontonaré reliquias y trastos viejos, fotos antiguas y todo aquello que se me acumule en el armario. Tiraré lo podrido y lo anticuado, dejaré que sean pasto de las llamas los frascos de ponzoña y todos los artilugios de tortura que algún día causaron tanto daño.
Se celebrará un funeral. De mí para mí.
El humo negro rascará el cielo, y dará paso a un ocaso como nunca antes visto, que traerá la paz y la esperanza tras un crepúsculo abrupto marcado por el olor a muerte y quemazón.
Entonces abriré los ojos.
Y lloraré por todo lo que habré ganado perdiendo lo que tenía, o pensaba tener.
En medio de la desolación caminaré, andaré entre las cenizas y los rescoldos aún humeantes.
Después me iré. Entonces podré irme, con las cuentas saldadas y no dejando nada atrás. Todo estará dicho, y al fin habré hallado la paz que tanto deseaba, que tanto perseguía, y tanto parecía esconderse de mí.
(Que tanto parecía no merecer)
Después de mi guerra. De tantas guerras, de tanto dolor. De tanto sentimiento al final del día de que el mundo es gris; peor, de que el mundo es negro, que quizá no siempre lo ha sido pero siempre lo será, y que seguramente nunca vuelva a salir el sol. De que la suerte está echada, y esto era todo lo que había para mí. Rabia infinita y tristeza que me quitaba la vida por la noche para devolverme un poco a la mañana siguiente.
Iré en busca de los trenes que me dediqué a perder intentando encontrarme a mí misma. Me subiré de hurtadillas al que me parezca más bonito, o cuyo destino sea más lejano, y no me daré la vuelta. No habrá nada que extrañar. Ni un lamento que emitir, o una lágrima fría que dejar resbalar por el pómulo de porcelana.
Sólo habrá un camino a seguir: el que se extienda ante los ojos radiantes, el que prometa sacrificio y esperanza, y primavera y verano y otoño e invierno al mismo tiempo. El que sea tan verde como mi alma y tan azul como el océano en el que tantas veces naufragué. Ese seguiré. Y pase lo que pase nunca volveré al claustro y al dolor penitente, al ácido corrosivo de las lágrimas de madrugada. No callaré hasta que se me apague la voz, no condenaré mi corazón al ostracismo.
Me iré. Me iré para ser libre. Arderé si es necesario para volver a nacer. Para poder ser lo que nunca fui.
Libre. Nada más que libre.
Me iré para no volver. Y viajaré ligera de equipaje.
Sólo llevaré unos pocos recuerdos. Pero no demasiados, no vaya a ser que lastren mi camino.
Llevaré el corazón limpio y los pies descalzos, el pelo suelto y lleno de flores blancas.
Con la luz de la mañana de la que tantas veces me escondí le daré brillo a mis ojos y los liberaré de sombras, y por primera vez en mucho tiempo, en mi rostro no habrá pesar ni gesto que deje entrever que por ahí dentro quizá haya aún alguna herida que sigue sangrando y no debería.
Pero antes de marcharme lo quemaré todo.
En una noche oscura, tan tenebrosa que incluso a las estrellas les atemorice salir, construiré una pira funeraria. En ella amontonaré reliquias y trastos viejos, fotos antiguas y todo aquello que se me acumule en el armario. Tiraré lo podrido y lo anticuado, dejaré que sean pasto de las llamas los frascos de ponzoña y todos los artilugios de tortura que algún día causaron tanto daño.
Se celebrará un funeral. De mí para mí.
El humo negro rascará el cielo, y dará paso a un ocaso como nunca antes visto, que traerá la paz y la esperanza tras un crepúsculo abrupto marcado por el olor a muerte y quemazón.
Entonces abriré los ojos.
Y lloraré por todo lo que habré ganado perdiendo lo que tenía, o pensaba tener.
En medio de la desolación caminaré, andaré entre las cenizas y los rescoldos aún humeantes.
Después me iré. Entonces podré irme, con las cuentas saldadas y no dejando nada atrás. Todo estará dicho, y al fin habré hallado la paz que tanto deseaba, que tanto perseguía, y tanto parecía esconderse de mí.
(Que tanto parecía no merecer)
Después de mi guerra. De tantas guerras, de tanto dolor. De tanto sentimiento al final del día de que el mundo es gris; peor, de que el mundo es negro, que quizá no siempre lo ha sido pero siempre lo será, y que seguramente nunca vuelva a salir el sol. De que la suerte está echada, y esto era todo lo que había para mí. Rabia infinita y tristeza que me quitaba la vida por la noche para devolverme un poco a la mañana siguiente.
Iré en busca de los trenes que me dediqué a perder intentando encontrarme a mí misma. Me subiré de hurtadillas al que me parezca más bonito, o cuyo destino sea más lejano, y no me daré la vuelta. No habrá nada que extrañar. Ni un lamento que emitir, o una lágrima fría que dejar resbalar por el pómulo de porcelana.
Sólo habrá un camino a seguir: el que se extienda ante los ojos radiantes, el que prometa sacrificio y esperanza, y primavera y verano y otoño e invierno al mismo tiempo. El que sea tan verde como mi alma y tan azul como el océano en el que tantas veces naufragué. Ese seguiré. Y pase lo que pase nunca volveré al claustro y al dolor penitente, al ácido corrosivo de las lágrimas de madrugada. No callaré hasta que se me apague la voz, no condenaré mi corazón al ostracismo.
Me iré. Me iré para ser libre. Arderé si es necesario para volver a nacer. Para poder ser lo que nunca fui.
Libre. Nada más que libre.
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