lunes, 14 de enero de 2019

Aquella ninfa

Claro que la recuerdo. Cualquier persona que hubiese tenido el placer de conocerla sabe bien que olvidarse de ella no es una tarea fácil. De hecho, es casi imposible. Sencillamente ella era, sin más, una persona que no olvidas, que deja una huella indeleble en tu interior y debes aceptarlo y vivir con ello.
Hace bastante tiempo que su camino y el mío tomaron direcciones diferentes. Lo aceptamos sin pesar y sin guardarnos ningún tipo de rencor. Y desde entonces ella vive en un lugar especial que le reservé en mi fuero interno. Espero que yo de vez en cuando también me asome, muy furtivamente, por su memoria.

Claro que la recuerdo. No podría olvidar esa mirada suya ni aunque lo intentase con todas mis fuerzas. Ni el tacto de sus dedos fríos haciendo garabatos sobre mi piel. Durante los meses en los que orbitamos la una próxima a la otra por capricho del destino, me dediqué a inmortalizarla, a detenerme en cada detalle de ella, a captar pedacitos de su ser para poder llevarlos conmigo cuando ella emprendiese el vuelo. Ella era un mirlo negro que cantaba al morir la noche. Yo, un colibrí nervioso y diminuto que batía las alas a su vera.

Era bella. Muy, muy bella. Pero su belleza era singular, poco común. Solía pensar que su hermosura estaba oculta entre la maleza, y era salvaje e indomable (casi tanto como ella), pero al mismo tiempo, delicada y frágil como un cristal de hielo.
Rompió los esquemas de todos en el momento en que puso un pie en aquel instituto. La recuerdo nadando siempre a contracorriente. No le interesaba integrarse. Era el tipo de persona que parece haber nacido para vivir en solitario, errante por un mundo al que no comprende y tampoco intenta comprender. Tampoco quería acercarse a nadie. Pero irradiaba un magnetismo al que pocas personas eran capaces de resistirse. Todo el mundo quería ser su amigo. Levantaba pasiones entre los chicos (y entre las chicas también), pese a que no le paraba bolas a ninguno. Ella parecía haber venido de otra época, de otro planeta. Era como si viviera en otra dimensión completamente distinta a la nuestra. En el fondo, creo que yo ni siquiera llegué a acercarme ligeramente a su mundo, tan protegido y vigilado con un recelo infinito.

No dejaba indiferente a nadie. Recuerdo que no usaba maquillaje nunca. Tampoco se depilaba. Lucía sus piernas y sus axilas con orgullo y libertad, casi de forma desafiante, como si con ese gesto quisiera demostrarle al resto hasta qué punto era capaz de retar los convencionalismos sociales para saberse únicamente suya. Al principio la criticaron por ello, y dejaron de hacerlo cuando se dieron cuenta de que ella se crecía con cada crítica que recibía. Sin embargo, de vez en cuando se oía algún comentario por lo bajini en tono de mofa sobre su vello corporal. Pero yo sabía que detrás de esa falsa mofa se escondía la admiración por la valentía de la que ella se hacía gala, y sobre todo, la envidia. Envidia por una libertad por la que ella había luchado a brazo partido, entre mareas de sangre, sudor y lágrimas. Una libertad que ahora le permitía ser ella. Puramente ella.

Sin embargo, cuando su nombre me viene a la memoria, lo primero que pienso no es en sus pómulos tallados en marfil, ni en su aroma a tierra mojada, ni en su forma de reír, o cómo me sentía cuando estaba a su lado. Pienso en su energía. Ella era una fuerza desbocada de la naturaleza. Irradiaba una luz que cegaba. Su seguridad en sí misma fue como un terremoto que nos sacudió a todos. Y me sigue sacudiendo a día de hoy cuando pienso en ella.

Por esa época yo escribía, escribía sin cesar. Vivía flotando entre nubecillas de palabras, sintiéndome existir bajo lluvias de tinta y barcos de papel. Y recuerdo enseñarle todo lo que iba escribiendo. Tanto si era un texto triste y en tono plañidero porque me habían roto el corazón, como el comienzo de una novela en pañales que empecé a escribir en un cuaderno escolar. Fue la primera persona a la que mostré el discurso que había elaborado para la ceremonia de nuestra graduación. Yo escribía, ella leía. Siempre se deshacía en alabanzas. Hacía complejos comentarios sobre mis escritos. Me ponía por las nubes, me subía hasta las estrellas y me hacía tocarlas con las yemas de los dedos.

Pero yo nunca creí sus halagos. Hoy en día tampoco lo hago.

No sé muy bien por qué razón en el día presente los senderos me han llevado a escribir sobre ella. Simplemente sentí la necesidad repentina de retratarla una vez más, esta vez con la palabra como si fuese el pigmento y ella, una obra de arte que pocas personas fueran capaces de comprender. Creo que eso a ella le hubiera gustado. Quizá le diga que he escrito sobre ella. Quizá no. Es mejor que sea una sorpresa con la que un día se pueda topar. Así que se lo dejaré colgado de la rama de un árbol, para que ese mirlo negro lo encuentre si alguna vez vuelve a pasar por este bosque.

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