lunes, 7 de enero de 2019

Pequeña canción del incendio nocturno

Me iré de aquí.

Me iré para no volver. Y viajaré ligera de equipaje.
Sólo llevaré unos pocos recuerdos. Pero no demasiados, no vaya a ser que lastren mi camino.

Llevaré el corazón limpio y los pies descalzos, el pelo suelto y lleno de flores blancas.
Con la luz de la mañana de la que tantas veces me escondí le daré brillo a mis ojos y los liberaré de sombras, y por primera vez en mucho tiempo, en mi rostro no habrá pesar ni gesto que deje entrever que por ahí dentro quizá haya aún alguna herida que sigue sangrando y no debería.

Pero antes de marcharme lo quemaré todo.

En una noche oscura, tan tenebrosa que incluso a las estrellas les atemorice salir, construiré una pira funeraria. En ella amontonaré reliquias y trastos viejos, fotos antiguas y todo aquello que se me acumule en el armario. Tiraré lo podrido y lo anticuado, dejaré que sean pasto de las llamas los frascos de ponzoña y todos los artilugios de tortura que algún día causaron tanto daño.

Se celebrará un funeral. De mí para mí.

El humo negro rascará el cielo, y dará paso a un ocaso como nunca antes visto, que traerá la paz y la esperanza tras un crepúsculo abrupto marcado por el olor a muerte y quemazón.

Entonces abriré los ojos.

Y lloraré por todo lo que habré ganado perdiendo lo que tenía, o pensaba tener.

En medio de la desolación caminaré, andaré entre las cenizas y los rescoldos aún humeantes.
Después me iré. Entonces podré irme, con las cuentas saldadas y no dejando nada atrás. Todo estará dicho, y al fin habré hallado la paz que tanto deseaba, que tanto perseguía, y tanto parecía esconderse de mí.

(Que tanto parecía no merecer)

Después de mi guerra. De tantas guerras, de tanto dolor. De tanto sentimiento al final del día de que el mundo es gris; peor, de que el mundo es negro, que quizá no siempre lo ha sido pero siempre lo será, y que seguramente nunca vuelva a salir el sol. De que la suerte está echada, y esto era todo lo que había para mí. Rabia infinita y tristeza que me quitaba la vida por la noche para devolverme un poco a la mañana siguiente.

Iré en busca de los trenes que me dediqué a perder intentando encontrarme a mí misma. Me subiré de hurtadillas al que me parezca más bonito, o cuyo destino sea más lejano, y no me daré la vuelta. No habrá nada que extrañar. Ni un lamento que emitir, o una lágrima fría que dejar resbalar por el pómulo de porcelana.
Sólo habrá un camino a seguir: el que se extienda ante los ojos radiantes, el que prometa sacrificio y esperanza, y primavera y verano y otoño e invierno al mismo tiempo. El que sea tan verde como mi alma y tan azul como el océano en el que tantas veces naufragué. Ese seguiré. Y pase lo que pase nunca volveré al claustro y al dolor penitente, al ácido corrosivo de las lágrimas de madrugada. No callaré hasta que se me apague la voz, no condenaré mi corazón al ostracismo.

Me iré. Me iré para ser libre. Arderé si es necesario para volver a nacer. Para poder ser lo que nunca fui.

Libre. Nada más que libre.

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