viernes, 31 de mayo de 2019

Rojo sobre blanco


Te recuerdo cada vez que paso frente al escaparate de la floristería, la que hay frente al hospital. No sé cómo se llama, nunca me he fijado en el rótulo. Tan sólo en los arreglos florales y las rosas; cuando me da por fantasear y pienso en las personas que recibirán dichas flores o en quién las entregará. Las flores siempre me han parecido una muestra de amor preciosa.

Soy demasiado cursi. Qué le voy a hacer.

(Absolutamente nada)

Hace 4 años yo entré en esa floristería. Era un día frío y sombrío, acorde con las circunstancias; de enero o principios de febrero, si no me falla la memoria. Mi madre me dejó en la esquina y me dio algo de dinero. No sabía muy bien qué quería llevarte. Me acabé decidiendo por dos rosas: una roja y una blanca. De alguna manera creo que ese contraste nos definía a la perfección: cuando tú eras energía pura y la luz que nos alumbraba a todas, yo permanecía tranquila, sosegada, y admirándote desde un rincón. Y cuando yo me encendía y me convertía en un huracán que escupía chispas y lo destrozaba todo a su paso, tú siempre sabías cómo calmarme.
Una vez tuve las flores, emprendí el camino de nuevo, y recorrí con paso inseguro los pocos metros que separaban la floristería del hospital. Estaba tan nerviosa que temía que el corazón fuera a salírseme por la boca. No sabía qué estampa me iba a encontrar cuando subiese a la planta y llamase a tu puerta. Tú no sabías nada sobre mi visita. Me habían chivado el número de tu cuarto en un susurro furtivo, como si se tratara de información de Estado.

Quería darte una sorpresa.

Era viernes y el hospital se hallaba vacío. Ese aire de abandono, y el hecho de no encontrarme a nadie, me inquietaron más de lo que ya estaba.  Aunque en el fondo agradecí no haberme cruzado con ninguna persona. Iba hecha un cromo. Sabía que te encantaba cuando me arreglaba, así que me puse lo más estrafalaria posible, con mi abrigo largo y mis zapatos de plataforma. Supongo que no era la indumentaria más ortodoxa para ir de visita al hospital, pero si te conseguía sacar una sonrisa, para mí supondría una victoria.
Finalmente, el ascensor se abrió y me planté frente a la puerta del cuartito que te cobijaba. Golpeé con los nudillos una vez y no abriste. Golpeé de nuevo (¿abrías salido? ¿estarías acompañada?) y cuando había empezado a desandar, desalentada, el camino hacia el ascensor, abrió la puerta una carita blanca y ojerosa cuyos ojos estuvieron a punto de salirse de sus cuencas al contemplarme. Parecía que te hubieras encontrado un fantasma pululando por los pasillos del hospital.

Guardo la alegría tuya de esa tarde al verme allí en un botecito dentro de un cofre, y vuelvo a ella cuando me siento triste. Es como una luciérnaga que vive eternamente y nunca se cansa de iluminar hasta el rincón más oscuro.

Me hiciste pasar, y nos sentamos en la inmensa cama de blancas sábanas. Entonces cogí la gran bolsa de papel que portaba y te d todo lo que había preparado con todo el amor del mundo: libros, una carta con las palabras más azucaradas que mi bolígrafo fue capaz de trazar, corazones de papiroflexia y un peluche al que había echado unas gotitas de mi perfume.

Todo muy ñoño. Todo muy yo. Contigo me permitía no tener filtros. Tenía la seguridad y la certeza de que cualquier muestra de amor iba a ser cuidada y protegida, como a una criatura diminuta y delicada.

Y por supuesto, las rosas. Aun a día de hoy pienso en ellas.

Fue una de las tardes más maravillosas y extrañas que soy capaz de recordar. La pasamos entera sentadas en tu cama, hablando de lo divino y lo profano como si nada. Como dos amigas charlando y comiendo pipas en un banco del parque. Como si no fuéramos conscientes de que estábamos en un sitio horrible que desprendía un tufo permanente a lejía, enfermedad y cosas inertes.
Prácticamente me acabaron echando las enfermeras al final de la tarde. E incluso cuando salí de la habitación, tú te escapaste corriendo para darme un último abrazo.

Ese abrazo también lo llevo siempre guardado, y me lo pongo cuando siento frío.

Pero el tiempo no pasa en vano, y cuatro años dan para mucho. Desde entonces, nos hemos dedicado a navegar en un pequeño barco, surcando los mares y descubriendo paraísos perdidos. Convertidas a veces en marineras –cuando nos sentíamos más tranquilas y las aguas estaban en calma- y otras, en piratas, cuando la ocasión merecía que sacásemos nuestra garra y nuestro fuego a pasear.

Quizá las corrientes nos arrastraron a lugares que no aparecían en nuestros mapas. Quizá, simplemente, pasó que ni tú ni yo somos las mismas.

Y nos encontramos en órbitas opuestamente distintas.

Hace cuatro años te llevé una rosa roja y una rosa blanca al hospital.

Y cuatro años más tarde, fingí no haberte visto sentada en una terraza de la calle cuando pasé a tu vera. Creo que no había nada que hubiera podido decirte en ese momento. Creo que cualquier posible palabra que hubiera podido abandonar mis labios, se había dicho ya.

(Después de eso estuve llorando hasta que me venció el cansancio. Pero es ya es otra historia).

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