Quizá todo aquello no era más que un anticipo de todo lo que vendría, pero no nos quedaba otra que resignarnos y contemplar las tardes de verano alejarse veloces y desvanecerse, como dos gotitas de tinta precipitándose por el desagüe y dejando una estela de color pardo sobre la porcelana blanca.
De matar el tiempo botando piedras en jornadas eternas sobre la superficie del río, pasaríamos a morirnos de frío en habitaciones grises cuando llegase el invierno y ya no recordáramos ni nuestros nombres.
Tú, el silencio y yo.
A pesar de todo,yo seguiría escribiendo y tejiendo mantos de tinta a las cuatro de la madrugada, cuando ya no cantan ni los mirlos, cuando el mundo no está ni puesto, y en ese momento en el que floto en algún punto inconcreto de mi propia inmensidad, y estoy tan cansada que me apoyo en la almohada, porque no me apetece ir a la mesa para poder escribir.
Y al final me callaría como me callo siempre, y haría como que no pasa nada, porque pasarían muchas cosas, y ninguna sería conveniente.
(Qué maravilla el inspirarse otra vez. Qué magia, qué fantasía, qué dulce alegría el notarse a una viva, vivita y coleando, y capaz de trazar palabras donde alguna vez sólo hubo silencio y frío, desolación y páginas en blanco que aplastaban y asfixiaban, partiendo la espina dorsal.)
(Viva la vida, joder.)
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