lunes, 18 de febrero de 2019

De lo que hablo cuando hablo de enfadarme

Me ahoga la rabia, me vence el cansancio.

Estoy harta.
Estoy harta de estar harta.
Si no te es suficiente, entonces vete.

Tras romper todos los cristales, ya sólo queda recomponerlos y edificar algo hermoso en medio de toda esta inmundicia. Que nazcan las flores en los campos de batalla. Que crezca la vida donde alguna vez se derramó la sangre.

Tengo la piel sucia, llena de veneno y sal, tras tirarme de barcos que zozobraban y amenazaban con naufragar. Llegué hasta las profundidades abisales, donde reina la oscuridad absoluta y moran criaturas extrañas con aspecto de pesadilla. Recorrí los esqueletos de barcos hundidos que tuvieron la desgracia de hallar su tumba en el fondo del mar. Me salieron ronchas, escamas, cicatrices que me recorrieron los muslos y me treparon por la garganta, como una planta enredadera repleta de espinas.

Y en el fondo, en ese mísero fondo, sólo estaba yo.
Tardé demasiado en darme cuenta de que no necesitaba más.

Corté todas las malas hierbas que infestaban mi jardín. Abrí las ventanas de mi casa para que pudiera entrar aire puro, y para que las corrientes del nuevo día pudieran llevarse todo lo viejo, todo lo muerto. Le di una capa de pintura a mi mirada desvencijada y cubrí de flores todas las trincheras donde tantas veces me vi morir.

Y aun así, todavía me enfado. Me enfado cuando, en la travesía, llegan hasta mis oídos los agudos cantos de sirena, presagio de horrores y maravillas. Y me enfado cuando me abrazan incendios que no sé apagar, y lentamente rodean mi cuello suaves lazos de seda y brasas.

Pero sigo nadando. Estoy demasiado ocupada para perder el tiempo contemplando horizontes que me ofrezcan oasis imposibles; tengo una guerra que librar, una revolución que llevar a cabo (y va a ser violenta, y va a dejar muchísimas cosas por el camino).


(No me crees, no me importa.)

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