miércoles, 21 de diciembre de 2016

Sábado en la noche.

“Bueno, pues habrá que ir cambiando el mundo.”

Aquellas palabras cayeron sobre nosotros, suavemente, como la llovizna que había empapado las calles poco antes y que, por suerte, había cesado. Era tarde, casi las tres de la madrugada marcaban los relojes y, en circunstancias normales, sería más o menos medianoche en mi propio horario nocturno, pero en ese momento se me hacía extraño estar en la calle a tal hora. Ya era mayor de edad, pero habían sido contadísimas las veces que había salido, más por falta de ganas que de planes, y me sentía más como una quinceañera con padres benevolentes, que una joven adulta (que es lo que era, a ojos del mundo).

Mis zapatos de tacón (los más altos que tenía) repiqueteaban contra el pavimento con un eco sordo, al mismo tiempo que un dolor tímido y punzante me empezaba a salpicar los empeines, no lo suficiente como para impedirme caminar, pero sí para recordarme que su naturaleza no era ir embutidos en 13 centímetros de plataforma y tacón. Yo jugué a ser un poco hipócrita, ya que reconozco abiertamente que detesto los tacones por varios motivos:  el primero, porque considero que mi autoestima no necesita alzarse con unos zapatos (prefiero otras estrategias que no me dejen alguna parte del cuerpo dolorida). Pero el motivo de peso que más me impulsa a no usarlos, es que una de mis señas de identidad es mi baja estatura, que luzco con orgullo como una insignia de plata. Y esos zapatos tan delicados y altos me resultan más un disfraz, que calzado, y siento  que juego a ser alguien que no soy, que hasta me soy infiel a mí misma.

Que ésa no es la Helena de verdad.

“Habrá que ir cambiando el mundo.” 
La frase me impactó, aún distraída como me encontraba, como una piedrecita lanzada con una cerbatana por algún francotirador noctámbulo y furtivo. Me pareció poderosa y ligera; traviesa, pero con un toque amenazador. Ellos hablaban sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre los moldes hacia los que somos empujados y casi obligados a encajar. Yo no participaba directamente en la conversación, sino que, como tantas otras veces, me había relegado al puesto de espectadora, y escuchaba a medias.

¿Se puede estar muy triste y muy feliz al mismo tiempo? Respuesta automática: sí.
Digo sí, porque yo era la prueba viviente de que, en ocasiones, la alegría y la tristeza, el miedo y la gallardía, organizan un baile de máscaras en el fondo de tu corazón, y te dejan temblando, sin saber con exactitud qué está ocurriendo.

Había sido una gran noche.  La habían hecho grande todas las personas que la pasaron conmigo, y que la pintaron del color de la risa. (Hacía mucho que no me reía así, tanto, que mis propias carcajadas me parecían extrañas, ajenas, como una voz en off enlatada que alguien había puesto por si acaso, por si la mía fallaba). Saqué ganas de donde no las había, y del armario descolgué la alegría y el entusiasmo exacerbado, además de un vestido muy bonito que nunca encuentro ocasión de lucir y con el que me divierte decir que parezco la versión gotiquilla y oscura de una de las Meninas de Velázquez.

Así que, prácticamente, iba hecha un pincel. No sólo el pincel: iba hecha el pincel, la paleta entera, el artista, y la pintura. Era un óleo, una pieza de arte abstracto que esa noche había decidido salir a pasearse por ahí, a decirle al mundo que ahí estaba yo.

Pero. Siempre hay un pero. La nota agridulce la había dado un desgarrón en el vestido de la seguridad que me había decidido a lucir, una grieta en esa escultura de amor propio que había erigido por y para mí. Darme cuenta de todavía hay grietas en mi castillo por donde se cuelan corrientes frías de miedo que me congelan por dentro, que me calan los huesos. Un comentario, certero como un disparo con una flecha envenenada. Resistencia. Mi pequeño ejército de la autoestima luchando contra esas mareas, batallando en la tormenta por que no se me hundiera ese barco tan bonito en el que navegaba aquella noche. Y mientras, yo me encontraba a la deriva, muy lejos de los amigos con los que caminaba por la calle, y de su plática, teñida de esas ansias de cambio y revolución con los que nos suelen asociar a los jóvenes. A veces me hacen sentir vieja. Qué le voy a hacer, creo que soy demasiado pesimista como para proponerme utopías de tal calibre.

Supuse que eso era la vida. Risas que se cobijan de la tormenta; veneno y miel, amor que se pierde entre suspiros y miradas furtivas. Sentir que lo tienes todo cuando estás rodeada de un puñado de personas que te quieren.  Seguir caminando aunque te duelan los pies, sólo porque quedarse quieta no es una opción.


Claro que seguiríamos avanzando. Pero primero, teníamos que ir cambiando el mundo.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Retrato de un año.



Los días comienzan a pasar rápido, sin apenas dejar rastro, como si atravesaran de puntillas una habitación queriendo no ser vistos.
Choca un poco caer en la cuenta de que no sólo estos días se han comportado así, sino que el año entero ha cruzado veloz como un rayo en mitad de la tormenta, porque si algo ha caracterizado el 2016, han sido, precisamente, sus tormentas.

Intentaré no ponerme demasiado melodramática. No todo han sido lluvia y truenos. También ha brillado el sol como probablemente nunca lo ha hecho en toda mi vida, me han arropado noches cálidas de estrellas fugaces, y he podido bailar entre arcoíris, al amparo de nubes y luz.

He dado tantas vueltas, tanto sobre mí misma, como alrededor de los demás, que no sé cómo no he acabado mareada y sin fuerzas. Y por girar de esa manera, aprendí una cosa: no soy un satélite, sino un planeta, o mejor, una estrella, que no está aquí para orbitar alrededor de nadie más, sino para brillar por sí misma. 

Ha habido corazones rotos, desmigajados, destrozados en mil pedazos. Porque los rompieron, porque los rompí, e incluso hubo más veces de las que me avergüenza reconocer, en las que yo misma me lo rompí, sin saber muy bien por qué. Y acabé convirtiéndome en una costurera magnífica, en una sastre magistral que conoce a la perfección cada pespunte, cada tejido que conforma mi corazón y cómo remendarlo cuando empieza a deshilacharse; sin pretenderlo, y sin tener ni idea de ciencia, ahora puedo decir que soy una cardióloga excelente que conoce su corazón como la palma de su mano.

Si tuviera que ubicar mi año en un lugar, el que más le correspondería, sería una estación de tren, en la que he contemplado, en ocasiones envuelta en lágrimas, y en ocasiones expectante, casi conteniendo la respiración, cómo personas llegaban a mi vida y otras se marchaban (algunas se alejaban en silencio, y otras, dejando tras de sí rastros de palabras que aún a día de hoy, gritan). También, aparte de a los pasajeros que se fueron o se quedaron, que fueron un parpadeo en el tiempo o que pasaron a ser parte sólida en mi vida, llegaron muchos trenes. Algunos los perdí por estar demasiado segura de no ser capaz de cogerlos a tiempo. A otros sí me subí con gusto y ganas, pero también hubo una minoría (esos fueron los mejores), que vi empezar a alejarse de mí y no dudé en lanzarme a las vías para dejarme el aliento persiguiendo, y, aunque con sangre, sudor y lágrimas, conseguí alcanzar. 

Y dolor. Mucho dolor. En todas sus formas y colores, de todas direcciones y lugares posibles. Puñaladas, caídas, golpes, cortes. Dolor físico y emocional, que me ha forjado, me ha moldeado, y me ha impulsado a construir la atalaya desde la que hoy contemplo el cosmos.

Lo único que le reprocho al 2016 es haberme hecho perder la fe en las personas, haber dejado de creer en ellas y en la bondad que pueden albergar en su interior. Le reprocho haberme obligado a caminar por el mundo aferrando mi ballesta como si me fuera la vida en ello (porque a veces llego a creer que así es) y manteniendo la guardia en todo momento.
Para el año que pronto comienza,  queda esa tarea pendiente (entre muchas otras): arrancarme todas esas costras que me ha dejado el miedo,  limpiarme la piel de recuerdos y malos sueños. Y dejar de tener al amor como al máximo enemigo del que debo defenderme y huir, o me atrapará con sus afiladas garras y me hará pedacitos.

2016 no ha sido un año malo, pero erraría mucho el tiro si me atreviese a decir que ha sido bueno. Sería más adecuado decir que ha sido intenso, quizá intenso como pocos otros. Intenso como una canción que se te cuela dentro, intenso como un café cargado a las 7 de la mañana. Intenso como la danza en la que vuelcas cuerpo y alma. Intenso como un beso apasionado, intenso como la ira que te ata pies y manos. 

Sinceramente, estos doce meses me han dejado agotada, pero no me permitiré descansar demasiado: sé que queda todavía mucho por hacer.

Y quizá, por eso, no pienso rendirme.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

El Salón de los cuadros torcidos.

El Salón de los cuadros torcidos era el lugar donde iba a parar cualquier objeto o ser que se extraviaba. Todo lo que no hallaba su sitio en el mundo, tanto si lo había perdido, como si nunca había dispuesto de él, lo encontraba allí.
Cosas inimaginables, reliquias de todas las épocas y personajes más propios de un museo de horrores se escondían tras sus muros.

En realidad, el Salón era un ente hecho a sí mismo, pues no se trataba de un salón en el estricto sentido de la palabra. Era más bien un laberinto interminable, un universo infinito que no dejaba de girar sobre su propio eje y parecía respirar, como si tuviera vida propia. Así que podría decirse que el contenido acabó creando al continente.
No existía una manera clara ni un vía definida para llegar hasta sus puertas. No debías querer llegar. No debías querer encontrar el camino. Quizá así, y sólo quizá, tendrías la posibilidad de descubrirlo.
Tú no localizabas el Salón. El Salón te localizaba a ti.
No había realmente nada que hacer allí. Sin embargo, nadie se aburría, pues cada persona encontraba dentro una ocupación.

Se llamaba Oniria. Bueno, en realidad no, pero le había puesto un nombre tan corriente, común y ordinario, que casi podía considerarse una ofensa que una persona extraordinaria como ella tuviera asignado un nombre tan vulgar. Oniria le quedaba mejor, casi como esos cientos de guantes desparejados de por vida que descansaban plácidamente en el Salón de los cuadros torcidos.
Su objeto favorito del Salón era un galeón británico del siglo XVII, que un buen día el mar engulló y nunca nadie volvió a ver.  Le gustaba soñar que era marinera y surcaba los siete mares viviendo aventuras y descubriendo islas perdidas, con náufragos y especies animales desconocidas por el ser humano.

Oniria era el Sol y todas las estrellas de este universo juntas. A veces no se la podía mirar demasiado tiempo seguido, porque resplandecía tanto, que podías quemarte. Era el rocío en primavera, un campo de fresas en su máximo esplendor, la música que te hacía bailar hasta el agotamiento. Oniria era vida, vida pura, en su histrionismo y en su voz cantarina, en la pasión que volcaba en cada pequeña cosa que hacía y en el entusiasmo que nunca la abandonaba.
Con todo, Oniria se sentía perdida con facilidad. No comprendía el mundo demasiado bien, así como tampoco la vida, y acabó convirtiéndose en una visitante asidua del Salón. A ella le encantaba. Como buena exploradora que era, encontró infinidad de cosas, que sabía que no le pertenecía, y que nunca lo harían, pero ella disfrutaba descubriendo.

Entre todos esos descubrimientos, sin duda, el más importante, fue Insomnia.

No está claro quién encontró a quién, quizá es un detalle nimio en esta historia. Ni dónde. Quizá llevaban mucho tiempo coincidiendo sin saberlo, o quizá chocaron un día de forma brusca y frontal, como un accidente sin heridos que, posiblemente, su destino.

Insomnia escondía mucho, mucho más de lo que le mostraba al mundo. Era frío como el hielo y cortante como el acero, o eso era lo que él ansiaba aparentar.
Las palabras salían de su boca con cuentagotas, y arrastraba los pies como si la sangre se le hubiera congelado en las venas y las ganas de vivir se le hubieran evaporado de lo más hondo del corazón. Él no se divertía curioseando entre las montañas de curiosos elementos del Salón. Más bien, parecía no divertirse nunca, o más bien, haber perdido la capacidad de hacerlo.
Vagaba por el Salón como un alma en pena, como un espíritu errante que sigue aquí para atormentar a alguien. La única diferencia es que el único atormentado, hasta el extremo de parecer permanentemente sumido en una vigilia envuelta en sombras, era él.
Insomnia era, con toda seguridad, de las pocas personas a las que el Salón abría sus puertas y acababan más perdidas de lo que habían estado antes de entrar.

De alguna forma, quizá por una casualidad caprichosa, o porque estaba escrito en alguna parte, se encontraron. Y conectaron bien.

Formaban una pareja de lo más particular. Oniria era de color rosa chicle, rojo sangre, amarillo pollo y verde césped, azul cielo y, en resumen, y nunca mejor dicho, se resumían en ella todos los colores que puedas imaginar. En contraposición, Insomnia era gris. Totalmente de un gris que provocaba melancolía, desasosiego y desazón a cualquiera que lo mirase. Aunque a Oniria no.

Pero Oniria no era cualquiera.

La segunda diferencia especialmente notoria era la diferencia de edad que existía entre ambos. Oniria era demasiado joven para considerarse mayor, y demasiado mayor, para considerarse joven. Pero Insomnia era mayor, a secas. Muy mayor. Los años parecían pesar como una losa en un espalda.
Sin embargo, si hay un lugar, existente o imaginario, donde los años que marque tu carnet importen menos que nada, ese era el Salón.

Se encontraban a veces, pero se buscaban muchas más. Sobre todo, en el mundo real, pero nunca se encontraron allí, y, presos de la resignación, y quizá de alguna broma sin gracia del destino, entendieron que sólo podrían disfrutar el uno del otro en el Salón.

¿Era amor aquello que se tendía entre los dos, delicado, hermoso y frágil, como un puente de cristal? 

Ojalá fuera más fácil responder a esa pregunta. ¿Hay alguna definición, fuera de los límites de la frialdad y estaticidad de diccionarios y enciclopedias, de lo que es el amor?
No sé si lo suyo era amor. Sólo sé que era infinitas cosas más. Era volver a encontrarse en un lugar en el que nunca se te había ocurrido buscar. Era el silencio compartido, cálido como una caricia y que cobijaba del frío y del miedo. Era la confianza de plata, conquistada como mil victorias y cocinada a fuego muy lento. Eran las órbitas que trazaban el uno alrededor del otro, como dos elementos celestes conscientes de sólo poder coincidir en el próximo eclipse.

Y así lo hicieron. Sorprendentemente, no tenían prisa por volver a verse, porque sabían que aquello no funcionaba así.

A veces, Oniria caía sumida en un profundo sueño, que Insomnia velaba como un guardián encargado de custodiar el objeto más valioso del mundo.
(Para él, los sueños de ella, lo eran)

Llegar al final de esta historia es imposible, porque no lo tiene. Mientras el Sol siga siendo el Sol, y la Luna siga siendo Luna; mientras el miedo ataque y el amor defienda; mientras haya un lugar entre paréntesis donde acabe todo lo extraviado, y haya un polo totalmente opuesto que atraiga al otro, Oniria e Insomnia se seguirán encontrando en cada eclipse, rodeados de trastos que ya nadie quiere y los Niños Perdidos de Peter Pan, en el Salón de los cuadros torcidos.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Canción para un día de lluvia

Dile a mi confianza que no tenga tanta prisa,
que no se vaya tan rápido,
que por aquí hay quien la necesita
y que pierda ese maldito hábito
de ver monstruos donde no los hay
(a ver si a tí te escucha)

Dile a mi corazón que no se oculte siempre,
que no vale la pena tener tanto miedo
que no trate otra vez de esconderse,
que no sea tan frío, que no es de hielo
(y no hay nada más bello que el sentir)

Maldita sea la fragilidad de mi fe,
malditas sean mis ganas de desaparecer.
Maldito sea el pánico, maldito sea el temor
que le he cogido al odio,
que le he cogido al amor.
Maldito sea el refugio y la armadura
sin los que ya me siento hasta desnuda
(no sé qué voy a hacer),
porque siento que aquí dentro
se me acaba el aire,
y sólo quiero correr
hasta llegar a algún lugar
donde no conozca a nadie,
y necesito encontrarme,
necesito importarme,
quedarme sola en medio de ninguna parte.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Interludio

Con todos los obstáculos que se pusieron ese día en mi camino,
yo me fui a tropezar con tu mirada.

Silencio.
Se cierra el telón.

(Y te fui a encontrar,
como siempre,
entre bambalinas)

Te voy a confesar una cosa:
aquello fue mi corazón alzando el vuelo
(creo que todavía no ha vuelto)

Si alguna corriente en el océano
te acaba arrastrando a mi mar
y terminas en este rincón apartado
del todo y de la nada,
tan sólo quiero que sepas una cosa:
ojalá estés bien,
porque nada deseo más,
caballero de la armadura oxidada.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Crónica de un sueño cumplido.

Hace 5 años, cuando era una renacuaja ingenua (casi como ahora, pero un poco más) y me inicié en este mundillo de los blogs, dí a parar con uno que tenía incorporado un reproductor de música. La canción que sonaba en ese instante era muy triste, y me llamó la atención. Quise saber más sobre el grupo de la canción melancólica. Descubrí que, para mí, las canciones de dicho grupo encerraban un sinfín de sensaciones y emociones. Tristeza, euforia, desazón, esperanza, locura... ninguna de ellas lograba dejarme indiferente. Así fue cómo conocí a The Cure, y así fue cómo comenzó mi amor por ellos.

Inmediatamente empecé a investigar si tenían pensado venir a España. Ese año no. Tampoco el otro. Ni el siguiente. Ni el siguiente. Finalmente, hace un año llegó hasta mí la maravillosa noticia de que pensaban hacer aquí un par de altos en el camino, en su gira europea. No tuve que pensarlo dos veces. Ese concierto iba a ser mi regalo por alcanzar la mayoría de edad.

El tiempo parecía no querer pasar. Las hojas del calendario parecían resistir a caerse. El momento se me antojaba tan remoto y lejano, tan onírico e irreal, que hasta el último instante no quise creer que aquello realmente iba a suceder, que algo que yo llevaba esperando con tanta ansia y ganas 5 años, por fin iba a ocurrir.

Pero el gran día, al fin, llegó.

Dormí poco. Dormí muy muy poco. Menos de 3 horas. Me devoraban los nervios.
El día comenzó con las calles aún sin poner y la luna todavía inmersa en plena fase R.E.M. A las 5 y 45, yo ya saltaba de la cama, hecha toda un huracán de nerviosismo, sueño e ilusión, en la madrugada de un domingo que sabía a todo, menos a domingo.
A las 7, mi amiga y yo cogimos un autocar medio vacío rumbo a Madrid. Las carreteras estaban totalmente desiertas, y envueltas en una neblina que no podía evitar resultarme inquietante. Parecía aquello un paisaje post-apocalíptico.

Puntualmente, a las 12 efectuamos nuestra llegada a la capital. Mi deseo era coger el metro e inmediatamente ir a hacer cola. Deseo truncado cuando cogimos el metro correcto en la dirección equivocada y llegamos bastante más tarde de lo previsto.

Hacía frío, y llovía de una manera, que ni el paraguas conseguía resguardarte de la lluvia. Madrid parecía no querer recibirnos.

Aunque todavía quedaban algunas horas, ya había gente que aguardaba allí. Eran personas muy simpáticas y organizadas, ya que llevaban una lista donde iba apuntándose los demás conforme iban llegando, para mantener cierto orden cuando llegara el momento de ir a la cola.

Sorprendentemente, se me hizo ligera aquella espera de 4 horas. También colaboró el hecho de que mi hermano y otra persona muy querida vinieran a verme. Aportaron unas notas de color a aquel día tan gris.

A las 17, y gracias a la ya citada lista, nos situamos en las vallas donde, rato después, habríamos de pasar. Llovía, más bien, diluviaba, a mares, y bajo esa lluvia casi torrencial nos tuvieron una hora y media. Aquello fue cruel. Yo parecía que me había lanzado a una piscina con la ropa puesta. "Ya tienen que marcarse un conciertazo para compensar esto", murmuré yo, entre dientes.

Y vaya si lo hicieron.

Llegó el momento de la verdad. El corazón parecía querer salírseme del pecho, y echar a volar. Por mucho orden y mucha fila que se hiciera, yo sabía que luego aquello era cuestión de tonto el último. Naturalmente, así fue.

Cuando, tras muchos empujones, y largos pasillos interminables, llegué a la puerta del pabellón y ví que todavía había sitio en la primera fila, corrí como creo que no he corrido en mi vida. Tanto, que estuve a un suspiro de resbalarme y abrirme la cabeza. Pero seguí esprintando como alma que me lleva el diablo y no me detuve hasta llegar a la meta: la primera fila. Mi amiga llegó instantes después.

No nos lo podíamos creer. ¿Íbamos a ver a The Cure en primera fila? ¡Íbamos a ver a The Cure en primera fila!

Pero primero les tocó el turno a los teloneros, un grupo de Glasglow llamado The Twilight Sad, que me dejaron un regustillo muy Joy Division, y cuyo vocalista parecía estar hasta las cejas de Dios sabe qué. Durante 45 minutos, nos abrieron el apetito a todos los presentes.

Con británica puntualidad, a las 21 salió The Cure a escena. Y no sólo no me defraudaron:superaron con creces mis expectativas. Me cuesta expresar con palabras lo que sentí estando allí.
El tiempo se detuvo para mí. Nada ni nadie más era real. Tan sólo existía ese instante, congelado para la eternidad en mi memoria y en mi corazón.

Yo lo estaba sintiendo. Estaba sintiendo la música, estaba sintiendo el momento, estaba sintiéndome en sintonía con las otras dieciséis mil personas que estaban allí conmigo.

Tocaron 31 canciones (¡31!) en casi 3 horas, y no dejé de bailar ni de cantar en ningún momento. Yo había ido allí a dejarme la piel, la garganta, la voz, los pies; resumiendo, y como se suele decir, a darlo todo. No es que no me cansara. Entre canciones notaba el agotamiento. Pero inmediatamente comenzaba otra  canción, y de algún sitio que todavía desconozco brotaban nuevas fuerzas, y vuelta a empezar.

Cada canción fue miel, chocolate, una lluvia de caramelos. El concierto en sí fue una fiesta. El público nos entregamos totalmente a Robert y a los suyos, nos dejamos caer dulce y eufóricamente en sus brazos, en sus acordes, en la teatralidad de los gestos de Robert, en la energía de Simon...

Sobre las 12 el cuento llegó a su final, y el telón cayó en medio del éxtasis y embelesamiento general, dejándonos a todos y a todas bien satisfechos y con un sabor de boca que no hubiera podido ser mejor.

Mereció la pena ducharme bajo la helada lluvia madrileña. Mereció la pena el sufrido viaje interminable en autobús, en el que dormir era poco menos que una Odisea. Mereció la pena la espera de tantos meses, tantos años. Todo, absolutamente todo,mereció la pena.

He intentado describir mis sentimientos y la experiencia lo mejor que he podido, pero sé que no me acerco ni remotamente a poder crear una imagen fiel de lo que realmente fue. Pero a esto se traduce poder hacer realidad un sueño.

Gracias, The Cure.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Te juro

Te juro que no eres menos que nadie,
que eres más inmensa y más infinita que
cualquier estrella que yo te pueda bajar del cielo.
Y es que a tu lado las estrellas se quedan pequeñas.

Te juro que no necesitas parecerte a nadie,
no necesitas encajar en ningún molde,
y mucho menos imponértelo tú.

No sé si eres perfecta o no,
no sé qué es la perfección,
pero eres tú, y solamente tú,
aunque creas que eso no es suficiente.

Te juro que eres tan bonita que a veces me da rabia
me da rabia ver cómo te infravaloras,
me da rabia que a tí te de rabia
no ser como ellos quieren que seas.

Te juro que, aunque sean tus demonios
y debas ser tú quien los derrote,
ojalá pudiera matar monstruos por ti
cazarte los fantasmas
llenarte el pelo de flores blancas
y limpiarte de la piel todo ese odio
y ese dolor que nunca te has merecido.

Te juro que te daría mis ojos si pudiera,
me arrancaría el corazón para que te quisieras más.
Te juro que haría cualquier cosa
por tí,
mi vida,
mi guerra y mi paz.

domingo, 13 de noviembre de 2016

luces que se apagan

Hoy voy a fingir que no me doliste tanto,
que tu ausencia no me pesa,
que apenas te extraño.

Voy a fingir que al pasar tú por mi lado
no dejaste miles de huellas.
Voy a hacer como que no me dio pena
que, después de tanto,
te fueras.

Voy a fingir que no te recuerdo,
que ya no me importas,
y que ya no siento miedo
a echarte de menos.

Voy a fingir, y aunque lo intente
en el fondo sé que no puedo
porque cabeza y corazón
hoy no se ponen de acuerdo.

Maldito seas tú y el caos que me dejaste.

Voy a fingir, y aunque finja
yo sé que no soy más que una niña
para ti, otra desconocida
que huyó sin detenerse, de tu vida.

Puedo tratar de actuar de otra manera,
pero si lo hiciera, estaría echando por tierra
mi vida entera.

Yo no soy así.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Rosas

En ocasiones, fantaseo. No puedo evitarlo. Ya me conoces, a mí, y a mis maneras de eterna soñadora.

Y me imagino que de vez en cuando te dejas caer por aquí, te asomas a mi ventana. y te sonríes por dentro, al ver que sigo dando guerra de vez en cuando. Que ni tu frío ni mi cansancio han conseguido callar mi voz o desgastarme las palabras.

También incluso llego a imaginarme que  me echas de menos. Y alguna que otra vez, hasta me lo creo.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Amigos para siempre.

A la gente le encanta hablar sobre la soledad. Escribir sobre la soledad. Quejarse de la soledad. Alabarla.

Yo no puedo hablar sobre la soledad. Sencilla y lógicamente, porque no tengo con quién. Estoy solo.

Por favor, por favor. No se compadezcan de mí. No me tengan lástima. Hay personas sociables y personas que no, personas a las que se les da bien estar rodeadas de otras personas, y personas a las que se les da mal. Y a mí se me da mal.

Sea como fuere, llegó un punto en el que me ví tan solitario, y con tan pocos amigos, que tuve que inventármelos. Sorprendentemente, todo fue mejor a partir de esa decisión tan acertada.

Vivía sólo en un apartamento pequeño y sencillo. Sin mascotas. Ya tenía de sobra con los 13 cactus repartidos por toda la estancia. Pero no podía vivir de pasarme el día viendo crecer a mis cactus, así que me vi obligado a buscar un empleo. Me pateé la ciudad mil veces: de arriba abajo, de izquierda a derecha, en diagonal, de puntillas, y a la pata coja; pero no me aceptaron en ninguna de las entrevistas. Creo que veían algo en mí que no les convencía. No voy a mentirles, me suele ocurrir.

Un día, pasé por delante del Gran Teatro, interesado en conocer el cartel de conciertos de la próxima temporada. El Gran Teatro es una inmensa construcción de estilo neoclásico con una enorme cúpula, que, en conjunto, intimida o asombra al espectador. A mí me encantaba dejarme caer por el lugar. Me gustaba mucho sentirme minúsculo e insignificante al flanquear sus puertas, que parecían engullirte y trasladarte a otra dimensión.

Bien, pues me hallaba absorto viendo los distintos carteles, cuando un anuncio llamó por completo mi atención. Resulta que había un puesto vacante como vigilante de seguridad en horario nocturno. ¿Era una broma? ¿Un trabajo en un lugar que adoraba, sin nadie que me incordiase, en el que podría disfrutar de muchísimas horas en la inmensidad y negrura de la noche? Sin pensarlo dos veces, saqué mi destartalado teléfono del bolsillo y marqué el número que adjuntaban debajo. Acordamos una entrevista al día siguiente. Estaba tan nervioso y excitado, que apenas dormí esa noche. Para qué engañarnos, yo no suelo dormir nunca.
                                                                          · · ·
A la mañana siguiente, intenté arreglarme lo mejor que pude. Tampoco quería ir hecho un pimpollo, y que no me creyeran capaz de resistir noches y noches de silencio y oscuridad. Tenía que dar una imagen seria y formal.

Al llegar allí, todo fue como la seda. Pude notar un deje de desesperación en las maneras y en las voces de los entrevistadores. Me comía la curiosidad, pero me pareció algo descarado preguntarles. Quería que vieran delante suya a un vigilante de seguridad, no a una señora mayor y chismosa de sala de espera de una peluquería.

Conseguí el puesto sin dificultad, instantáneamente, así que me llevaron en un pequeño tour a revelarme la compleja red de sótanos, bambalinas y pasadizos que se escondían en las entrañas del edificio.
Como mero espectador, nunca me hubiera podido imaginar que, detrás de las lujosas butacas de terciopelo, detrás del impoluto escenario de asombrosos decorados, detrás del fragrante vestíbulo y de los amplios pasillos de rojas alfombras, había tantos cuartuchos oscuros, llenos de polvo y telarañas, tantos rincones olvidados, ahora propiedad de las ratas que se paseaban por allí como Pedro por su casa; y yacían, abandonados como muertos sin funeral, tantos trajes y decorados viejos, con aspecto tétrico y fantasmal, gracias al cruel paso del tiempo.

Todo eso me iba a encargar yo de vigilar. Y no hubiera podido estar más contento.

Finalizamos la visita y me entregaron el uniforme, linterna y llaves. Me encontraba en el vestíbulo, hablando con el personal, cuando me di cuenta de que estaba siendo observado. Una viejecita fingía fregar el suelo, mientras me miraba de reojo, con una mezcla de curiosidad y hostilidad en la mirada. –Buenas tardes, señora- dije cortésmente, mientras me aproximaba a ella.- Mi nombre es Thomas Spook. Soy el nuevo vigilante nocturno.
Como respuesta, la señora se limitó a mirarme de arriba abajo despectivamente, intentando sopesar si yo era digno de sus palabras o su tiempo. –Tu nombre no importa, muchacho.-¿muchacho?- No me va a dar tiempo a aprendérmelo antes de que te vayas y abandones el puesto.
¿De qué estaba hablando esta vieja? Su insolencia empezaba a irritarme. Pero decidí tirar por la vía pacífica. No me apetecía empezar con mal pie.
-¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?- pregunté, a lo que la anciana respondió encogiéndose de hombros.-Nadie aguanta trabajando aquí. Supuestamente es un trabajo demasiado duro.-dijo, y se rió con una carcajada seca, casi estentórea. –Estoy seguro de que eso es porque hasta hoy no ha trabajado aquí alguien como yo.-dije, inflando el pecho como el gallo más altanero de todo el corral.-Ya lo veremos, chico, eso ya lo veremos…-respondió, mientras se alejaba y volvía a reír con esas carcajadas de hojalata oxidada.

No le dí demasiada importancia a aquello. De todas formas, tenía cosas más importantes en las que pensar en ese momento.

Mi turno empezaba a las 23, y terminaba a las 7, así que esa misma noche fui a trabajar, temblando de la emoción. El uniforme me quedaba demasiado holgado, y parecía más un adolescente larguirucho y flaco disfrazado para una fiesta de Halloween, que un adulto yendo al trabajo. Llegué al Gran Teatro cuando el resto de trabajadores se iba, agotados tras una larga jornada. Lo primero que hice fue dirigirme a mi despacho, un cuartillo de escobas situado en un pasillo escondido en medio de algún sitio. Me senté en la butaca con un termo de café en la mano, y empecé a registrar los cajones. En uno de ellos había una carpeta a rebosar, que abrí y empecé a revisar su contenido. Todo lo que había allí eran fichas de los anteriores vigilantes. En total, había quince. Quince vigilantes en lo que iba de año. Ninguno se había quedado allí más de un mes. Tragué saliva nerviosamente.

Desde hacía un rato había dejado de oír al personal del teatro. El reloj marcaba las 1 y 35 de la madrugada, hora perfecta para la primera de mis muchas expediciones nocturnas. Cogí mi linterna y el manojo de llave, y me zambullí en la densa oscuridad. Aquel silencio hubiera inquietado a cualquiera. Pero era muy difícil que yo me asustara por algo. Me encontraba en mi salsa.

La noche transcurrió en total tranquilidad. Esa noche, la siguiente, la siguiente….la limpiadora se equivocó, eso era seguro. Yo estaba hecho de una pasta diferente a todos los gallinas que habían pasado por el puesto antes que yo.

Una ocasión, pasados algunos meses de que empezara a trabajar allí, acudí a mi despacho, como era costumbre, con un capuccino humeante con crema y mucha canela, justo como a mí me gusta. Alguien había dejado algo en mi escritorio. Era un periódico viejo, de la década de los años 20, recién inaugurado el teatro. El titular denunciaba, escandalosamente, el avistamiento de un espíritu en el lugar. Lo habían bautizado como “el fantasma de la Ópera”. Qué sensacionalista me pareció todo. Sin embargo, aquello había despertado mi curiosidad. Pondría más atención en mis rondas nocturnas.
Transcurrieron los meses sin que detectase ninguna anomalía, ninguna pista que indicase que el “fantasma de la ´´Ópera” era algo más aparte de una leyenda para asustar a los niños. Pero una noche, rompiendo el silencio sepulcral permanente, escuché, en la lejanía, el goteo tímido de algún grifo que se había quedado abierto. Ya me conocía el teatro como la palma de mi mano, así que fui directo al baño, iluminando el camino con la linterna.

Cerré el grifo y no pude evitar el susto inicial al ver que alguien había escrito un mensaje en el espejo: “estamos juntos en esto.” No me hizo falta darme la vuelta. Sabía que estaba ahí. Quería que lo viera. Quería que me acercara a él, que le hablara. ¿Cómo se habla con un fantasma?
Giré sobre mis talones, hasta quedar frente a él. No había visto un fantasma en mi vida. El espectro gruñó y desapareció. Yo no estaba asustado. ¡Estaba emocionado!

A partir de aquella noche, acudí con ilusión renovada a trabajar. Notaba –no siempre se dejaba ver- al fantasma casi a diario, y nos comunicábamos constantemente. Me contó que se llamaba Antoine, y que murió en la construcción del teatro, cuando le cayó una viga en la cabeza. Yo también le confié muchas cosas, y me acostumbré a su compañía. Pese a ser un ermitaño, no podía evitar echar de menos a veces estar con alguien. Y él me confesó que también se sentía muy solo. Me sorprendía lo mucho que nos parecíamos.

Al preguntarle por los demás vigilantes, Antoine me confesó que, cuando uno no le gustaba o no le caía bien, por pura píllería, se dedicaba a asustar al pobre infeliz hasta que este no podía más y dimitía.

No pude evitar reírme. Yo hubiera hecho lo mismo.

También me contó que la anciana limpiadora era su nieta, que sólo contaba con unos pocos meses cuando él falleció.

De esa manera transcurrieron los años. Pero de repente, dejé de ver a Antoine. Busqué a su nieta, pero tampoco pude encontrarla por ninguna parte. Esperé y esperé, con la esperanza de que aquello sólo fuera un berrinche del fantasma. Antoine era muy temperamental. Pero no volví a verlo nunca más.

Mi desesperación iba en aumento. ¡Antoine era mi mejor amigo! Salí en su búsqueda, gritando y aullándole a la noche como un lobo enloquecido. Apenas recuerdo lo que ocurrió. Me despertó el personal a la mañana siguiente, yo había quedado enredado en un amasijo de telas rotas del telón y sangre de alguna herida que me había hecho al tropezarme.

Me despidieron, por supuesto. Pero fueron muy amables conmigo. Me ayudaron a trasladarme y a encontrar un nuevo empleo. Es en un complejo enorme y luminoso. El resto del personal va vestido de blanco. Y tengo mi propia habitación, desde donde les estoy escribiendo. Es grande y cómoda. Aunque echo de menos a mis cactus.


Tengo que tomar pastillas varias veces al día. Todavía no sé para qué.

domingo, 23 de octubre de 2016

La última vez.



La última vez que la vi estaba cansada. Aunque sonreía.  Pero lo hacía con una sonrisa sutil, que te deja entrever matices sólo perceptibles a los que afinan. Yo era de esos, de los que afinaban. Pero tuve que afinar con cuidado, con alfileres, como un niño que se mete un caramelo prohibido en el bolsillo y teme que alguien lo pille. Justo así me sentía yo, mirándola de reojo, robándole segundos, con miedo de tropezarme en su mirada. Tuve suerte, pues eso no ocurrió.

La última vez que la vi, seguía tan guapa como siempre. Siempre me lo ha parecido, y sé que siempre me lo parecerá. Pero la suya es una belleza especial, salvaje; de naturaleza indomable, de tormenta eléctrica y bestia galopando en la inmensidad de la noche. Nunca me solía creer cuando le decía todas estas cosas. 

La última vez que la vi, reaccioné de la misma manera que llevaba tiempo temiéndome reaccionar: de ninguna. No haciendo nada. Observando cómo mi corazón se me escurría lentamente a los pies y formaba un charquito de sentimientos inesperados y totalmente predecibles. Las palabras se volvieron sonidos. Zumbidos. El barullo de una estática que se oye de fondo y a la que no le prestas atención.

La última vez que la vi, seguía siendo la misma. Aunque todo había cambiado. Las ventanas se habían tapiado. Las puertas se habían cerrado, las llaves se habían perdido. Quizá ahora yacían olvidadas en el fondo del mar, condenadas al olvido.

El mundo había seguido girando. Pero tuve que encontrármela para poder darme cuenta de ello.

lunes, 17 de octubre de 2016

Ámbar

El café está frío, casi tanto como tus ojos.

No me mires, por favor. Me haces daño.

Cuéntame por cuál de los caminos te extraviaste para acabar justo aquí,
frente a mí,
con esas manos de madera y esa cara de cristal.

Yo te contaré, si quieres,
mis motivos para bailar de puntillas entre los silencios y el color de tus palabras.

Te contaré todo, pero no te diré nada.
Hay veces que no es necesario.

Se me rompen los cristales, y me tiembla la vida,
si me miras,
y el aire se me llena de avispas que no se ven,
de ecos que no se oyen
y de cosas que no se pronuncian en voz alta.

Deja los claveles blancos sobre la mesa,
que yo te daré por fin la paz,
 tras abrir la ventana para que vuelen las golondrinas.

Lancé la moneda y me salió cruz.


miércoles, 21 de septiembre de 2016

Desatando lazos



Te dicen siempre que nunca dejes de sonreír. Que las chicas tristes no son bonitas. Que nunca sabes cuándo alguien se puede enamorar de tu sonrisa. Te lo repiten hasta la saciedad, llegando a convertir la tristeza en un tabú. En algo que es necesario y casi obligatorio esconder, meter debajo de la alfombra, porque ni es bonito, ni es atractivo. Y a la sociedad no le gustan las cosas que no son bonitas o atractivas.

Estoy harta. Y estoy segura de que no soy la primera, y tampoco seré la última. Estoy harta del optimismo artificial y edulcorado hasta la náusea, de que te exijan una sonrisa aunque sea lo último que te apetezca en ese momento. De que te digan lo que es bello y lo que es feo, lo que es válido y lo que es inútil. Estoy harta de las apariencias, de los teatros y el jugar a ser figuras de porcelana que no sufren, que no lloran, que nunca están de mal humor y que no tienen días grises en los que solamente llueve y no hay espacio para el sol.

“Las chicas están más guapas cuando sonríen.” 

A lo mejor a las chicas les da igual lo que tú pienses. Quizá saben que no les hace falta una sonrisa sujeta con alfileres en su rostro, para serlo.

Quiero romper una lanza a favor de la belleza que se esconde tras un silencio. Tras unos ojos tristes. Tras rasgos tan insignificantes y característicos como un tic nervioso, la forma de caminar, de mirarse los zapatos cuando se siente vergüenza,  o el brillo en la mirada cuando se habla de algo o alguien amado.

En resumen: a favor de todo aquello que no se incluye en el saco de lo “socialmente estético”.

La belleza está en los ojos de la persona que mira. Pero no dejes que nada ni nadie te indique nunca adónde debes mirar.