A la gente le encanta hablar sobre la soledad. Escribir
sobre la soledad. Quejarse de la soledad. Alabarla.
Yo no puedo hablar sobre la soledad. Sencilla y lógicamente,
porque no tengo con quién. Estoy solo.
Por favor, por favor. No se compadezcan de mí. No me tengan
lástima. Hay personas sociables y personas que no, personas a las que se les da
bien estar rodeadas de otras personas, y personas a las que se les da mal. Y a
mí se me da mal.
Sea como fuere, llegó un punto en el que me ví tan
solitario, y con tan pocos amigos, que tuve que inventármelos.
Sorprendentemente, todo fue mejor a partir de esa decisión tan acertada.
Vivía sólo en un apartamento pequeño y sencillo. Sin
mascotas. Ya tenía de sobra con los 13 cactus repartidos por toda la estancia.
Pero no podía vivir de pasarme el día viendo crecer a mis cactus, así que me vi
obligado a buscar un empleo. Me pateé la ciudad mil veces: de arriba abajo, de
izquierda a derecha, en diagonal, de puntillas, y a la pata coja; pero no me
aceptaron en ninguna de las entrevistas. Creo que veían algo en mí que no les
convencía. No voy a mentirles, me suele ocurrir.
Un día, pasé por delante del Gran Teatro, interesado en
conocer el cartel de conciertos de la próxima temporada. El Gran Teatro es una
inmensa construcción de estilo neoclásico con una enorme cúpula, que, en
conjunto, intimida o asombra al espectador. A mí me encantaba dejarme caer por
el lugar. Me gustaba mucho sentirme minúsculo e insignificante al flanquear sus
puertas, que parecían engullirte y trasladarte a otra dimensión.
Bien, pues me hallaba absorto viendo los distintos carteles,
cuando un anuncio llamó por completo mi atención. Resulta que había un puesto
vacante como vigilante de seguridad en horario nocturno. ¿Era una broma? ¿Un
trabajo en un lugar que adoraba, sin nadie que me incordiase, en el que podría
disfrutar de muchísimas horas en la inmensidad y negrura de la noche? Sin
pensarlo dos veces, saqué mi destartalado teléfono del bolsillo y marqué el
número que adjuntaban debajo. Acordamos una entrevista al día siguiente. Estaba
tan nervioso y excitado, que apenas dormí esa noche. Para qué engañarnos, yo no
suelo dormir nunca.
· · ·
A la mañana siguiente, intenté arreglarme lo mejor que pude.
Tampoco quería ir hecho un pimpollo, y que no me creyeran capaz de resistir
noches y noches de silencio y oscuridad. Tenía que dar una imagen seria y
formal.
Al llegar allí, todo fue como la seda. Pude notar un deje de
desesperación en las maneras y en las voces de los entrevistadores. Me comía la
curiosidad, pero me pareció algo descarado preguntarles. Quería que vieran
delante suya a un vigilante de seguridad, no a una señora mayor y chismosa de
sala de espera de una peluquería.
Conseguí el puesto sin dificultad, instantáneamente, así que
me llevaron en un pequeño tour a revelarme la compleja red de sótanos,
bambalinas y pasadizos que se escondían en las entrañas del edificio.
Como mero espectador, nunca me hubiera podido imaginar que,
detrás de las lujosas butacas de terciopelo, detrás del impoluto escenario de
asombrosos decorados, detrás del fragrante vestíbulo y de los amplios pasillos
de rojas alfombras, había tantos cuartuchos oscuros, llenos de polvo y
telarañas, tantos rincones olvidados, ahora propiedad de las ratas que se
paseaban por allí como Pedro por su casa; y yacían, abandonados como muertos
sin funeral, tantos trajes y decorados viejos, con aspecto tétrico y fantasmal,
gracias al cruel paso del tiempo.
Todo eso me iba a encargar yo de vigilar. Y no hubiera
podido estar más contento.
Finalizamos la visita y me entregaron el uniforme, linterna
y llaves. Me encontraba en el vestíbulo, hablando con el personal, cuando me di
cuenta de que estaba siendo observado. Una viejecita fingía fregar el suelo,
mientras me miraba de reojo, con una mezcla de curiosidad y hostilidad en la
mirada. –Buenas tardes, señora- dije cortésmente, mientras me aproximaba a
ella.- Mi nombre es Thomas Spook. Soy el nuevo vigilante nocturno.
Como respuesta, la señora se limitó a mirarme de arriba abajo
despectivamente, intentando sopesar si yo era digno de sus palabras o su
tiempo. –Tu nombre no importa, muchacho.-¿muchacho?- No me va a dar tiempo a
aprendérmelo antes de que te vayas y abandones el puesto.
¿De qué estaba hablando esta vieja? Su insolencia empezaba a
irritarme. Pero decidí tirar por la vía pacífica. No me apetecía empezar con
mal pie.
-¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?- pregunté, a lo que la anciana
respondió encogiéndose de hombros.-Nadie aguanta trabajando aquí. Supuestamente
es un trabajo demasiado duro.-dijo, y se rió con una carcajada seca, casi
estentórea. –Estoy seguro de que eso es porque hasta hoy no ha trabajado aquí
alguien como yo.-dije, inflando el pecho como el gallo más altanero de todo el
corral.-Ya lo veremos, chico, eso ya lo veremos…-respondió, mientras se alejaba
y volvía a reír con esas carcajadas de hojalata oxidada.
No le dí demasiada importancia a aquello. De todas formas,
tenía cosas más importantes en las que pensar en ese momento.
Mi turno empezaba a las 23, y terminaba a las 7, así que esa
misma noche fui a trabajar, temblando de la emoción. El uniforme me quedaba
demasiado holgado, y parecía más un adolescente larguirucho y flaco disfrazado
para una fiesta de Halloween, que un adulto yendo al trabajo. Llegué al Gran
Teatro cuando el resto de trabajadores se iba, agotados tras una larga jornada.
Lo primero que hice fue dirigirme a mi despacho, un cuartillo de escobas situado
en un pasillo escondido en medio de algún sitio. Me senté en la butaca con un
termo de café en la mano, y empecé a registrar los cajones. En uno de ellos
había una carpeta a rebosar, que abrí y empecé a revisar su contenido. Todo lo
que había allí eran fichas de los anteriores vigilantes. En total, había
quince. Quince vigilantes en lo que iba de año. Ninguno se había quedado allí
más de un mes. Tragué saliva nerviosamente.
Desde hacía un rato había dejado de oír al personal del
teatro. El reloj marcaba las 1 y 35 de la madrugada, hora perfecta para la
primera de mis muchas expediciones nocturnas. Cogí mi linterna y el manojo de
llave, y me zambullí en la densa oscuridad. Aquel silencio hubiera inquietado a
cualquiera. Pero era muy difícil que yo me asustara por algo. Me encontraba en
mi salsa.
La noche transcurrió en total tranquilidad. Esa noche, la
siguiente, la siguiente….la limpiadora se equivocó, eso era seguro. Yo estaba
hecho de una pasta diferente a todos los gallinas que habían pasado por el
puesto antes que yo.
Una ocasión, pasados algunos meses de que empezara a
trabajar allí, acudí a mi despacho, como era costumbre, con un capuccino
humeante con crema y mucha canela, justo como a mí me gusta. Alguien había
dejado algo en mi escritorio. Era un periódico viejo, de la década de los años
20, recién inaugurado el teatro. El titular denunciaba, escandalosamente, el
avistamiento de un espíritu en el lugar. Lo habían bautizado como “el fantasma
de la Ópera”. Qué sensacionalista me pareció todo. Sin embargo, aquello había
despertado mi curiosidad. Pondría más atención en mis rondas nocturnas.
Transcurrieron los meses sin que detectase ninguna anomalía,
ninguna pista que indicase que el “fantasma de la ´´Ópera” era algo más aparte
de una leyenda para asustar a los niños. Pero una noche, rompiendo el silencio
sepulcral permanente, escuché, en la lejanía, el goteo tímido de algún grifo
que se había quedado abierto. Ya me conocía el teatro como la palma de mi mano,
así que fui directo al baño, iluminando el camino con la linterna.
Cerré el grifo y no pude evitar el susto inicial al ver que
alguien había escrito un mensaje en el espejo: “estamos juntos en esto.” No me
hizo falta darme la vuelta. Sabía que estaba ahí. Quería que lo viera. Quería
que me acercara a él, que le hablara. ¿Cómo se habla con un fantasma?
Giré sobre mis talones, hasta quedar frente a él. No había
visto un fantasma en mi vida. El espectro gruñó y desapareció. Yo no estaba
asustado. ¡Estaba emocionado!
A partir de aquella noche, acudí con ilusión renovada a
trabajar. Notaba –no siempre se dejaba ver- al fantasma casi a diario, y nos
comunicábamos constantemente. Me contó que se llamaba Antoine, y que murió en
la construcción del teatro, cuando le cayó una viga en la cabeza. Yo también le
confié muchas cosas, y me acostumbré a su compañía. Pese a ser un ermitaño, no
podía evitar echar de menos a veces estar con alguien. Y él me confesó que
también se sentía muy solo. Me sorprendía lo mucho que nos parecíamos.
Al preguntarle por los demás vigilantes, Antoine me confesó
que, cuando uno no le gustaba o no le caía bien, por pura píllería, se dedicaba
a asustar al pobre infeliz hasta que este no podía más y dimitía.
No pude evitar reírme. Yo hubiera hecho lo mismo.
También me contó que la anciana limpiadora era su nieta, que
sólo contaba con unos pocos meses cuando él falleció.
De esa manera transcurrieron los años. Pero de repente, dejé
de ver a Antoine. Busqué a su nieta, pero tampoco pude encontrarla por ninguna
parte. Esperé y esperé, con la esperanza de que aquello sólo fuera un berrinche
del fantasma. Antoine era muy temperamental. Pero no volví a verlo nunca más.
Mi desesperación iba en aumento. ¡Antoine era mi mejor
amigo! Salí en su búsqueda, gritando y aullándole a la noche como un lobo
enloquecido. Apenas recuerdo lo que ocurrió. Me despertó el personal a la
mañana siguiente, yo había quedado enredado en un amasijo de telas rotas del
telón y sangre de alguna herida que me había hecho al tropezarme.
Me despidieron, por supuesto. Pero fueron muy amables
conmigo. Me ayudaron a trasladarme y a encontrar un nuevo empleo. Es en un
complejo enorme y luminoso. El resto del personal va vestido de blanco. Y tengo
mi propia habitación, desde donde les estoy escribiendo. Es grande y cómoda.
Aunque echo de menos a mis cactus.
Tengo que tomar pastillas varias veces al día. Todavía no sé
para qué.