domingo, 23 de octubre de 2016

La última vez.



La última vez que la vi estaba cansada. Aunque sonreía.  Pero lo hacía con una sonrisa sutil, que te deja entrever matices sólo perceptibles a los que afinan. Yo era de esos, de los que afinaban. Pero tuve que afinar con cuidado, con alfileres, como un niño que se mete un caramelo prohibido en el bolsillo y teme que alguien lo pille. Justo así me sentía yo, mirándola de reojo, robándole segundos, con miedo de tropezarme en su mirada. Tuve suerte, pues eso no ocurrió.

La última vez que la vi, seguía tan guapa como siempre. Siempre me lo ha parecido, y sé que siempre me lo parecerá. Pero la suya es una belleza especial, salvaje; de naturaleza indomable, de tormenta eléctrica y bestia galopando en la inmensidad de la noche. Nunca me solía creer cuando le decía todas estas cosas. 

La última vez que la vi, reaccioné de la misma manera que llevaba tiempo temiéndome reaccionar: de ninguna. No haciendo nada. Observando cómo mi corazón se me escurría lentamente a los pies y formaba un charquito de sentimientos inesperados y totalmente predecibles. Las palabras se volvieron sonidos. Zumbidos. El barullo de una estática que se oye de fondo y a la que no le prestas atención.

La última vez que la vi, seguía siendo la misma. Aunque todo había cambiado. Las ventanas se habían tapiado. Las puertas se habían cerrado, las llaves se habían perdido. Quizá ahora yacían olvidadas en el fondo del mar, condenadas al olvido.

El mundo había seguido girando. Pero tuve que encontrármela para poder darme cuenta de ello.

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