La última vez que la vi estaba cansada. Aunque sonreía. Pero lo hacía con una sonrisa sutil, que te
deja entrever matices sólo perceptibles a los que afinan. Yo era de esos, de
los que afinaban. Pero tuve que afinar con cuidado, con alfileres, como un niño
que se mete un caramelo prohibido en el bolsillo y teme que alguien lo pille.
Justo así me sentía yo, mirándola de reojo, robándole segundos, con miedo de
tropezarme en su mirada. Tuve suerte, pues eso no ocurrió.
La última vez que la vi, seguía tan guapa como siempre.
Siempre me lo ha parecido, y sé que siempre me lo parecerá. Pero la suya es una
belleza especial, salvaje; de naturaleza indomable, de tormenta eléctrica y
bestia galopando en la inmensidad de la noche. Nunca me solía creer cuando le
decía todas estas cosas.
La última vez que la vi, reaccioné de la misma manera que
llevaba tiempo temiéndome reaccionar: de ninguna. No haciendo nada. Observando
cómo mi corazón se me escurría lentamente a los pies y formaba un charquito de
sentimientos inesperados y totalmente predecibles. Las palabras se volvieron
sonidos. Zumbidos. El barullo de una estática que se oye de fondo y a la que no
le prestas atención.
La última vez que la vi, seguía siendo la misma. Aunque todo
había cambiado. Las ventanas se habían tapiado. Las puertas se habían cerrado,
las llaves se habían perdido. Quizá ahora yacían olvidadas en el fondo del mar,
condenadas al olvido.
El mundo había seguido girando. Pero tuve que encontrármela
para poder darme cuenta de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario