domingo, 6 de noviembre de 2016

Amigos para siempre.

A la gente le encanta hablar sobre la soledad. Escribir sobre la soledad. Quejarse de la soledad. Alabarla.

Yo no puedo hablar sobre la soledad. Sencilla y lógicamente, porque no tengo con quién. Estoy solo.

Por favor, por favor. No se compadezcan de mí. No me tengan lástima. Hay personas sociables y personas que no, personas a las que se les da bien estar rodeadas de otras personas, y personas a las que se les da mal. Y a mí se me da mal.

Sea como fuere, llegó un punto en el que me ví tan solitario, y con tan pocos amigos, que tuve que inventármelos. Sorprendentemente, todo fue mejor a partir de esa decisión tan acertada.

Vivía sólo en un apartamento pequeño y sencillo. Sin mascotas. Ya tenía de sobra con los 13 cactus repartidos por toda la estancia. Pero no podía vivir de pasarme el día viendo crecer a mis cactus, así que me vi obligado a buscar un empleo. Me pateé la ciudad mil veces: de arriba abajo, de izquierda a derecha, en diagonal, de puntillas, y a la pata coja; pero no me aceptaron en ninguna de las entrevistas. Creo que veían algo en mí que no les convencía. No voy a mentirles, me suele ocurrir.

Un día, pasé por delante del Gran Teatro, interesado en conocer el cartel de conciertos de la próxima temporada. El Gran Teatro es una inmensa construcción de estilo neoclásico con una enorme cúpula, que, en conjunto, intimida o asombra al espectador. A mí me encantaba dejarme caer por el lugar. Me gustaba mucho sentirme minúsculo e insignificante al flanquear sus puertas, que parecían engullirte y trasladarte a otra dimensión.

Bien, pues me hallaba absorto viendo los distintos carteles, cuando un anuncio llamó por completo mi atención. Resulta que había un puesto vacante como vigilante de seguridad en horario nocturno. ¿Era una broma? ¿Un trabajo en un lugar que adoraba, sin nadie que me incordiase, en el que podría disfrutar de muchísimas horas en la inmensidad y negrura de la noche? Sin pensarlo dos veces, saqué mi destartalado teléfono del bolsillo y marqué el número que adjuntaban debajo. Acordamos una entrevista al día siguiente. Estaba tan nervioso y excitado, que apenas dormí esa noche. Para qué engañarnos, yo no suelo dormir nunca.
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A la mañana siguiente, intenté arreglarme lo mejor que pude. Tampoco quería ir hecho un pimpollo, y que no me creyeran capaz de resistir noches y noches de silencio y oscuridad. Tenía que dar una imagen seria y formal.

Al llegar allí, todo fue como la seda. Pude notar un deje de desesperación en las maneras y en las voces de los entrevistadores. Me comía la curiosidad, pero me pareció algo descarado preguntarles. Quería que vieran delante suya a un vigilante de seguridad, no a una señora mayor y chismosa de sala de espera de una peluquería.

Conseguí el puesto sin dificultad, instantáneamente, así que me llevaron en un pequeño tour a revelarme la compleja red de sótanos, bambalinas y pasadizos que se escondían en las entrañas del edificio.
Como mero espectador, nunca me hubiera podido imaginar que, detrás de las lujosas butacas de terciopelo, detrás del impoluto escenario de asombrosos decorados, detrás del fragrante vestíbulo y de los amplios pasillos de rojas alfombras, había tantos cuartuchos oscuros, llenos de polvo y telarañas, tantos rincones olvidados, ahora propiedad de las ratas que se paseaban por allí como Pedro por su casa; y yacían, abandonados como muertos sin funeral, tantos trajes y decorados viejos, con aspecto tétrico y fantasmal, gracias al cruel paso del tiempo.

Todo eso me iba a encargar yo de vigilar. Y no hubiera podido estar más contento.

Finalizamos la visita y me entregaron el uniforme, linterna y llaves. Me encontraba en el vestíbulo, hablando con el personal, cuando me di cuenta de que estaba siendo observado. Una viejecita fingía fregar el suelo, mientras me miraba de reojo, con una mezcla de curiosidad y hostilidad en la mirada. –Buenas tardes, señora- dije cortésmente, mientras me aproximaba a ella.- Mi nombre es Thomas Spook. Soy el nuevo vigilante nocturno.
Como respuesta, la señora se limitó a mirarme de arriba abajo despectivamente, intentando sopesar si yo era digno de sus palabras o su tiempo. –Tu nombre no importa, muchacho.-¿muchacho?- No me va a dar tiempo a aprendérmelo antes de que te vayas y abandones el puesto.
¿De qué estaba hablando esta vieja? Su insolencia empezaba a irritarme. Pero decidí tirar por la vía pacífica. No me apetecía empezar con mal pie.
-¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?- pregunté, a lo que la anciana respondió encogiéndose de hombros.-Nadie aguanta trabajando aquí. Supuestamente es un trabajo demasiado duro.-dijo, y se rió con una carcajada seca, casi estentórea. –Estoy seguro de que eso es porque hasta hoy no ha trabajado aquí alguien como yo.-dije, inflando el pecho como el gallo más altanero de todo el corral.-Ya lo veremos, chico, eso ya lo veremos…-respondió, mientras se alejaba y volvía a reír con esas carcajadas de hojalata oxidada.

No le dí demasiada importancia a aquello. De todas formas, tenía cosas más importantes en las que pensar en ese momento.

Mi turno empezaba a las 23, y terminaba a las 7, así que esa misma noche fui a trabajar, temblando de la emoción. El uniforme me quedaba demasiado holgado, y parecía más un adolescente larguirucho y flaco disfrazado para una fiesta de Halloween, que un adulto yendo al trabajo. Llegué al Gran Teatro cuando el resto de trabajadores se iba, agotados tras una larga jornada. Lo primero que hice fue dirigirme a mi despacho, un cuartillo de escobas situado en un pasillo escondido en medio de algún sitio. Me senté en la butaca con un termo de café en la mano, y empecé a registrar los cajones. En uno de ellos había una carpeta a rebosar, que abrí y empecé a revisar su contenido. Todo lo que había allí eran fichas de los anteriores vigilantes. En total, había quince. Quince vigilantes en lo que iba de año. Ninguno se había quedado allí más de un mes. Tragué saliva nerviosamente.

Desde hacía un rato había dejado de oír al personal del teatro. El reloj marcaba las 1 y 35 de la madrugada, hora perfecta para la primera de mis muchas expediciones nocturnas. Cogí mi linterna y el manojo de llave, y me zambullí en la densa oscuridad. Aquel silencio hubiera inquietado a cualquiera. Pero era muy difícil que yo me asustara por algo. Me encontraba en mi salsa.

La noche transcurrió en total tranquilidad. Esa noche, la siguiente, la siguiente….la limpiadora se equivocó, eso era seguro. Yo estaba hecho de una pasta diferente a todos los gallinas que habían pasado por el puesto antes que yo.

Una ocasión, pasados algunos meses de que empezara a trabajar allí, acudí a mi despacho, como era costumbre, con un capuccino humeante con crema y mucha canela, justo como a mí me gusta. Alguien había dejado algo en mi escritorio. Era un periódico viejo, de la década de los años 20, recién inaugurado el teatro. El titular denunciaba, escandalosamente, el avistamiento de un espíritu en el lugar. Lo habían bautizado como “el fantasma de la Ópera”. Qué sensacionalista me pareció todo. Sin embargo, aquello había despertado mi curiosidad. Pondría más atención en mis rondas nocturnas.
Transcurrieron los meses sin que detectase ninguna anomalía, ninguna pista que indicase que el “fantasma de la ´´Ópera” era algo más aparte de una leyenda para asustar a los niños. Pero una noche, rompiendo el silencio sepulcral permanente, escuché, en la lejanía, el goteo tímido de algún grifo que se había quedado abierto. Ya me conocía el teatro como la palma de mi mano, así que fui directo al baño, iluminando el camino con la linterna.

Cerré el grifo y no pude evitar el susto inicial al ver que alguien había escrito un mensaje en el espejo: “estamos juntos en esto.” No me hizo falta darme la vuelta. Sabía que estaba ahí. Quería que lo viera. Quería que me acercara a él, que le hablara. ¿Cómo se habla con un fantasma?
Giré sobre mis talones, hasta quedar frente a él. No había visto un fantasma en mi vida. El espectro gruñó y desapareció. Yo no estaba asustado. ¡Estaba emocionado!

A partir de aquella noche, acudí con ilusión renovada a trabajar. Notaba –no siempre se dejaba ver- al fantasma casi a diario, y nos comunicábamos constantemente. Me contó que se llamaba Antoine, y que murió en la construcción del teatro, cuando le cayó una viga en la cabeza. Yo también le confié muchas cosas, y me acostumbré a su compañía. Pese a ser un ermitaño, no podía evitar echar de menos a veces estar con alguien. Y él me confesó que también se sentía muy solo. Me sorprendía lo mucho que nos parecíamos.

Al preguntarle por los demás vigilantes, Antoine me confesó que, cuando uno no le gustaba o no le caía bien, por pura píllería, se dedicaba a asustar al pobre infeliz hasta que este no podía más y dimitía.

No pude evitar reírme. Yo hubiera hecho lo mismo.

También me contó que la anciana limpiadora era su nieta, que sólo contaba con unos pocos meses cuando él falleció.

De esa manera transcurrieron los años. Pero de repente, dejé de ver a Antoine. Busqué a su nieta, pero tampoco pude encontrarla por ninguna parte. Esperé y esperé, con la esperanza de que aquello sólo fuera un berrinche del fantasma. Antoine era muy temperamental. Pero no volví a verlo nunca más.

Mi desesperación iba en aumento. ¡Antoine era mi mejor amigo! Salí en su búsqueda, gritando y aullándole a la noche como un lobo enloquecido. Apenas recuerdo lo que ocurrió. Me despertó el personal a la mañana siguiente, yo había quedado enredado en un amasijo de telas rotas del telón y sangre de alguna herida que me había hecho al tropezarme.

Me despidieron, por supuesto. Pero fueron muy amables conmigo. Me ayudaron a trasladarme y a encontrar un nuevo empleo. Es en un complejo enorme y luminoso. El resto del personal va vestido de blanco. Y tengo mi propia habitación, desde donde les estoy escribiendo. Es grande y cómoda. Aunque echo de menos a mis cactus.


Tengo que tomar pastillas varias veces al día. Todavía no sé para qué.

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