Te quiero con la puerta cerrada,
con la llave echada,
y quizá,
todo aquello que escondo
tras mi mirada.
Te quiero con tu luz blanca
y en voz baja,
con las cosas no muy claras,
sin demasiada esperanza.
Te quiero, y el querer me mata
y ojalá,
¡ojalá!
pudiera no quererte nada,
pero no te puedo engañar,
no puedo decir que no,
que no me encuentro
enredada,
y que tú, amor,
mi amor,
no me has enredado
el alma.
jueves, 30 de noviembre de 2017
sábado, 25 de noviembre de 2017
Cuando el mundo entero cupo en un abrazo
El auditorio al completo rompió en aplausos, que retumbaron por toda la sala y parecieron querer echarla abajo. Hubo aplausos de todo tipo: aplausos emocionados, sinceros, teñidos de nostalgia y sobrecogimiento por todo aquello que se acababa de presenciar. Pero también había aplausos de alivio, palmas que se entrechocaban contentas de poder escapar de aquella habitación y aquellos asientos que las habían mantenido cautivas durante horas.
Para mí personalmente, aquel palmoteo atronador significó el caos y la algarabía, el fin de la formalidad y el inicio de la vorágine. Me levanté de la butaca como si ésta hubiera activado un resorte. Me veía espléndida. Me sentía bonita. Radiante. En ese momento yo era una supernova, sentía que irradiaba toda la luz del mundo, que era capaz de cualquier cosa, y que si el mundo acababa en ese instante, no me hubiese importado lo más mínimo. Ese es el efecto que tiene vencer uno de tus mayores miedos: te otorga súper poderes.
Tras acabar el acto, la mayoría de los que habían participado en él fueron a saludar a sus familiares, a darle dos besos a sus padres no ya como simples alumnos de instituto, sino como guerreros que vuelven victoriosos de la batalla, satisfechos de haber sobrevivido a esa jungla llamada instituto.
Yo también pensaba hacer lo propio. Pero antes, debía hacer algo más.
Al mismo momento en que la ceremonia finalizó, todo dejó de importar. Nos habíamos graduado, ¿qué más daba lo que ocurriese después? Así que eché a correr escaleras abajo, presa de la euforia y de la energía del instante, a pesar de la poca movilidad que me concedían mis zapatos de tacón y a mi vestido blanco -estampado de cuervos-, tan amplio en unas zonas y tan ceñido en otras, que quizá era de las prendas más incómodas que podías vestir para lanzarte a la carrera. Pero se trataba de un momento mágico, un intervalo de tiempo anómalo donde cualquier cosa podía ocurrir.
Seguí corriendo como si se me estuviera escapando el tren que llevara al paraíso, abriéndome paso entre amigos y caras desconocidas, entre abrazos y palmadas en los hombros, hasta llegar al lugar donde estaba segura de poder encontrarle. Y en efecto, así fue. Cuando mi mirada se cruzó con la suya, se iluminó.
Formal como él sólo, fiel a la norma que había caracterizado el curso entero, fue a darme dos besos. ¿Dos besos? ¿Qué nos creíamos, robots?
Quizá no debí hacer lo que hice a continuación. Quizá fue un acto extremadamente temerario, y quizá en cualquier otro momento y cualquier otro contexto, él hubiera rechazado el gesto sin pestañear. Pero lo mejor es que nunca lo sabré.
Antes de que pudiera darme esos dos besos, me lancé a sus brazos al más puro estilo trágico-romántico de película barata de Hollywood de los domingos por la tarde. Fue mi forma de decir: lo he conseguido. He podido. Gracias.
Y fue, seguramente, de las formas más poco ortodoxas de decir algo así. Pero él debió captarlo a la perfección, porque, sin dejar de estrecharme, me dijo lo perfecta que había estado sobre el escenario, y lo muy orgulloso que se sentía de mí. Al cabo de tantos meses de clase, había aprendido que él no regalaba los halagos. Al contrario. Por eso, que me concediera aquello, era lo último que esperaba.
Acudí a él esperando un abrazo y regresé con dos medallas, que llevo siempre conmigo; las llevo colgadas muy cerquita del corazón. En ocasiones, hasta me llego a olvidar de ellas. Pero otras veces les saco brillo, como en noches como esta, cuando acuden a mi memoria él y las huellas que todavía resisten grabadas por esos caminos que recorríamos, y recorreremos siempre, quizá, en algún rincón muy remoto del océano de nuestros recuerdos.
Para mí personalmente, aquel palmoteo atronador significó el caos y la algarabía, el fin de la formalidad y el inicio de la vorágine. Me levanté de la butaca como si ésta hubiera activado un resorte. Me veía espléndida. Me sentía bonita. Radiante. En ese momento yo era una supernova, sentía que irradiaba toda la luz del mundo, que era capaz de cualquier cosa, y que si el mundo acababa en ese instante, no me hubiese importado lo más mínimo. Ese es el efecto que tiene vencer uno de tus mayores miedos: te otorga súper poderes.
Tras acabar el acto, la mayoría de los que habían participado en él fueron a saludar a sus familiares, a darle dos besos a sus padres no ya como simples alumnos de instituto, sino como guerreros que vuelven victoriosos de la batalla, satisfechos de haber sobrevivido a esa jungla llamada instituto.
Yo también pensaba hacer lo propio. Pero antes, debía hacer algo más.
Al mismo momento en que la ceremonia finalizó, todo dejó de importar. Nos habíamos graduado, ¿qué más daba lo que ocurriese después? Así que eché a correr escaleras abajo, presa de la euforia y de la energía del instante, a pesar de la poca movilidad que me concedían mis zapatos de tacón y a mi vestido blanco -estampado de cuervos-, tan amplio en unas zonas y tan ceñido en otras, que quizá era de las prendas más incómodas que podías vestir para lanzarte a la carrera. Pero se trataba de un momento mágico, un intervalo de tiempo anómalo donde cualquier cosa podía ocurrir.
Seguí corriendo como si se me estuviera escapando el tren que llevara al paraíso, abriéndome paso entre amigos y caras desconocidas, entre abrazos y palmadas en los hombros, hasta llegar al lugar donde estaba segura de poder encontrarle. Y en efecto, así fue. Cuando mi mirada se cruzó con la suya, se iluminó.
Formal como él sólo, fiel a la norma que había caracterizado el curso entero, fue a darme dos besos. ¿Dos besos? ¿Qué nos creíamos, robots?
Quizá no debí hacer lo que hice a continuación. Quizá fue un acto extremadamente temerario, y quizá en cualquier otro momento y cualquier otro contexto, él hubiera rechazado el gesto sin pestañear. Pero lo mejor es que nunca lo sabré.
Antes de que pudiera darme esos dos besos, me lancé a sus brazos al más puro estilo trágico-romántico de película barata de Hollywood de los domingos por la tarde. Fue mi forma de decir: lo he conseguido. He podido. Gracias.
Y fue, seguramente, de las formas más poco ortodoxas de decir algo así. Pero él debió captarlo a la perfección, porque, sin dejar de estrecharme, me dijo lo perfecta que había estado sobre el escenario, y lo muy orgulloso que se sentía de mí. Al cabo de tantos meses de clase, había aprendido que él no regalaba los halagos. Al contrario. Por eso, que me concediera aquello, era lo último que esperaba.
Acudí a él esperando un abrazo y regresé con dos medallas, que llevo siempre conmigo; las llevo colgadas muy cerquita del corazón. En ocasiones, hasta me llego a olvidar de ellas. Pero otras veces les saco brillo, como en noches como esta, cuando acuden a mi memoria él y las huellas que todavía resisten grabadas por esos caminos que recorríamos, y recorreremos siempre, quizá, en algún rincón muy remoto del océano de nuestros recuerdos.
miércoles, 22 de noviembre de 2017
latido en un relámpago
No dejaré que nadie me diga nunca más cómo debo ser,
o cómo debo dejar de ser,
cuántas lágrimas tengo que llorar,
o que tengo que ser fuerte siempre,
siempre feliz,
siempre sonriente,
-no quiero vivir todo el tiempo como si la vida fuera un anuncio de televisión-
Y si me lo dicen, les diré
que yo sólo soy una rosa
-quizá con más espinas que pétalos-
pero una rosa,
de las que crecen al fondo del jardín
y que no pretende ser contemplada.
Porque yo no quiero ser bonita:
tan sólo quiero ser yo
(por mucho que alguna vez haya querido ser como esas chicas por las que se escriben poemas y se componen canciones)
Y lloraré,
me descoseré el corazón a lágrimas si hace falta,
si lo necesito para sentir que ya no necesito nada
nada más que a mí y a un par de alas,
o de hojas, o de palabras
-es decir, que mi libertad ya no será coartada-
Y esto es un canto a mí,
que fluye como un río de agua clara,
y como el agua,
limpia aquella suciedad que me estaba
empañando el alma.
(lluvia soy, fuego seré)
martes, 14 de noviembre de 2017
carpe mortem
Sucedió en verano. Fue ese verano en el que el amor brotaba
en cada esquina, fundiéndose con el odio y haciendo girar el mundo a mil
revoluciones por minuto. Verano incierto, de caricia y rellerta, en que el sol
salía y se ponía cada día como si fuera la última vez que fuera a hacerlo.
Verano de amor adolescente, de cosquilleo y nervios a flor de piel, de vértigo
e ilusión, tan frágil, hermoso y delicado como el cristal, a la par que
patético.
Técnicamente, ellos dos no eran pareja. A ella le había
robado el corazón otro. A él, se lo había robado ella. Pero disfrutaban
enormemente de la compañía mutua. En ocasiones, parecían espejarse, y encontrar
en el otro facetas y rasgos que no encontraban en nadie más. No eran más que
dos excéntricos que se veían obligados a medir según qué cosas en según qué
círculos y según en qué situaciones.
Pero cuando estaban juntos, se sentían libres de ser todo lo bizarros que
pudieran y más, como si participasen, amistosamente, en una competición de a
ver quién conseguía ser más extravagante.
Quedaron una mañana de mediados de agosto. El plan era hacer
una excursión y pasar el día visitando un lugar poco común. No había mucha
gente que visitase normalmente el cementerio. Y mucho menos en verano, cuando
las playas se abarrotan y la población, por lo general, abandona la ciudad en
desbandada. Pero ellos dos no eran normales, sino más bien, lo que cualquiera
calificaría como “raritos”. Y, aprovechando que él no conocía el lugar, se
dieron cita un día, con comida, agua, y ganas de deambular por un sitio
diferente.
Subieron a pie, por las cuestas infinitas que seguramente
esconden demasiados secretos. Como era de esperar, en el enorme camposanto no
había apenas nadie. Su conversación, al principio, fue algo forzada. ¿De qué se
debe hablar cuando visitas un cementerio? ¿Se debe guardar silencio todo el
tiempo, como muestra de respeto hacia los difuntos? A veces sí se callaban.
Otras veces, hablaban, y el sonido de sus voces parecía provocar eco en el
extenso recinto. Poco tiempo tardó él en hacerla reír. Siempre lo acababa
consiguiendo. Y cuando el rumor de su risa se apagó, congelándose de nuevo el
espacio en el silencio sepulcral, ella sintió como si hubiera cometido una profunda
ofensa riéndose en un lugar así –la broma no había tenido relación ninguna con
el sitio-, pero también extraña, al intentar imaginarse cuándo fue la última
vez que alguien se rió allí. De cuántas risas es testigo un cementerio.
Cualquier persona se hubiera aburrido. Pero ellos no, como
mirlos blancos que eran ;durante horas caminaron por las calles llenas de
nichos y mausoleos, torrándose por aquel sol de justicia apenas sin darse
cuenta. Incluso dieron con miradores, en mitad del cementerio, que ofrecían una
panorámica espectacular de la ciudad, de las montañas, y del horizonte casi
fundiéndose con el cielo. Y sin quererlo ni beberlo, se dieron de bruces con un
recinto de bronce, que parecía haber sido colocado por error allí, pues rompía
completamente con el orden de tumbas que reinaba. Extrañados, franquearon sus
puertas, y cuál fue su sorpresa al encontrar allí un pequeño prado verde, con
algún que otro olivo, y un gran aljibe, del que brotaba agua con un rumor
tímido y casi inaudible. Ella quedó encandilada al instante. A él la encandiló
su reacción, su ilusión por las pequeñas cosas y la forma en que le brillaban
los ojos cuando descubría algo que le gustaba mucho, pero fingió sentir interés
por la belleza del sitio. Jardín de las cenizas, era su nombre. Ella quiso
quedarse más, parar el reloj y sentir que no había nada más que ellos dos en esa
explosión de vida rodeada de tanta muerte, pero no tenían todo el día, y, como
bien demostraban los rugidos de sus estómagos, era la hora del almuerzo. Así
que, perdiéndose varias veces por los enrevesados caminos de la laberíntica
necrópolis, se marcharon.
Él, supuestamente, no debía estar allí. Estaba haciendo
pellas. Había decidido irse con ella, en vez de acudir a la academia. Y como
suele pasar, le acabaron pillando. Así que tuvo que marcharse, dejándola con
cierta sensación de regomello en las entrañas, al sentirse culpable de algo que
desconocía por completo.
Aquel día acabaría siendo eterno, como un paréntesis en sus
vidas que nunca olvidarían. Meses después volverían, y el mismo cementerio que
les vio reír, acabaría siendo testigo de un dolor que ninguno de los dos podía
imaginarse en aquel día de agosto en que la vida parecía un juego e
infinitamente justa y equilibrada. Supongo que la vida es como el océano, nunca
sabes qué albergará, que te traerá mañana la marea, o si al subir, te llevará
con ella.
sábado, 11 de noviembre de 2017
sin título (y sin risa)
Últimamente me río poco. Y es una pena.
Aunque no sé qué me apena más, si extrañar mi risa o, por el contrario, olvidarme de ella, olvidar que yo también tengo esa capacidad.
Y así, cuando vuelvo a reír, noto mi risa como un sonido enlatado, oxidado, ajado por el poco uso, como si la hubiera guardado en un armario hace décadas y mientras tanto no hubiese hecho más que cubrirse de polvo y cenizas del tiempo perdido. Cuando me río otra vez es cuando me doy cuenta de lo mucho que extraño mi risa estridente, reírme por cualquier tontería.
Quien me hace reír, me hace un regalo. No creo que quien lo haga se imagine aún remotamente lo que significa para mí ni el bien que me hace, ni que sepa que cuando me provoca la risa es como si desencadenase la lluvia sobre unas tierras aquejadas de sequía desde hace bastante tiempo. O por el contrario, son bancales anegados que, tras tantos monzones,necesitan un poco de luz solar, una pequeña tregua en medio de tanta guerra. Algo de paz después de la tormenta.
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