La tormenta se cernía como una cobija sobre la pequeña cabaña de madera. Yo observaba los rayos que iluminaban constantemente la noche con su resplandor siniestro y la lluvia violenta que golpeaba con furia las ventanas sentada en la mesa; delante de mí un libro que no leía y una taza de algún brebaje que no me había bebido, y se había quedado tan frío como yo.
Cuando oí los tres golpes secos sobre la puerta, ni siquiera pude sentir asombro. Era como si de alguna forma lo estuviera esperando. En una noche como esa sólo podían ocurrir desgracias.
Abrí la puerta y ella se desplomó en mis brazos. Su capa estaba completamente calada y aunque no llevaba la capucha puesta, la melena empapada ocultaba su rostro.
Pobrecita. Pobre mía.
La liberé del pesado abrigo y la senté frente al fuego, mientras me apresuraba a ir al cuarto de baño a llenar la bañera de abundante agua caliente. Cuando se hubo llenado, la tomé en brazos, alzándola como a una gran muñeca de trapo. No entiendo de dónde saco esa fuerza a veces. Supongo que cuando ella me necesita, yo me crezco y me convierto en una superheroína. Sin olvidar que momentos como ese sólo son treguas que nos permitimos ocasionalmente. Luego volvemos a nuestra rutina, a tirarnos sillas a la cabeza y pegarnos puñaladas cuando la otra no está mirando. Menudo lazo tóxico el que nos une. Pero supongo que hay cosas que no se pueden cambiar.
Con sumo cuidado y delicadeza, la desprendí de las prendas heladas que la vestían y la ayudé a introducirse en la bañera. Ella no dejaba de temblar, y en su rostro se reflejaba una expresión ausente, como si sólo se encontrase allí de cuerpo presente y realmente estuviera muy, muy lejos.
Su delicada espalda estaba plagada de magulladuras. Trabajé sobre ella rápidamente, curando sus heridas con un ungüento especial que guardaba en mi armario de los remedios. Con un paño empecé a frotarle los miembros. También tenía algunos descosidos en la piel, por lo que, con la misma aguja y el mismo hilo que utilizaba siempre, remendé las aberturas por donde se le escapaban los sueños, consciente de que sólo era una solución momentánea, y que volverían a abrirse una y otra vez. Eran como una lesión mal curada, que tiende a empeorar con el paso del tiempo y a no curarse nunca del todo.
El vapor que flotaba en el ambiente y el agua humeante me hizo remangarme. Varios mechones de pelo se me escaparon del recogido que llevaba en la nuca. Me sentía como un androide programado, que actuara por inercia, y que automáticamente supiera de antemano qué hacer sin ni siquiera pensarlo.
Salí un momento del baño dejándola inmóvil con la cabeza gacha, y me encaminé a la cocina para prepararle una infusión. Iba a hacer su favorita. Sólo yo podía cuidarla así. Sólo yo sabía.
Regresé al baño, cargando la bebida y la toalla que siempre usaba ella, esa que le hacía sentir como si estuviera recibiendo un abrazo de un cúmulo de nubes . La envolví con ella y la senté en el taburete. Cepillé el cabello que le caía por la espalda, mientras untaba su piel suave con aceite de almendras. Cuando estuvo lista, le puse el camisón blanco, ese que le llegaba hasta los pies y convertía su cuerpo en algo incierto. Ya era capaz de caminar, y su cabeza ya no apuntaba al suelo; no parecía, como minutos antes, una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas, pero su mirada seguía perdida, y la desesperanza en su rostro parecía sugerir que nunca iba a ser capaz de encontrarla.
La guié, ambas con los pies descalzos, hasta la cama. La arropé con numerosas mantas y coloqué una ramita de lavanda sobre el cabecero. Después, me senté en la mecedora que había al lado a velar su sueño, y poco tardé en sentir su respiración acompasada. Una vela perlaba la estancia de un esplendor tenue, y alumbraba su tez, que ahora estaba dotada de una calma que no había visto antes. Ahí donde se encontraba, en el reino de los sueños, parecía una criatura celestial, un arcángel; viéndola así, nadie podía llegar a imaginarse que dentro de sí guardaba una fiera. Y si no una, una enciclopedia entera de bestias. Un zoológico entero. Todas guardaban agazapadas en su interior a que saltase la chispa que lo hiciera todo arder.
Esperaba que por fin hubiera hallado paz, aunque sólo hubiera sido en sueños. De verdad lo deseaba.
Seguía diluviando en el exterior. Parecía que no fuera a parar nunca.
No quería perturbar su sueño, ni mucho menos despertarla, pero no pude evitarlo. Me senté en el borde de la cama y le acaricié el cabello. Quise ponerle flores en el pelo. Quise llevármela muy lejos de allí. Quise hacerle olvidar todo.
Ya me acordaría de todo aquello cuando volviera a odiarla.
Ya lo recordaría cuando le hiciera daño una vez más.
Apagué la vela de un soplido y salí del dormitorio, cerrando la puerta con delicadeza. Pero en vez de marcharme, me senté frente a su puerta como un centinela. Mientras yo estuviera vigilante, nadie penetraría allí. Nada ni nadie podría hacerle daño. Al fin y al cabo, sólo me tenía a mí
Y yo a ella.
viernes, 26 de octubre de 2018
lunes, 22 de octubre de 2018
No me acostumbro
No me acostumbro a vivir así.
No importa cuánto tiempo pase.
Vivo eternamente semioculta tras un velo que me esconde parte del rostro y me oscurece la mirada.
Nunca podré estar tranquila.
Nunca seré capaz de relajarme, de bajar la guardia y dejarme mecer por el oleaje sin pensar que las olas que me acunan son las mismas que me arrastrarán hasta la profundidad abisal y llenarán mis pulmones de agua negra y helada.
No me acostumbro y a la vez me resigno.
Por momentos me convenzo de que nunca seré capaz de quitarme esta corona de espinas, de que mi corazón malvivirá para siempre preso de una soga apretada que le roba el oxígeno y una valla de alambre que lo mantiene como rehén del miedo y lo aísla del resto del mundo.
En este salón los chistes están prohibidos. Aquí susurran hasta las sillas y las paredes tienen oídos.
No dejo que nadie me vea nunca con mi traje de lágrimas y con esa cara que se me pone cuando estoy asustada.
Quizá a mí me haya tocado vivir siempre huyendo por no sentirme nunca segura.
Quizá a mí me haya tocado vivir errando y no tener un hogar.
Quizá a mi me haya tocado vivir entre espejos y espejismos.
Quizá ni siquiera yo sea real.
Pero la verdad es que estoy cansada.
Vivir en tensión constante agota a cualquiera.
A veces siento que vivo dentro de un polvorín y todos los días llueven chispas del cielo.
Temo explotar en cualquier momento y llevármelo todo por delante.
Intentar salir de aquí es como tratar de golpear con los nudillos las paredes de un ataúd.
Intento mantener a las criaturas atadas, pero siempre consiguen escapar. Siempre hay algún alma deambulando por los pasillos de este motel abandonado.
Siento tanta impotencia y tanta rabia que a veces olvido que puedo albergar alguna otra emoción.
En ocasiones todo me parece tan fútil y tan carente de sentido que la vida me parece una pantomima absurda y mal escrita.
La conclusión de todo esto es que una misma puede convertirse en su peor pesadilla.
Nadie puede rescatarme de aquí.
Ni siquiera yo misma.
No importa cuánto tiempo pase.
Vivo eternamente semioculta tras un velo que me esconde parte del rostro y me oscurece la mirada.
Nunca podré estar tranquila.
Nunca seré capaz de relajarme, de bajar la guardia y dejarme mecer por el oleaje sin pensar que las olas que me acunan son las mismas que me arrastrarán hasta la profundidad abisal y llenarán mis pulmones de agua negra y helada.
No me acostumbro y a la vez me resigno.
Por momentos me convenzo de que nunca seré capaz de quitarme esta corona de espinas, de que mi corazón malvivirá para siempre preso de una soga apretada que le roba el oxígeno y una valla de alambre que lo mantiene como rehén del miedo y lo aísla del resto del mundo.
En este salón los chistes están prohibidos. Aquí susurran hasta las sillas y las paredes tienen oídos.
No dejo que nadie me vea nunca con mi traje de lágrimas y con esa cara que se me pone cuando estoy asustada.
Quizá a mí me haya tocado vivir siempre huyendo por no sentirme nunca segura.
Quizá a mí me haya tocado vivir errando y no tener un hogar.
Quizá a mi me haya tocado vivir entre espejos y espejismos.
Quizá ni siquiera yo sea real.
Pero la verdad es que estoy cansada.
Vivir en tensión constante agota a cualquiera.
A veces siento que vivo dentro de un polvorín y todos los días llueven chispas del cielo.
Temo explotar en cualquier momento y llevármelo todo por delante.
Intentar salir de aquí es como tratar de golpear con los nudillos las paredes de un ataúd.
Intento mantener a las criaturas atadas, pero siempre consiguen escapar. Siempre hay algún alma deambulando por los pasillos de este motel abandonado.
Siento tanta impotencia y tanta rabia que a veces olvido que puedo albergar alguna otra emoción.
En ocasiones todo me parece tan fútil y tan carente de sentido que la vida me parece una pantomima absurda y mal escrita.
La conclusión de todo esto es que una misma puede convertirse en su peor pesadilla.
Nadie puede rescatarme de aquí.
Ni siquiera yo misma.
jueves, 18 de octubre de 2018
Junto a mí
Llevaba más de un año visitando a diario aquella casa en ruinas, que se volvía más y más polvorienta con el paso de los días. No podía dejar de hacerlo. Simplemente era incapaz. Se había convertido en una suerte de obsesión sin la que no era capaz de vivir. Ya no distinguía si aquella amalgama de recuerdos hechos hogar se me había enraizado en el corazón, o si directamente el corazón me había echado raíces allí.
Había épocas en las que me esforzaba en no volver por el lugar. Trataba de distraerme con lo que fuera, en trazarme rutas sobre los mapas que no me llevaran a ninguna parte, sólo para descubrir, una vez más, que mis pies me habían conducido inconscientemente ante la vieja puerta de madera del sitio que una vez fue mi refugio.
El lugar que antaño había sido un remanso de paz y calidez, donde los rayos del sol se filtraban por los grandes ventanales llenando las estancias de luz y color se había convertido en una especie de cueva inhóspita y oscura, tan gélida que te permitía ver tu vaho aun encontrándote en el interior. Su aspecto era tan desalentador como una galería llena de relojes parados en el momento de una catástrofe. Pero yo no podía irme de allí. Quizá estaba condenada, de alguna manera, a pasearme eternamente por sus cuartos vacíos llenos de trastos viejos y tesoros de otra época, de subir y bajar escaleras que chirriaban y caminar por corredores silenciosos donde todavía resonaba el eco de todas las risas que algún día albergó.
Eso sí, cuando iba, nunca tocaba nada. De alguna manera sentía en mi corazón que no podía. Ya no se me permitía hacer algo así; me había convertido en una extraña dentro de mi propio hogar. O algo que se había asimilado bastante, hace mucho tiempo.
Había ocasiones en las que introducía la llave de latón y abría el cerrojo con su habitual chasquido para descubrir, con sorpresa, que alguien había estado allí hasta poco antes de que yo llegase. Un aroma a nubes y brisa marina impregnaba la estancia y se colaba por todos los rincones, desde el sótano con sus paredes de madera enmohecida hasta el ático que atesoraba las reliquias más antiguas.
Las hojas del calendario caían sin cesar y acabaron formando una suerte de alfombra de papel amarillento en el suelo de la cocina. Pero yo seguí acudiendo. A veces embutida en un riguroso luto, con un tupido velo negro cubriéndome la tez pálida, como si el objetivo de mi visita fuera velar a un ser querido. Pero otras veces (esas fueron menos) acudía descalza y vestida de blanco, con un poquito de luz en los ojos, feliz de estar allí, abriendo las ventanas y dejando pasar a un centenar de palomas blancas. Salía al jardín descuidado y caminaba entre los matorrales, recolectando rosas salvajes para hacer un ramo que depositaba encima de la mesa, con la secreta esperanza de no encontrármelo en mi próxima visita.
Llegó, con el pasar de los meses, un día en que prácticamente amanecí frente a la casa. El rocío vestía las flores, y el fresco de la mañana erizaba el vello de mis brazos, así que me apresuré hacia la casa, subiendo la escalinata a paso ligero. Cuando llegué a la puerta, supe que algo había pasado, pues no estaba cerrada, como la hallaba siempre. Cada vez que iba, me aseguraba de errar bien al salir. Dudé en marcharme por donde había venido, pero me sentía como la guardiana de aquella casa, y mi sentido de la responsabilidad me empujaba a averiguar lo ocurrido. Así que terminé de abrir la puerta entreabierta con la punta de mi bota y me adentré en el vestíbulo. El sonido de mis pasos quebró el silencio dominante. Sin embargo, no era un silencio amenazador ni sepulcral. Había algo distinto en el ambiente. Pero no lo percibí como algo negativo.
No sentí miedo, aunque en el momento no entendiera cuál fuera el quid de la cuestión.
Tenía que ir a la cocina. Algún tipo de magnetismo me atraía hacia allí. Así que recorrí el largo pasillo, mientras los retratos de sus paredes me contemplaban con interés.
Me detuve antes de entrar. Ahí había alguien, y no me hizo falta que se diera la vuelta para saber quién acariciaba el ramo de rosas secas que yo misma había dejado atadas con un lazo blanco sobre la mesa. Hubiese reconocido esa silueta en cualquier parte, en medio de cualquier multitud; hoy, ayer, y aunque pasaran décadas. Mi temperatura corporal pareció descender varios grados, mi corazón se negó a seguir bombeándome sangre por unos segundos y hasta olvidé cómo respirar. Quise tirarme al suelo, echar a volar y escapar por un ventanal, cavar un agujero en la tierra y huir como un topo, y salir corriendo como alma que lleva el diablo. Pero también quería congelar ese instante. También quería dar un paso adelante y ver qué pasaba. Aunque me pareciera poco menos que saltar al vacío.
Y sin paracaídas.
Eso hice. Me sentía valiente. Tan valiente y gallarda, que fui capaz de atreverme a exponerme a un posible dolor a pecho descubierto, sin armadura que me cobijara un corazón que hacía aguas ni escudo tras el que me pudiera esconder.
Cuando reuní el valor de dar un paso al frente, él ya me observaba desde unos ojos azules que no había podido olvidar. Llevaba esa mirada grabada a fuego en algún rincón de mi ser. Pero no era hostil. De hecho, encontré en sus ojos un reflejo de lo que yo sentía. De todo lo que yo había sentido. Era una mirada de mar cálido que invitaba a zambullirse. De cielo azul que me apetecía surcar.
Así que di otro paso. Él hizo lo propio. No pude evitar sentir que contemplaba a un espejismo. Le había extrañado tanto, había recreado tantas veces ese encuentro, que cuando al fin lo estaba viviendo, no quise creerlo.
Por fin, aunque el tiempo, caprichoso como él solo, prorrogase ese momento, nos abrazamos. Yo me sentí como un náufrago que se aferra a la vida tras notar los brazos exhaustos y la esperanza perdida. Le abracé como si no quisiera dejarle ir nunca más, como si fuera el último abrazo que fuese a darle jamás. De verdad así lo sentía. Y de verdad que ya me había asegurado, en mi fuero interno, que nunca más volvería a estrecharle entre mis brazos.
No sé cuánto duró dicho abrazo. Quizá minutos, quizá horas. Sólo sé que me entregué a su calidez y a ese aroma a nubes y brisa marina que me resultaba tan familiar.
Cuando nos desasimos, todo a nuestro alrededor había cambiado. Parecía que nos hubiéramos transportado a un lugar diferente. El aire no estaba congelado ni cortaba la piel. Ya no sentía en mi interior el pesar que me invadía por dentro cuando ponía un pie allí. Todo había dejado de ser una fotografía en blanco y negro y había regresado el color.
Por fín habíamos devuelto aquel lugar a la vida.
Por fin había vuelto a ser nuestro hogar.
Había épocas en las que me esforzaba en no volver por el lugar. Trataba de distraerme con lo que fuera, en trazarme rutas sobre los mapas que no me llevaran a ninguna parte, sólo para descubrir, una vez más, que mis pies me habían conducido inconscientemente ante la vieja puerta de madera del sitio que una vez fue mi refugio.
El lugar que antaño había sido un remanso de paz y calidez, donde los rayos del sol se filtraban por los grandes ventanales llenando las estancias de luz y color se había convertido en una especie de cueva inhóspita y oscura, tan gélida que te permitía ver tu vaho aun encontrándote en el interior. Su aspecto era tan desalentador como una galería llena de relojes parados en el momento de una catástrofe. Pero yo no podía irme de allí. Quizá estaba condenada, de alguna manera, a pasearme eternamente por sus cuartos vacíos llenos de trastos viejos y tesoros de otra época, de subir y bajar escaleras que chirriaban y caminar por corredores silenciosos donde todavía resonaba el eco de todas las risas que algún día albergó.
Eso sí, cuando iba, nunca tocaba nada. De alguna manera sentía en mi corazón que no podía. Ya no se me permitía hacer algo así; me había convertido en una extraña dentro de mi propio hogar. O algo que se había asimilado bastante, hace mucho tiempo.
Había ocasiones en las que introducía la llave de latón y abría el cerrojo con su habitual chasquido para descubrir, con sorpresa, que alguien había estado allí hasta poco antes de que yo llegase. Un aroma a nubes y brisa marina impregnaba la estancia y se colaba por todos los rincones, desde el sótano con sus paredes de madera enmohecida hasta el ático que atesoraba las reliquias más antiguas.
Las hojas del calendario caían sin cesar y acabaron formando una suerte de alfombra de papel amarillento en el suelo de la cocina. Pero yo seguí acudiendo. A veces embutida en un riguroso luto, con un tupido velo negro cubriéndome la tez pálida, como si el objetivo de mi visita fuera velar a un ser querido. Pero otras veces (esas fueron menos) acudía descalza y vestida de blanco, con un poquito de luz en los ojos, feliz de estar allí, abriendo las ventanas y dejando pasar a un centenar de palomas blancas. Salía al jardín descuidado y caminaba entre los matorrales, recolectando rosas salvajes para hacer un ramo que depositaba encima de la mesa, con la secreta esperanza de no encontrármelo en mi próxima visita.
Llegó, con el pasar de los meses, un día en que prácticamente amanecí frente a la casa. El rocío vestía las flores, y el fresco de la mañana erizaba el vello de mis brazos, así que me apresuré hacia la casa, subiendo la escalinata a paso ligero. Cuando llegué a la puerta, supe que algo había pasado, pues no estaba cerrada, como la hallaba siempre. Cada vez que iba, me aseguraba de errar bien al salir. Dudé en marcharme por donde había venido, pero me sentía como la guardiana de aquella casa, y mi sentido de la responsabilidad me empujaba a averiguar lo ocurrido. Así que terminé de abrir la puerta entreabierta con la punta de mi bota y me adentré en el vestíbulo. El sonido de mis pasos quebró el silencio dominante. Sin embargo, no era un silencio amenazador ni sepulcral. Había algo distinto en el ambiente. Pero no lo percibí como algo negativo.
No sentí miedo, aunque en el momento no entendiera cuál fuera el quid de la cuestión.
Tenía que ir a la cocina. Algún tipo de magnetismo me atraía hacia allí. Así que recorrí el largo pasillo, mientras los retratos de sus paredes me contemplaban con interés.
Me detuve antes de entrar. Ahí había alguien, y no me hizo falta que se diera la vuelta para saber quién acariciaba el ramo de rosas secas que yo misma había dejado atadas con un lazo blanco sobre la mesa. Hubiese reconocido esa silueta en cualquier parte, en medio de cualquier multitud; hoy, ayer, y aunque pasaran décadas. Mi temperatura corporal pareció descender varios grados, mi corazón se negó a seguir bombeándome sangre por unos segundos y hasta olvidé cómo respirar. Quise tirarme al suelo, echar a volar y escapar por un ventanal, cavar un agujero en la tierra y huir como un topo, y salir corriendo como alma que lleva el diablo. Pero también quería congelar ese instante. También quería dar un paso adelante y ver qué pasaba. Aunque me pareciera poco menos que saltar al vacío.
Y sin paracaídas.
Eso hice. Me sentía valiente. Tan valiente y gallarda, que fui capaz de atreverme a exponerme a un posible dolor a pecho descubierto, sin armadura que me cobijara un corazón que hacía aguas ni escudo tras el que me pudiera esconder.
Cuando reuní el valor de dar un paso al frente, él ya me observaba desde unos ojos azules que no había podido olvidar. Llevaba esa mirada grabada a fuego en algún rincón de mi ser. Pero no era hostil. De hecho, encontré en sus ojos un reflejo de lo que yo sentía. De todo lo que yo había sentido. Era una mirada de mar cálido que invitaba a zambullirse. De cielo azul que me apetecía surcar.
Así que di otro paso. Él hizo lo propio. No pude evitar sentir que contemplaba a un espejismo. Le había extrañado tanto, había recreado tantas veces ese encuentro, que cuando al fin lo estaba viviendo, no quise creerlo.
Por fin, aunque el tiempo, caprichoso como él solo, prorrogase ese momento, nos abrazamos. Yo me sentí como un náufrago que se aferra a la vida tras notar los brazos exhaustos y la esperanza perdida. Le abracé como si no quisiera dejarle ir nunca más, como si fuera el último abrazo que fuese a darle jamás. De verdad así lo sentía. Y de verdad que ya me había asegurado, en mi fuero interno, que nunca más volvería a estrecharle entre mis brazos.
No sé cuánto duró dicho abrazo. Quizá minutos, quizá horas. Sólo sé que me entregué a su calidez y a ese aroma a nubes y brisa marina que me resultaba tan familiar.
Cuando nos desasimos, todo a nuestro alrededor había cambiado. Parecía que nos hubiéramos transportado a un lugar diferente. El aire no estaba congelado ni cortaba la piel. Ya no sentía en mi interior el pesar que me invadía por dentro cuando ponía un pie allí. Todo había dejado de ser una fotografía en blanco y negro y había regresado el color.
Por fín habíamos devuelto aquel lugar a la vida.
Por fin había vuelto a ser nuestro hogar.
domingo, 7 de octubre de 2018
La penúltima
Por más que grito aquí nadie me oye.
Se me está quedando cara de muñeca de porcelana de tanto fingirla.
Si alguien encuentra mi corazón, que me lo devuelva.
Yo ya no sé qué sentido tiene todo esto.
Ya no sé qué sentido tengo yo.
Aquí ya no hay música, tan sólo ruido.
Aquí no queda luz, aquí está ya todo sucio.
Ya no quiero ni bailar, tendrás que arrastrarme.
Mis ojos están llenos de polillas de esas que devoran sueños
y todos mis sueños se han teñido de blanco y negro.
Las estatuas están rotas y el aire impregnado del característico olor dulzón que desprenden las rosas al arder...
y a estas alturas de la película lo único que quiero oír es el silencio roto
por el ruido de las cosas
al caer
Se me está quedando cara de muñeca de porcelana de tanto fingirla.
Si alguien encuentra mi corazón, que me lo devuelva.
Yo ya no sé qué sentido tiene todo esto.
Ya no sé qué sentido tengo yo.
Aquí ya no hay música, tan sólo ruido.
Aquí no queda luz, aquí está ya todo sucio.
Ya no quiero ni bailar, tendrás que arrastrarme.
Mis ojos están llenos de polillas de esas que devoran sueños
y todos mis sueños se han teñido de blanco y negro.
Las estatuas están rotas y el aire impregnado del característico olor dulzón que desprenden las rosas al arder...
y a estas alturas de la película lo único que quiero oír es el silencio roto
por el ruido de las cosas
al caer
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