jueves, 31 de mayo de 2018

La fuerza del destino

Dicen que el amor otorga a todo un tinte especial. Que lo que antes era insignificante se convierte en lo más importante del mundo, y que el mundo en sí adquiere otro color, más alegre, y hasta quizá, otro olor, como si hubiesen crecido rosales en todas las calles y celebrasen el amor haciendo brotar exhuberantes rosas.

Y más, sobre todo, si se trata del amor adolescente, o quizá denominado de otra forma más edulcorada, el "primer amor".
Ese primer amor, tan efímero y bello como una estrella fugaz, es aquel que impregna la vida de un aroma de cuento de hadas, pero al mismo tiempo, de una voracidad y una prisa angustiosa, casi apocalíptica, como si el mundo se fuera a acabar mientras los tortolitos están demasiado ocupados correteando por los jardines y contemplando las mariposas, sin ser conscientes de que las mariposas se mueren en dos días.

En semejantes circunstancias se veía envuelta Eileen aquel verano, que había pasado de ser una temporada estival más, a casi el mejor verano de su vida. Se sentía viva, rutilante, como si su piel brillase y ella en sí emitiera ese delicado fulgor que sólo parece dar el amor.

Había pasado el día entero caminando, así que, agotada, se dejó caer en un banco. La noche ya hacía rato que había cubierto con su manto oscuro la ciudad, pero a esas horas, las calles ebullían de actividad. Eileen se hallaba absorta en sus pensamientos y en la música que estaba escuchando, hasta que reparó en una extraña figura que avanzaba hacia donde se encontraba ella. Era un hombre enorme que se movía con dificultad, ayudado por un bastón; parecía un anciano encerrado en el cuerpo de un gigate, y pese a su vejez, tenía una mirada ávida y despierta.
Alrededor de Eileen había bastantes bancos, pero el anciano se acercó expresamente al que ella ocupaba. Este hecho, sumado al estado de alerta que desgraciadamente hemos tenido que desarrollar las mujeres cuando vamos por la calle de noche, y sobretodo, si se nos acerca un hombre, hizo que internamente Eileen se pusiera en guardia, aunque aparentemente ella mostrase total serenidad.
Se quitó los auriculares en cuanto notó que el hombre se dirigía a ella, preguntándole si se podía sentar, a lo que ella respondió que por supuesto.
Hizo un esfuerzo considerable por mostrarse amable pese a que cada vez se estaba poniendo más nerviosa, nerviosismo que aumentó considerablemente cuando el anciano trató de entablar conversación.

Le preguntó su nombre, su edad, a qué se dedicaba. Eileen temía que fuese a someterla a un interrogatorio de tercer grado y quisiera saber dónde vivía, su grupo sanguíneo, y hasta la marca de cereales que desayunaba por las mañanas, pero en cuanto ella le dijo que era estudiante, él le comentó que había sido profesor durante toda su vida, y comenzó a relatársela. Se presentó como Edgardo, natural de Italia, cosa que la chica ya había notado por su marcado acento. Había llegado a España hace años, le había gustado, y se había quedado aquí, estableciéndose en una humilde pensión cercana al banco donde ellos estaban conversando.

Edgardo se definía a sí mismo como un hombre profundamente religioso -Eileen era atea, pero con un respeto absoluto hacia las religiones-, que se había dedicado a ejercer como profesor de Teología y Filosofía. Le preguntó a Eileen su visión del mundo y de la vida, y la respuesta de ella fue bastante confusa, como de confusa puede llegar a ser la visión que tiene sobre la vida una muchacha de 17 años.

El anciano no le preguntó nada más sobre ella. Pero siguió hablando sin parar; parecía necesitar muchísimo a alguien para hablar -o alguien que le escuchara-. Aparentaba sentirse solo.

Muy solo.

Entre las muchas cosas que le contó, una de las que más llamaron la atención de Eileen fue que él no tuviera familia. Ni esposa (o esposo), ni hijos, sobrinos, hermanos...nada. Él le explicó que nunca había sentido interés hacia las mujeres (tampoco hacia los hombres), ni en formar una familia: el gran centro de su vida había sido Dios.

Antes de empezar aquella conversación, Eileen había trazado con exactitud un plan a seguir en su mente, por si el hombre la molestaba o se sentía incómoda. Pero no se sintió incómoda: todo lo contrario.

Cambiando de tema, el italiano le preguntó si le gustaba bailar. Ella, extrañada, le respondió que sí, a lo que él le propuso llevarla a bailar, puesto que todos los fines de semana se organizaba un baile popular en la plaza del ayuntamiento, y que él se movía con más gracia que los muchachos jóvenes, convirtiéndose en el alma de la fiesta siempre. Eileen no sabía si la propuesta era seria o si él le estaba tomando el pelo, así que se limitó a sonreír, sonrisa motivada por la imagen mental de imaginarse bailando con aquel estrafalario septuagenario.

Continuando con las invitaciones, Edgardo le dijo que todos los días comía en un bar de la zona. Era barato, explicó, unos 6 euros el menú, aunque bueno, por un día podría invitarla a comer, si ella quería. Ella no rechazó la propuesta de manera explícita. Pero no le gustaba que la invitasen. Y la idea de que le pagase la comida un anciano que acababa de conocer le pareció un poco desagradable.

Por último, y antes de que ella se fuera, él se empeñó en darle el número de teléfono de la pensión donde vivía, argumentando que le había gustado mucho conocerla y que quería conversa con ella por teléfono.
Se despidieron, pues ella tenía que irse; y se marchó, con una sensación extraña en el pecho. No sabía muy bien qué hacer: por una parte, el tipo no le había transmitido ninguna mala sensación (tan sólo le había parecido un tanto excéntrico), pero por otra parte, no quería pecar de ingenua y pensar que la bondad es el orden primigenio que rige el comportamiento humano, y por ello, acabar pasando por una situación desagradable. Le habló de él a su entorno, y recibió como respuesta palabras de cautela y preocupación, que disuadieron a la joven de dirigirse a él de nuevo.

Al mismo tiempo, ella no consiguió olvidarle, y acabó buscándole casi sin darse cuenta. Alguna vez pasó por la plaza del ayuntamiento los días de baile para buscar su rostro entre la multitud y descubrir, con sorpresa, que allí estaba, moviendo su avejentado esqueleto con arte, tal y como él había dicho. Y cuando algún motivo orientaba su camino hacia la zona donde se habían conocido, ella escrutinaba con la mirada los bancos, para ver si él se encontraba en alguno de ellos.

No existe nada ni nadie capaz de escapar al paso del tiempo, y los años transformaron a Eileen en una joven universitaria, con la misma energía y curiosidad de siempre, pero de carácter un poco más templado, quizá debido a aquella tímida madurez que apenas había empezado a adquirir.
Un día se hallaba ella en la facultad, decidiendo con sus compañeros el procedimiento a seguir para un trabajo. Estaban revisando unos periódicos, buscando noticias para dicho trabajo, cuando uno de los titulares llamó poderosamente su atención. En él, decía que se buscaban herederos para un hombre rico que llevaba un año muerto sin que nadie reclamase su cuerpo. Eileen comenzó a leer la noticia, sin imaginarse lo que encontraría dentro de ella. Al leer la nacionalidad del fallecido, un engranaje empezó lentamente a girar en algún lugar de su interior.
Cuando leyó su nombre, no pudo evitar sentir una tremenda sensación de vértigo.
Y finalmente, cuando reparó en la fotografía que acompañaba el texto, casi se cae de la silla.

El difunto era, en efecto, el italiano profesor Edgardo que ella había conocido años atrás una noche de verano. Todos los datos que arrojaba la noticia ella ya los conocía: él mismo se los había contado. Salvo uno: el tema de su dinero. Este hecho, de todas formas, no hubiera cambiado nada.

Le costó días a Eileen asimilar lo ocurrido, pues creía que historias así eran más propias de Hollywood, que de la vida real. Pero ya vio que no, que a veces, la realidad supera a la ficción.
Tuvo que aprender a aceptar que Edgardo murió solo.Y aceptar también la tristeza y el terrible remordimiento que sentiría cada vez que él le viniera a la cabeza. Hecho que, comprendió, no iba a pasar pocas veces.


Nota de la autora:
Al leer lo escrito, me doy cuenta de que podría, perfectamente, haberle dado carta blanca a la fantasía, y haber dejado volar mi imaginación, libre como el viento.
Podría, por ejemplo, haber escrito que Eileen sintió la imperiosa necesidad de visitar el dormitorio en el que Edgardo pasó las últimas noches de su vida, y que allí encontró un testamento donde él le legaba toda su fortuna, que le permitió abandonar la universidad y dedicarse a la vida contemplativa.

No lo hice, sencillamente, porque estaría faltando a la verdad.

Esto no es un relato. Es la crónica de una historia real. Tan real como que conocí a Edgardo Pavía en julio de 2015 y falleció, solo, dos años después.

Esto no es un relato. Es un homenaje.

Descansa en paz, Edgardo.

lunes, 14 de mayo de 2018

Las sin corona

Pertenezco a esa generación de princesas que ya no buscan príncipes. Que no esperan, en lo más alto de una torre, a que un apuesto caballero las salve de su cruel destino. Que si quieren la luna, se descuelgan del balcón -donde siempre se han empeñado en enclaustrarlas- y se la bajan ellas solas.

Pertenezco a esa generación de princesas que ya han dejado de serlo. Que tiraron por la ventana las coronas y los zapatos de tacón, decididas de una vez por todas a recorrer los caminos descalzas, sintiendo el mundo bajo sus pies.

Pertenezco a esa generación de musas que se aburrieron de estar todo el día dentro de los cuadros, que se salieron de ellos para ser ellas las artistas, las poetas, las escultoras, las escritoras. En resumen, para crear el arte y no sólo limitarse a serlo; para ser infinitas e infinitas cosas más que meros objetos decorativos, muñequitas bonitas de porcelana eternamente disponibles a gusto del consumidor, con un envoltorio brillante y de colorines, y poco que decir después.

Pertenezco a esa generación de brujas que no pudieron quemar. (Les daré una mala noticia: cada día somos más.) Esas, que se hartaron de ser siempre las malas de los cuentos. Las olvidadas. Las violadas. Las asesinadas.
Por eso, estas brujas atraparon el fuego y aprendieron a dominarlo, se convirtieron en guerreras, en gladiadoras, en samuráis. Y ahora toman las calles antes de que las calles las tomen a ellas; gruñen y aúllan como lobas, porque, a este punto, ya no le temen a ninguna Manada.

Pertenezco a esa generación de mujeres que no quieren ser valientes (aunque la vida las haya forjado a serlo), tan sólo libres. Que gritan porque la otra opción, ser silenciadas, ya no es una opción.

Estamos cansadas de que no se nos oiga,
pero nunca más volveremos a ser mudas.

(si me quieres, quiéreme libre)

miércoles, 9 de mayo de 2018

unos cuantos piquetitos!

(manos arriba, esto es un atraco)

Amanece:
el mar está de resaca y yo tengo el pecho ensangrentado.

Me duelen todas las heridas que no me he hecho.

(Me he convertido en la bruja de mi propio cuento, y créeme, la mataría si no la llevase ya bien adentro)

Me duelo yo sola,
pero también me dueles tú.

Me han salido ampollas por todo el cuerpo de tanto intentar introducirme en moldes que no estaban hechos para mí.

¿Y qué si no cumplo tus expectativas?
¿Y qué si soy exactamente todo lo que no estás buscando?
¿Y qué si tengo más espinas que pétalos? ¿Y qué si soy un bosque de árboles muertos y bichos disecados?
¿Y qué si estoy hecha de fuego, y si te acercas, me quemo? 
¿Y qué si no soy tu prototipo?

¿Y qué?
Yo te lo diré:

Absolutamente nada. 

lunes, 7 de mayo de 2018

Un clavel blanco

¿Y quién se te va a resistir, niña, si vienes y me miras con esos ojos que tienen encerrados mil batallas, que guardas tantas victorias y derrotas en la mirada;  si cuando te acercas a mi se me congela hasta el habla, y cuando intento pensar, no se me ocurre absolutamente nada? ¿Y quién me va a salvar a mí de ti, ángel caído, si eres al mismo tiempo guerra y paz, al igual que un mar en calma, eres pura tempestad; si ante ti quiero rendirme y no seguir luchando ya, pero tú me das fuerzas para aguantar un asalto más?

Contigo se me olvida hasta la vida, que aunque continúe la búsqueda, sigo con las manos vacías, pero la verdad, me da igual...

...mientras no cese tu risa.

martes, 1 de mayo de 2018

ocaso; sol en sepia (san Juan y la ceniza)

Me despertó un dolor agudo en el cuello, como si hubiera dormido retorcida cual trapo mojado. Cuando, tan sólo un par de horas antes, me había colocado la mochila bajo la cabeza para utilizarla a modo de almohada, intuía que iba a ser mala idea, pero no me imaginaba hasta qué punto podía un macuto lleno de bártulos dejarte las cervicales hechas un nudo marinero.

Abrí los ojos, y lo primero que vi fue a Marina, a sólo unos centímetros de mi. Su camiseta fina de algodón apenas alcanzaba a cubrir pequeñas superficies de piel de gallina. No sabía cómo podía dormir con el frío que hacía. Gélidas corrientes de aire se colaban entre las dos toallas que nos tapaban. Yo no podía parar de tiritar, pese a que llevaba una sudadera (a veces tengo la suerte de ser precavida), y me encogía todo lo que podía para que no se me quedase ningún miembro a la intemperie.

Había dormido tan poco, que tuve la duda de si realmente había llegado a quedarme dormida, o tan sólo me había visto envuelta en la neblinosa duermevela, donde se funde la vigilia y el sueño.

Observé a Marina con detenimiento, como si estuviera estudiando qué partes de ella recordaba, y cuáles habían cambiado con el paso del tiempo. Nos conocimos en el parvulario, y el mismo destino que nos separó fue el que provocó que nuestros caminos volvieran a cruzarse catorce años más tarde. Éramos dos conocidas que se habían desconocido y ahora les tocaba reconocerse. No había perdido el aire travieso, esa mirada avispada que hacía que la siguiese a todas partes cuando éramos pequeñas.

Con semejante frío, tan impropio de esa época del año, yo no podía seguir durmiendo. Ni me planteé volver a intentarlo. El reloj del móvil indicaba apenas las 7 de la mañana. Estaba amaneciendo, y el sol comenzaba silenciosamente a despuntar por el horizonte. Me incorporé con cierta dificultad. Sentía el cuerpo rígido, como si, durante la noche, alguien hubiera sustituido mis miembros por piezas de madera enmohecida, o de hierro oxidado, debido a la humedad.

En cuanto me hube puesto en pie, sentí un escalofrío recorriéndome las piernas, apenas cubiertas por el pantalón corto. La arena estaba congelada, así que me calcé rápidamente las zapatillas. Tapé a Marina lo mejor que pude, tratando de no despertarla, y oteé a mi alrededor. A esas horas, y tras la noche de san Juan, la playa ofrecía un panorama de abandono total. Mis amigos dormían, repartidos por la arena y tapados hasta las cejas, alrededor de los restos de la hoguera que habíamos encendido, de la que ahora sólo quedaban cenizas y algún trozo superviviente de la masacre de apuntes que habíamos llevado a cabo.

Fuimos de los pocos valientes (o idiotas, más bien) que se habían atrevido a pasar la noche al raso. No se veía cerca nuestra más que restos de la noche anterior, botellas de alcohol vacías, y basura. Empecé a pasear por la playa, en parte para entrar en calor, y en parte porque a veces no encuentro ninguna forma mejor para desenredar los nudos que se me forman en la cabeza y en el corazón,  y en ese momento, yo misma era un nudo gigante y me estaba asfixiando (de pena).

No sabía cómo sentirme. Al mismo tiempo me sentía como el mar en calma que se extendía, aparentemente infinito, ante mi. Pero también me sentía como un huracán, como una tormenta eléctrica que hubiera destrozado todo a su paso.

Aunque la única destrozada era yo.

A lo lejos, él me estaba observando. Lo sabía. Lo sentía. Hubiera reconocido su mirada en cualquier lugar; antes, tan cálida, y ahora, tan aséptica e hiriente.
No le bastaba. No le había sido suficiente. Igual que yo.

La orilla estaba llena de trozos diminutos de mi corazón, mezclados con las conchas,  y desperdigados en todas direcciones. Me acerqué y los contemplé con lástima. Parecían animalitos muertos. Pero yo no estaba de humor como para organizarles un funeral.

El mar parecía de plástico, de mentira, pues no se movía, como si estuviera congelado. Pese a llevar zapatillas puestas, y siendo consciente de que el agua probablemente iba a estar congelada, me aproximé. Seducida, hipnotizada, arrastrada por el poderoso embrujo que ejercía el mar sobre mi, metí los pies en el agua, pues, puestos a hacer tonterías, pocas cosas me importaban ya. Sorprendentemente, y contrastando con la temperatura tan baja que hacía, el agua estaba increíblemente caliente. Tuve que resistirme a las ganas de zambullirme de cabeza que sentí.

 Comencé a hacer una de las cosas que más me evaden y relajan:hacer rebotar cantos rodados contra la superficie. Dos, tres, cuatro, cinco. Hasta 6 veces conseguía que las piedras chocasen hasta hundirse. Las lanzaba con fuerza, con la rabia que se me acumulaba dentro y no podía sacar de otra manera.

Sabía que quien me viera iba a pensar que me faltaba un tornillo o que seguía borracha tras la noche de fiesta; pero la mañana era gris y yo sentía que me habían abandonado todos los colores de la Tierra, así que me era indiferente.

Perdí la noción del tiempo mientras el mundo amanecía, mis amigos comenzaban a desperezarse, y a mi se me iba la vida en cada piedra que lanzaba.

Porque me sentía sola.

Aunque el mar intentara abrazarme y yo no me dejase.