miércoles, 25 de abril de 2018

Palomas negras y cuervos blancos


Corría el verano de 1919, caluroso como las llamas que parecían salir del asfalto recalentado tras muchas horas de exposición solar. Connor pedaleaba cuesta arriba, casi sin resuello, en la vieja bicicleta prestada, que definitivamente había conocido tiempos mejores. No dejaba de emitir chirridos extraños y la cadena se le soltaba cada dos por tres. Pero era el único medio de transporte del que disponía; ese, o tener que hacer las entregas a pie, y esa no era una opción viable.
La empinada subida se le antojaba interminable, como si en vez de dirigirse a una mansión, estuviese intentando subir al cielo cual torre de Babel. La camisa del uniforme se le pegaba a la espalda, empapada de sudor, y sus piernas protestaban, sobrepasadas por el esfuerzo. Connor era un chico joven, pero le costó pensar que, a partir de ahora, debería sufrir semejante martirio cada vez que debiera entregar alguna carta o paquete al dueño de la estrafalaria casa. El chico llevaba tan sólo un par de semanas en el puesto de trabajo, pero, hasta el momento, no había tenidp que ir a la mansión que se erigía, imponente y majestuosa, en aquella elevada colina que parecía alzarse y contemplar al pueblo desde las alturas.

Había encontrado trabajo gracias a un anuncio en el periódico. Tras la Gran Guerra, la población joven de Inglaterra había mermado considerablemente. Connor se libró de ir, debido a que era demasiado joven, pero ya había alcanzado la mayoría de edad y había llegado el momento de abandonar el nido y empezar a ganarse el pan por sí solo. Cuando vio el anuncio de una vacante como ayudante en la oficina de Correos, no dudó en trasladarse desde Abbotsbury, donde se había criado, hasta Huddersfield, el pueblo donde ahora se encontraba. Acudió sin avisar, sin mandar carta antes, y, en definitiva, sin la certeza de si iban a darle el empleo o, por el contrario, darle un portazo en la cara y mandarle de vuelta a casa. Pero la suerte hizo que el puesto fuese suyo casi en el momento en que puso un pie en la oficina. Por lo que le contaron, habían llegado muchos muchachos en los últimos meses que se habían acabado marchando. Pero Connor estaba decidido a quedarse, pues el pueblo le parecía bonito, el trabajo no era demasiado duro (salvo cuando le tocaba dejarse el alma salvando pendientes en bicicleta) y, aunque su sueldo no era elevado, era suyo y le bastaba para vivir y ser independiente.

Cabe decir que no se esperaba el recibimiento que obtuvo. Había oído que la gente del norte era cerrada, pero no se imaginaba hasta qué punto esa frase era cierta. Allá donde iba, sólo encontraba miradas que no le resultaban agradables: unas de recelo, y otras, temerosas. Allí se sentía más extraño que en ningún otro lugar, como si nadie le quisiera en el pueblo y debiera darse media vuelta y marcharse bien lejos. Connor lo atribuyó al carácter huraño de los lugareños y prefirió no darle demasiada importancia; ya se acostumbrarían a ver su bermeja cabellera y su cara pecosa recorriendo las callejuelas de Huddersfield.

Finalmente alcanzó la cima de la loma, y avanzó, ligero como la brisa marítima, por el camino de gravilla, hacia el gran portón que, como boca de lobo, daba paso a una monumental edificación de estilo victoriano. Connor sólo había visto el caserón a lo lejos, y ya le había parecido impresionante, pero tuvo que reconocer que cuando estuvo ante él, no pudo sino sentirse intimidado. No parecía real, no parecía que fuese un lugar donde realmente pudiera vivir alguien, sino más bien una mansión sacada de una novela de Edgar Allan Poe. Parecía que en cualquier momento se iba a abrir una ventana e iba a salir volando una bandada de murciélagos, aleteando sus alas negras y formando un batiburrillo de silbidos desagradables. Connor se rió ante semejante ocurrencia, y se reprendió a sí mismo por pensar algo así. Sus padres y sus maestros siempre le habían censurado ese aspecto de su personalidad. Trataban de hacerle poner los pies en la tierra, mas era un chico que vivía en las nubes, que era como un pajarillo de alas rojas.

Así que trató de comportarse como un adulto responsable. Bajó de la bicicleta, y la dejó apoyada en un arbusto. Sacó de su bolsa de piel el pequeño paquete que debía entregar. En el destinatario no figuraba ningún nombre, tan sólo unas iniciales: FFF. No había remitente. Aunque no era muy grande, la caja pesaba bastante. La sacudió ligeramente, y emitió un sonido raro, como si estuviera agitando un sonajero de bebé. Fuera lo que fuese, no era asunto suto, así que se metió la camisa por debajo de los pantalones, se alisó ese cabello enmarañado que difícilmente se dejaba domar, y asió la aldaba metálica que coronaba el portón de madera, dando tres golpecitos que, aunque leves, crearon un eco que pareció crecer y crecer en medio de aquel silencio.

Esperó unos instantes, y a no recibir respuesta, volvió a tocar. Nadie abrió, pero tenía la extraña sensación de que había alguien en la casa, así que reculó sobre sus propios pasos, sintiéndose observado. Porque, en efecto, al dirigir la mirada hacia las ventanas, divisó una joven mirándole fijamente. Pero no era una mirada hostil como la del resto de vecinos, sino una reconfortante y cálida, acompañada de una sonrisa dulce como la mermelada de su abuela. La chica le hizo señas a Connor para que entrase. Connor le dijo a su vez que la puerta estaba cerrada, y la chica repitió el mismo gesto, como si no se hubiera enterado. El muchacho se acercó a la puerta, y cuál fue su sorpresa al ver que ésta cedía fácilmente bajo sus dedos, y se abría con el crujido típico de las cosas viejas.
De entre todos los escenarios posibles que Connor hubiera sido capaz de reproducir en su desbocada imaginación, el que vio ante sí, hubiera sido el último que hubiera podido pensar. Cuando abrió la puerta, casi estaba seguro de que iba a encontrarse entre tinieblas, rodeado de telarañas y con un mayordomo-esqueleto dándole la bienvenida, portando una cabeza cercenada –con una manzana en la boca- servida en una bandeja reluciente de plata. Nada más lejos de la realidad. Un amplísimo vestíbulo color púrpura parecía darle la bienvenida, cuyo techo parecía alzarse hacia el cielo y llegar hasta el infinito. Una especie de lámpara de araña pendía de él, y presidía solemnemente la estancia. Connor la contempló con curiosidad, estirando el cuello todo lo que su fisionomía le permitía, y se dio cuenta de que no era una lámpara de araña, sino una suerte de móvil compuesto de muchos, muchísimos planetas y astros. Reconoció algunos, los que le habían enseñado en la escuela, pero en el curioso mecanismo había más, seguramente, de otras galaxias.

El suelo era de baldosas de mármol, que, como pudo constatar, formaban formas que se extendían por todo el vestíbulo, componiendo un extraño símbolo que el chico desconocía. Los pasos tímidos del joven repiqueteaban en un soniquete que la magnitud de la estancia no hacía sino ampliar.
-¿Hola?- dijo Connor.- No recibió más respuesta que el eco de su propia voz. -¿Hay alguien?-volvió a preguntar, mas volvió a ser en vano.

En el centro del vestíbulo había una pesada mesa de roble estilo Luis XIV. Sobre ella descansaba un jarrón rebosante de unas hermosas flores azules. Connor se planteó depositar el paquete allí y marcharse, pero, por otra parte, consideraba muy maleducado entrar e irse sin decir nada. Además, sentía un extraño deseo de conocer el dueño o dueña de aquella estrafalaria vivienda, de ver si era la chica que había avistado por la ventana, o de si allí había alguien más. Parecía un espacio demasiado grande para una sola persona.

Percibió una tenue música proviniendo del piso superior, así que se encaminó hacia la amplia escalinata, que le recordó a las imágenes que había visto de la que tenía el Titanic. Esto le hizo estremecerse. El pasamanos de la escalera estaba tallado en madera, de manera que parecía que una serpiente interminable se enroscaba por él. Miró hacia arriba y vio numerosos sujetavelas, que portaban velas blancas, negras y rojas. Algunas emitían un tenue resplandor, que reconfortó al chico casi instantáneamente. Una vez hubo subido al piso superior, un larguísimo pasillo se extendía frente a él. Numerosos cuadros de hombres y mujeres con estrambóticas túnicas parecían contemplarle desde las paredes. Connor avanzó hasta el lugar de donde parecía venir la música. Asió el pomo de la puerta, que era una especie de figura de cristral morado, y entró en la habitación.

Lo primero que vio fueron dos ojos de aspecto diabólico mirándole fijamente. Connor ahogó un grito, antes de darse cuenta de que esos ojos eran de piedra, y pertenecían a una gárgola de una criatura extraña. De hecho, toda la habitación estaba repleta de ellas; aquello parecía el estudio de un escultor. No tenían nada de envidiar a las de la catedral de Notre Dame. Se paseó por la estancia, fijándose en las figuras, y se dio cuenta de que no había dos iguales. Cada una tenía algo que la diferenciaba del resto. Y todas parecían mirarle, y querer saltar sobre él, si no estuvieran presas de sus cárceles de piedra. Anexa al estudio había otra habitación, a la que el chico accedió atravesando un arco apuntado. Esta sala era más grande, y estaba envuelta en luces de colores, pues las ventanas habían sido sustituidas por vidrieras. Allí había numerosas mesas y encimeras repletas de artilugios que el chico desconocía, así como vasijas y recipientes de múltiples tamaños, que contenían líquidos coloridos, así como instrumentos medidores y otros aparatejos. Eso debía ser un laboratorio. Pero el laboratorio más raro que jamás hubiera visto.

Connor se dio la vuelta y regresó por donde había entrado, tratando de esquivar la mirada de las gárgolas. De vuelta en el corredor, intentó volver a seguir el rastro de la melodía, pero no percibió más que un silencio sepulcral. Sopesó empezar a atravesar las distintas puertas (y tan distintas, pues cada una estaba rematadas por un arco de un estilo arquitectónico diferente) repartidas por todo el pasillo, hasta que algo captó instantáneamente su atención. Al final del pasillo, una gran puerta negra rezaba lo siguiente: Biblioteca.

No pudo resistirse. Los libros eran su perdición. Y a lo mejor el dueño de la casa se encontraba dentro. Avanzó, casi en estado de hipnosis, y abrió la puerta. La biblioteca era enorme, hecho que no le extrañó, pues todo en aquella casa parecía ser grande, o extraño. Las estanterías se extendían a lo largo y ancho del lugar, casi tocando el techo. Connor sintió, repentinamente, que no estaba solo allí. Alzó la voz, y, una vez más, volvió a no recibir respuesta. La biblioteca estaba en semi penumbra, pero su vista se acostumbró rápidamente a la falta de luz.

Tres gatos negros le observaban agazapados en un estante, y al acercarse él, salieron corriendo y atravesaron la puerta, que se cerró de golpe. Casi en el momento en que la puerta quedó cerrada, empezó a oír una especie de voces, que provenían del sitio donde los gatos estaban escondidos. Se acercó al lugar, escuchándolas más claramente a medida que se aproximaba. Allí había otra figura, esta vez, de un gato blanco. Empezó a fijarse en los libros que había en los estantes. En sus lomos y en sus portadas no había títulos, tan sólo nombres. A Connor, dichos nombres le sonaban vagamente, aunque era incapaz de recordar en qué momento o lugar los podía haber visto antes. En cuanto tomaba un volumen en sus manos, era como si este le hablase en un idioma incomprensible; como si este fuese un ente con vida propia, pues todos los libros estaban cálidos, como órganos vivos. El chico pensó que eran imaginaciones suyas, que el aura peculiar y el ambiente cargado de la biblioteca debían estar trastocándole los sentidos y provocándole tener visiones. Un maullido le devolvió a la realidad, y se dio cuenta de que el gato blanco estaba vivo. Saltó de lo alto de la balda donde se encontraba, como un vigía, y se dirigió al fondo de la sala. Connor lo siguió, como un barco perdido siguiendo la luz de un faro en mitad del crepúsculo. El gato se encaramó ágilmente de un salto a una mesa blanca y maciza, que descansaba contra la pared (sea quien fuere el propietario de la mansión, definitivamente tenía preferencia por el mobiliario ostentoso). Encima de la mesa había varias velas y unos cuantos periódicos y papeles. Connor ya había perdido cualquier sentimiento de vergüenza o recato, y le traía sin cuidado que le pillasen curioseando, así que empezó a husmear entre los folios.

Uno de ellos era una lista de nombres. En la oficina de Correos había una copia exacta de aquel documento; era una especia de registro de todos los ayudantes que habían pasado por su puesto de trabajo antes que él. Empezó a notar un nudo en el estómago. Los nombres coincidían con los que rezaban los libros que acababa de ver. Por eso dichos nombres le eran familiares, y no podía recordar por qué.

Se fijó en el periódico. Databa de un mes antes, y era justamente el mismo ejemplar en que había encontrado el anuncio del puesto vacante.

Notó la sangre evaporándose de sus venas. A punto estuvo de desplomarse, y para evitarlo, se apoyó con las dos manos sobre la mesa. Ante él había un pesado libro abierto, en el que no había reparado antes. Era muy viejo; tanto, que las hojas se habían vuelto casi translúcidas. Estaba escrito en latín.
Para su desgracia, Connor dominaba ese idioma a la perfección. Era el problema de haber estudiado toda su vida en un colegio religioso.

El agujero que tenía en las entrañas se hacía más y más profundo conforme avanzaba en la lectura. Conjuros, encantamientos, y hechizos de la magia más oscura que pueda imaginarse nadie recorrían las páginas de aquel manual de nigromancia, enseñando al lector cómo extraer el alma de un ser vivo, cómo transformarla a gusto del brujo o bruja en cuestión, y cómo contenerla en todo tipo de objetos, desde estatuas instrumentos…o libros.

De modo, que, ciertamente, allí Connor no estaba solo.

Repentinamente, la puerta de la biblioteca se abrió de par en par, con un estruendo que provocó que algunos libros se desprendiesen de sus estanterías.
Lo último que Connor alcanzó a ver fue una silueta negra recortada a contraluz.

Y un par de ojos rojos.


Fuera, un cuervo emprendió el vuelo, y surcó el cielo emitiendo un graznido.

2 comentarios:

  1. "Un pajarillo de alas rojas" atrapado en un relato que me ha recordado mucho a E.A. Poe. Intrigante, emocionante y opresivo.
    Helena con H me ha gustado mucho.
    Sigue escribiendo: las palabras que no se pronuncian o no se escriben, pasan al baúl de perdidos.

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  2. Me ha gustado mucho tu relato, rico en matices y muy expresivo, te hace sentir en la piel de Connor la tensión narrativa.
    Te sigo

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