Con todos los obstáculos que se pusieron ese día en mi camino,
yo me fui a tropezar con tu mirada.
Silencio.
Se cierra el telón.
(Y te fui a encontrar,
como siempre,
entre bambalinas)
Te voy a confesar una cosa:
aquello fue mi corazón alzando el vuelo
(creo que todavía no ha vuelto)
Si alguna corriente en el océano
te acaba arrastrando a mi mar
y terminas en este rincón apartado
del todo y de la nada,
tan sólo quiero que sepas una cosa:
ojalá estés bien,
porque nada deseo más,
caballero de la armadura oxidada.
domingo, 27 de noviembre de 2016
miércoles, 23 de noviembre de 2016
Crónica de un sueño cumplido.
Hace 5 años, cuando era una renacuaja ingenua (casi como ahora, pero un poco más) y me inicié en este mundillo de los blogs, dí a parar con uno que tenía incorporado un reproductor de música. La canción que sonaba en ese instante era muy triste, y me llamó la atención. Quise saber más sobre el grupo de la canción melancólica. Descubrí que, para mí, las canciones de dicho grupo encerraban un sinfín de sensaciones y emociones. Tristeza, euforia, desazón, esperanza, locura... ninguna de ellas lograba dejarme indiferente. Así fue cómo conocí a The Cure, y así fue cómo comenzó mi amor por ellos.
Inmediatamente empecé a investigar si tenían pensado venir a España. Ese año no. Tampoco el otro. Ni el siguiente. Ni el siguiente. Finalmente, hace un año llegó hasta mí la maravillosa noticia de que pensaban hacer aquí un par de altos en el camino, en su gira europea. No tuve que pensarlo dos veces. Ese concierto iba a ser mi regalo por alcanzar la mayoría de edad.
El tiempo parecía no querer pasar. Las hojas del calendario parecían resistir a caerse. El momento se me antojaba tan remoto y lejano, tan onírico e irreal, que hasta el último instante no quise creer que aquello realmente iba a suceder, que algo que yo llevaba esperando con tanta ansia y ganas 5 años, por fin iba a ocurrir.
Pero el gran día, al fin, llegó.
Dormí poco. Dormí muy muy poco. Menos de 3 horas. Me devoraban los nervios.
El día comenzó con las calles aún sin poner y la luna todavía inmersa en plena fase R.E.M. A las 5 y 45, yo ya saltaba de la cama, hecha toda un huracán de nerviosismo, sueño e ilusión, en la madrugada de un domingo que sabía a todo, menos a domingo.
A las 7, mi amiga y yo cogimos un autocar medio vacío rumbo a Madrid. Las carreteras estaban totalmente desiertas, y envueltas en una neblina que no podía evitar resultarme inquietante. Parecía aquello un paisaje post-apocalíptico.
Puntualmente, a las 12 efectuamos nuestra llegada a la capital. Mi deseo era coger el metro e inmediatamente ir a hacer cola. Deseo truncado cuando cogimos el metro correcto en la dirección equivocada y llegamos bastante más tarde de lo previsto.
Hacía frío, y llovía de una manera, que ni el paraguas conseguía resguardarte de la lluvia. Madrid parecía no querer recibirnos.
Aunque todavía quedaban algunas horas, ya había gente que aguardaba allí. Eran personas muy simpáticas y organizadas, ya que llevaban una lista donde iba apuntándose los demás conforme iban llegando, para mantener cierto orden cuando llegara el momento de ir a la cola.
Sorprendentemente, se me hizo ligera aquella espera de 4 horas. También colaboró el hecho de que mi hermano y otra persona muy querida vinieran a verme. Aportaron unas notas de color a aquel día tan gris.
A las 17, y gracias a la ya citada lista, nos situamos en las vallas donde, rato después, habríamos de pasar. Llovía, más bien, diluviaba, a mares, y bajo esa lluvia casi torrencial nos tuvieron una hora y media. Aquello fue cruel. Yo parecía que me había lanzado a una piscina con la ropa puesta. "Ya tienen que marcarse un conciertazo para compensar esto", murmuré yo, entre dientes.
Y vaya si lo hicieron.
Llegó el momento de la verdad. El corazón parecía querer salírseme del pecho, y echar a volar. Por mucho orden y mucha fila que se hiciera, yo sabía que luego aquello era cuestión de tonto el último. Naturalmente, así fue.
Cuando, tras muchos empujones, y largos pasillos interminables, llegué a la puerta del pabellón y ví que todavía había sitio en la primera fila, corrí como creo que no he corrido en mi vida. Tanto, que estuve a un suspiro de resbalarme y abrirme la cabeza. Pero seguí esprintando como alma que me lleva el diablo y no me detuve hasta llegar a la meta: la primera fila. Mi amiga llegó instantes después.
No nos lo podíamos creer. ¿Íbamos a ver a The Cure en primera fila? ¡Íbamos a ver a The Cure en primera fila!
Pero primero les tocó el turno a los teloneros, un grupo de Glasglow llamado The Twilight Sad, que me dejaron un regustillo muy Joy Division, y cuyo vocalista parecía estar hasta las cejas de Dios sabe qué. Durante 45 minutos, nos abrieron el apetito a todos los presentes.
Con británica puntualidad, a las 21 salió The Cure a escena. Y no sólo no me defraudaron:superaron con creces mis expectativas. Me cuesta expresar con palabras lo que sentí estando allí.
El tiempo se detuvo para mí. Nada ni nadie más era real. Tan sólo existía ese instante, congelado para la eternidad en mi memoria y en mi corazón.
Yo lo estaba sintiendo. Estaba sintiendo la música, estaba sintiendo el momento, estaba sintiéndome en sintonía con las otras dieciséis mil personas que estaban allí conmigo.
Tocaron 31 canciones (¡31!) en casi 3 horas, y no dejé de bailar ni de cantar en ningún momento. Yo había ido allí a dejarme la piel, la garganta, la voz, los pies; resumiendo, y como se suele decir, a darlo todo. No es que no me cansara. Entre canciones notaba el agotamiento. Pero inmediatamente comenzaba otra canción, y de algún sitio que todavía desconozco brotaban nuevas fuerzas, y vuelta a empezar.
Cada canción fue miel, chocolate, una lluvia de caramelos. El concierto en sí fue una fiesta. El público nos entregamos totalmente a Robert y a los suyos, nos dejamos caer dulce y eufóricamente en sus brazos, en sus acordes, en la teatralidad de los gestos de Robert, en la energía de Simon...
Sobre las 12 el cuento llegó a su final, y el telón cayó en medio del éxtasis y embelesamiento general, dejándonos a todos y a todas bien satisfechos y con un sabor de boca que no hubiera podido ser mejor.
Mereció la pena ducharme bajo la helada lluvia madrileña. Mereció la pena el sufrido viaje interminable en autobús, en el que dormir era poco menos que una Odisea. Mereció la pena la espera de tantos meses, tantos años. Todo, absolutamente todo,mereció la pena.
He intentado describir mis sentimientos y la experiencia lo mejor que he podido, pero sé que no me acerco ni remotamente a poder crear una imagen fiel de lo que realmente fue. Pero a esto se traduce poder hacer realidad un sueño.
Gracias, The Cure.
Inmediatamente empecé a investigar si tenían pensado venir a España. Ese año no. Tampoco el otro. Ni el siguiente. Ni el siguiente. Finalmente, hace un año llegó hasta mí la maravillosa noticia de que pensaban hacer aquí un par de altos en el camino, en su gira europea. No tuve que pensarlo dos veces. Ese concierto iba a ser mi regalo por alcanzar la mayoría de edad.
El tiempo parecía no querer pasar. Las hojas del calendario parecían resistir a caerse. El momento se me antojaba tan remoto y lejano, tan onírico e irreal, que hasta el último instante no quise creer que aquello realmente iba a suceder, que algo que yo llevaba esperando con tanta ansia y ganas 5 años, por fin iba a ocurrir.
Pero el gran día, al fin, llegó.
Dormí poco. Dormí muy muy poco. Menos de 3 horas. Me devoraban los nervios.
El día comenzó con las calles aún sin poner y la luna todavía inmersa en plena fase R.E.M. A las 5 y 45, yo ya saltaba de la cama, hecha toda un huracán de nerviosismo, sueño e ilusión, en la madrugada de un domingo que sabía a todo, menos a domingo.
A las 7, mi amiga y yo cogimos un autocar medio vacío rumbo a Madrid. Las carreteras estaban totalmente desiertas, y envueltas en una neblina que no podía evitar resultarme inquietante. Parecía aquello un paisaje post-apocalíptico.
Puntualmente, a las 12 efectuamos nuestra llegada a la capital. Mi deseo era coger el metro e inmediatamente ir a hacer cola. Deseo truncado cuando cogimos el metro correcto en la dirección equivocada y llegamos bastante más tarde de lo previsto.
Hacía frío, y llovía de una manera, que ni el paraguas conseguía resguardarte de la lluvia. Madrid parecía no querer recibirnos.
Aunque todavía quedaban algunas horas, ya había gente que aguardaba allí. Eran personas muy simpáticas y organizadas, ya que llevaban una lista donde iba apuntándose los demás conforme iban llegando, para mantener cierto orden cuando llegara el momento de ir a la cola.
Sorprendentemente, se me hizo ligera aquella espera de 4 horas. También colaboró el hecho de que mi hermano y otra persona muy querida vinieran a verme. Aportaron unas notas de color a aquel día tan gris.
A las 17, y gracias a la ya citada lista, nos situamos en las vallas donde, rato después, habríamos de pasar. Llovía, más bien, diluviaba, a mares, y bajo esa lluvia casi torrencial nos tuvieron una hora y media. Aquello fue cruel. Yo parecía que me había lanzado a una piscina con la ropa puesta. "Ya tienen que marcarse un conciertazo para compensar esto", murmuré yo, entre dientes.
Y vaya si lo hicieron.
Llegó el momento de la verdad. El corazón parecía querer salírseme del pecho, y echar a volar. Por mucho orden y mucha fila que se hiciera, yo sabía que luego aquello era cuestión de tonto el último. Naturalmente, así fue.
Cuando, tras muchos empujones, y largos pasillos interminables, llegué a la puerta del pabellón y ví que todavía había sitio en la primera fila, corrí como creo que no he corrido en mi vida. Tanto, que estuve a un suspiro de resbalarme y abrirme la cabeza. Pero seguí esprintando como alma que me lleva el diablo y no me detuve hasta llegar a la meta: la primera fila. Mi amiga llegó instantes después.
No nos lo podíamos creer. ¿Íbamos a ver a The Cure en primera fila? ¡Íbamos a ver a The Cure en primera fila!
Pero primero les tocó el turno a los teloneros, un grupo de Glasglow llamado The Twilight Sad, que me dejaron un regustillo muy Joy Division, y cuyo vocalista parecía estar hasta las cejas de Dios sabe qué. Durante 45 minutos, nos abrieron el apetito a todos los presentes.
Con británica puntualidad, a las 21 salió The Cure a escena. Y no sólo no me defraudaron:superaron con creces mis expectativas. Me cuesta expresar con palabras lo que sentí estando allí.
El tiempo se detuvo para mí. Nada ni nadie más era real. Tan sólo existía ese instante, congelado para la eternidad en mi memoria y en mi corazón.
Yo lo estaba sintiendo. Estaba sintiendo la música, estaba sintiendo el momento, estaba sintiéndome en sintonía con las otras dieciséis mil personas que estaban allí conmigo.
Tocaron 31 canciones (¡31!) en casi 3 horas, y no dejé de bailar ni de cantar en ningún momento. Yo había ido allí a dejarme la piel, la garganta, la voz, los pies; resumiendo, y como se suele decir, a darlo todo. No es que no me cansara. Entre canciones notaba el agotamiento. Pero inmediatamente comenzaba otra canción, y de algún sitio que todavía desconozco brotaban nuevas fuerzas, y vuelta a empezar.
Cada canción fue miel, chocolate, una lluvia de caramelos. El concierto en sí fue una fiesta. El público nos entregamos totalmente a Robert y a los suyos, nos dejamos caer dulce y eufóricamente en sus brazos, en sus acordes, en la teatralidad de los gestos de Robert, en la energía de Simon...
Sobre las 12 el cuento llegó a su final, y el telón cayó en medio del éxtasis y embelesamiento general, dejándonos a todos y a todas bien satisfechos y con un sabor de boca que no hubiera podido ser mejor.
Mereció la pena ducharme bajo la helada lluvia madrileña. Mereció la pena el sufrido viaje interminable en autobús, en el que dormir era poco menos que una Odisea. Mereció la pena la espera de tantos meses, tantos años. Todo, absolutamente todo,mereció la pena.
He intentado describir mis sentimientos y la experiencia lo mejor que he podido, pero sé que no me acerco ni remotamente a poder crear una imagen fiel de lo que realmente fue. Pero a esto se traduce poder hacer realidad un sueño.
Gracias, The Cure.
lunes, 21 de noviembre de 2016
Te juro
Te juro que no eres menos que nadie,
que eres más inmensa y más infinita que
cualquier estrella que yo te pueda bajar del cielo.
Y es que a tu lado las estrellas se quedan pequeñas.
Te juro que no necesitas parecerte a nadie,
no necesitas encajar en ningún molde,
y mucho menos imponértelo tú.
No sé si eres perfecta o no,
no sé qué es la perfección,
pero eres tú, y solamente tú,
aunque creas que eso no es suficiente.
Te juro que eres tan bonita que a veces me da rabia
me da rabia ver cómo te infravaloras,
me da rabia que a tí te de rabia
no ser como ellos quieren que seas.
Te juro que, aunque sean tus demonios
y debas ser tú quien los derrote,
ojalá pudiera matar monstruos por ti
cazarte los fantasmas
llenarte el pelo de flores blancas
y limpiarte de la piel todo ese odio
y ese dolor que nunca te has merecido.
Te juro que te daría mis ojos si pudiera,
me arrancaría el corazón para que te quisieras más.
Te juro que haría cualquier cosa
por tí,
mi vida,
mi guerra y mi paz.
que eres más inmensa y más infinita que
cualquier estrella que yo te pueda bajar del cielo.
Y es que a tu lado las estrellas se quedan pequeñas.
Te juro que no necesitas parecerte a nadie,
no necesitas encajar en ningún molde,
y mucho menos imponértelo tú.
No sé si eres perfecta o no,
no sé qué es la perfección,
pero eres tú, y solamente tú,
aunque creas que eso no es suficiente.
Te juro que eres tan bonita que a veces me da rabia
me da rabia ver cómo te infravaloras,
me da rabia que a tí te de rabia
no ser como ellos quieren que seas.
Te juro que, aunque sean tus demonios
y debas ser tú quien los derrote,
ojalá pudiera matar monstruos por ti
cazarte los fantasmas
llenarte el pelo de flores blancas
y limpiarte de la piel todo ese odio
y ese dolor que nunca te has merecido.
Te juro que te daría mis ojos si pudiera,
me arrancaría el corazón para que te quisieras más.
Te juro que haría cualquier cosa
por tí,
mi vida,
mi guerra y mi paz.
domingo, 13 de noviembre de 2016
luces que se apagan
Hoy voy a fingir que no me doliste tanto,
que tu ausencia no me pesa,
que apenas te extraño.
Voy a fingir que al pasar tú por mi lado
no dejaste miles de huellas.
Voy a hacer como que no me dio pena
que, después de tanto,
te fueras.
Voy a fingir que no te recuerdo,
que ya no me importas,
y que ya no siento miedo
a echarte de menos.
Voy a fingir, y aunque lo intente
en el fondo sé que no puedo
porque cabeza y corazón
hoy no se ponen de acuerdo.
Maldito seas tú y el caos que me dejaste.
Voy a fingir, y aunque finja
yo sé que no soy más que una niña
para ti, otra desconocida
que huyó sin detenerse, de tu vida.
Puedo tratar de actuar de otra manera,
pero si lo hiciera, estaría echando por tierra
mi vida entera.
Yo no soy así.
que tu ausencia no me pesa,
que apenas te extraño.
Voy a fingir que al pasar tú por mi lado
no dejaste miles de huellas.
Voy a hacer como que no me dio pena
que, después de tanto,
te fueras.
Voy a fingir que no te recuerdo,
que ya no me importas,
y que ya no siento miedo
a echarte de menos.
Voy a fingir, y aunque lo intente
en el fondo sé que no puedo
porque cabeza y corazón
hoy no se ponen de acuerdo.
Maldito seas tú y el caos que me dejaste.
Voy a fingir, y aunque finja
yo sé que no soy más que una niña
para ti, otra desconocida
que huyó sin detenerse, de tu vida.
Puedo tratar de actuar de otra manera,
pero si lo hiciera, estaría echando por tierra
mi vida entera.
Yo no soy así.
jueves, 10 de noviembre de 2016
Rosas
En ocasiones, fantaseo. No puedo evitarlo. Ya me conoces, a mí, y a mis maneras de eterna soñadora.
Y me imagino que de vez en cuando te dejas caer por aquí, te asomas a mi ventana. y te sonríes por dentro, al ver que sigo dando guerra de vez en cuando. Que ni tu frío ni mi cansancio han conseguido callar mi voz o desgastarme las palabras.
También incluso llego a imaginarme que me echas de menos. Y alguna que otra vez, hasta me lo creo.
Y me imagino que de vez en cuando te dejas caer por aquí, te asomas a mi ventana. y te sonríes por dentro, al ver que sigo dando guerra de vez en cuando. Que ni tu frío ni mi cansancio han conseguido callar mi voz o desgastarme las palabras.
También incluso llego a imaginarme que me echas de menos. Y alguna que otra vez, hasta me lo creo.
domingo, 6 de noviembre de 2016
Amigos para siempre.
A la gente le encanta hablar sobre la soledad. Escribir
sobre la soledad. Quejarse de la soledad. Alabarla.
Yo no puedo hablar sobre la soledad. Sencilla y lógicamente,
porque no tengo con quién. Estoy solo.
Por favor, por favor. No se compadezcan de mí. No me tengan
lástima. Hay personas sociables y personas que no, personas a las que se les da
bien estar rodeadas de otras personas, y personas a las que se les da mal. Y a
mí se me da mal.
Sea como fuere, llegó un punto en el que me ví tan
solitario, y con tan pocos amigos, que tuve que inventármelos.
Sorprendentemente, todo fue mejor a partir de esa decisión tan acertada.
Vivía sólo en un apartamento pequeño y sencillo. Sin
mascotas. Ya tenía de sobra con los 13 cactus repartidos por toda la estancia.
Pero no podía vivir de pasarme el día viendo crecer a mis cactus, así que me vi
obligado a buscar un empleo. Me pateé la ciudad mil veces: de arriba abajo, de
izquierda a derecha, en diagonal, de puntillas, y a la pata coja; pero no me
aceptaron en ninguna de las entrevistas. Creo que veían algo en mí que no les
convencía. No voy a mentirles, me suele ocurrir.
Un día, pasé por delante del Gran Teatro, interesado en
conocer el cartel de conciertos de la próxima temporada. El Gran Teatro es una
inmensa construcción de estilo neoclásico con una enorme cúpula, que, en
conjunto, intimida o asombra al espectador. A mí me encantaba dejarme caer por
el lugar. Me gustaba mucho sentirme minúsculo e insignificante al flanquear sus
puertas, que parecían engullirte y trasladarte a otra dimensión.
Bien, pues me hallaba absorto viendo los distintos carteles,
cuando un anuncio llamó por completo mi atención. Resulta que había un puesto
vacante como vigilante de seguridad en horario nocturno. ¿Era una broma? ¿Un
trabajo en un lugar que adoraba, sin nadie que me incordiase, en el que podría
disfrutar de muchísimas horas en la inmensidad y negrura de la noche? Sin
pensarlo dos veces, saqué mi destartalado teléfono del bolsillo y marqué el
número que adjuntaban debajo. Acordamos una entrevista al día siguiente. Estaba
tan nervioso y excitado, que apenas dormí esa noche. Para qué engañarnos, yo no
suelo dormir nunca.
· · ·
A la mañana siguiente, intenté arreglarme lo mejor que pude.
Tampoco quería ir hecho un pimpollo, y que no me creyeran capaz de resistir
noches y noches de silencio y oscuridad. Tenía que dar una imagen seria y
formal.
Al llegar allí, todo fue como la seda. Pude notar un deje de
desesperación en las maneras y en las voces de los entrevistadores. Me comía la
curiosidad, pero me pareció algo descarado preguntarles. Quería que vieran
delante suya a un vigilante de seguridad, no a una señora mayor y chismosa de
sala de espera de una peluquería.
Conseguí el puesto sin dificultad, instantáneamente, así que
me llevaron en un pequeño tour a revelarme la compleja red de sótanos,
bambalinas y pasadizos que se escondían en las entrañas del edificio.
Como mero espectador, nunca me hubiera podido imaginar que,
detrás de las lujosas butacas de terciopelo, detrás del impoluto escenario de
asombrosos decorados, detrás del fragrante vestíbulo y de los amplios pasillos
de rojas alfombras, había tantos cuartuchos oscuros, llenos de polvo y
telarañas, tantos rincones olvidados, ahora propiedad de las ratas que se
paseaban por allí como Pedro por su casa; y yacían, abandonados como muertos
sin funeral, tantos trajes y decorados viejos, con aspecto tétrico y fantasmal,
gracias al cruel paso del tiempo.
Todo eso me iba a encargar yo de vigilar. Y no hubiera
podido estar más contento.
Finalizamos la visita y me entregaron el uniforme, linterna
y llaves. Me encontraba en el vestíbulo, hablando con el personal, cuando me di
cuenta de que estaba siendo observado. Una viejecita fingía fregar el suelo,
mientras me miraba de reojo, con una mezcla de curiosidad y hostilidad en la
mirada. –Buenas tardes, señora- dije cortésmente, mientras me aproximaba a
ella.- Mi nombre es Thomas Spook. Soy el nuevo vigilante nocturno.
Como respuesta, la señora se limitó a mirarme de arriba abajo
despectivamente, intentando sopesar si yo era digno de sus palabras o su
tiempo. –Tu nombre no importa, muchacho.-¿muchacho?- No me va a dar tiempo a
aprendérmelo antes de que te vayas y abandones el puesto.
¿De qué estaba hablando esta vieja? Su insolencia empezaba a
irritarme. Pero decidí tirar por la vía pacífica. No me apetecía empezar con
mal pie.
-¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?- pregunté, a lo que la anciana
respondió encogiéndose de hombros.-Nadie aguanta trabajando aquí. Supuestamente
es un trabajo demasiado duro.-dijo, y se rió con una carcajada seca, casi
estentórea. –Estoy seguro de que eso es porque hasta hoy no ha trabajado aquí
alguien como yo.-dije, inflando el pecho como el gallo más altanero de todo el
corral.-Ya lo veremos, chico, eso ya lo veremos…-respondió, mientras se alejaba
y volvía a reír con esas carcajadas de hojalata oxidada.
No le dí demasiada importancia a aquello. De todas formas,
tenía cosas más importantes en las que pensar en ese momento.
Mi turno empezaba a las 23, y terminaba a las 7, así que esa
misma noche fui a trabajar, temblando de la emoción. El uniforme me quedaba
demasiado holgado, y parecía más un adolescente larguirucho y flaco disfrazado
para una fiesta de Halloween, que un adulto yendo al trabajo. Llegué al Gran
Teatro cuando el resto de trabajadores se iba, agotados tras una larga jornada.
Lo primero que hice fue dirigirme a mi despacho, un cuartillo de escobas situado
en un pasillo escondido en medio de algún sitio. Me senté en la butaca con un
termo de café en la mano, y empecé a registrar los cajones. En uno de ellos
había una carpeta a rebosar, que abrí y empecé a revisar su contenido. Todo lo
que había allí eran fichas de los anteriores vigilantes. En total, había
quince. Quince vigilantes en lo que iba de año. Ninguno se había quedado allí
más de un mes. Tragué saliva nerviosamente.
Desde hacía un rato había dejado de oír al personal del
teatro. El reloj marcaba las 1 y 35 de la madrugada, hora perfecta para la
primera de mis muchas expediciones nocturnas. Cogí mi linterna y el manojo de
llave, y me zambullí en la densa oscuridad. Aquel silencio hubiera inquietado a
cualquiera. Pero era muy difícil que yo me asustara por algo. Me encontraba en
mi salsa.
La noche transcurrió en total tranquilidad. Esa noche, la
siguiente, la siguiente….la limpiadora se equivocó, eso era seguro. Yo estaba
hecho de una pasta diferente a todos los gallinas que habían pasado por el
puesto antes que yo.
Una ocasión, pasados algunos meses de que empezara a
trabajar allí, acudí a mi despacho, como era costumbre, con un capuccino
humeante con crema y mucha canela, justo como a mí me gusta. Alguien había
dejado algo en mi escritorio. Era un periódico viejo, de la década de los años
20, recién inaugurado el teatro. El titular denunciaba, escandalosamente, el
avistamiento de un espíritu en el lugar. Lo habían bautizado como “el fantasma
de la Ópera”. Qué sensacionalista me pareció todo. Sin embargo, aquello había
despertado mi curiosidad. Pondría más atención en mis rondas nocturnas.
Transcurrieron los meses sin que detectase ninguna anomalía,
ninguna pista que indicase que el “fantasma de la ´´Ópera” era algo más aparte
de una leyenda para asustar a los niños. Pero una noche, rompiendo el silencio
sepulcral permanente, escuché, en la lejanía, el goteo tímido de algún grifo
que se había quedado abierto. Ya me conocía el teatro como la palma de mi mano,
así que fui directo al baño, iluminando el camino con la linterna.
Cerré el grifo y no pude evitar el susto inicial al ver que
alguien había escrito un mensaje en el espejo: “estamos juntos en esto.” No me
hizo falta darme la vuelta. Sabía que estaba ahí. Quería que lo viera. Quería
que me acercara a él, que le hablara. ¿Cómo se habla con un fantasma?
Giré sobre mis talones, hasta quedar frente a él. No había
visto un fantasma en mi vida. El espectro gruñó y desapareció. Yo no estaba
asustado. ¡Estaba emocionado!
A partir de aquella noche, acudí con ilusión renovada a
trabajar. Notaba –no siempre se dejaba ver- al fantasma casi a diario, y nos
comunicábamos constantemente. Me contó que se llamaba Antoine, y que murió en
la construcción del teatro, cuando le cayó una viga en la cabeza. Yo también le
confié muchas cosas, y me acostumbré a su compañía. Pese a ser un ermitaño, no
podía evitar echar de menos a veces estar con alguien. Y él me confesó que
también se sentía muy solo. Me sorprendía lo mucho que nos parecíamos.
Al preguntarle por los demás vigilantes, Antoine me confesó
que, cuando uno no le gustaba o no le caía bien, por pura píllería, se dedicaba
a asustar al pobre infeliz hasta que este no podía más y dimitía.
No pude evitar reírme. Yo hubiera hecho lo mismo.
También me contó que la anciana limpiadora era su nieta, que
sólo contaba con unos pocos meses cuando él falleció.
De esa manera transcurrieron los años. Pero de repente, dejé
de ver a Antoine. Busqué a su nieta, pero tampoco pude encontrarla por ninguna
parte. Esperé y esperé, con la esperanza de que aquello sólo fuera un berrinche
del fantasma. Antoine era muy temperamental. Pero no volví a verlo nunca más.
Mi desesperación iba en aumento. ¡Antoine era mi mejor
amigo! Salí en su búsqueda, gritando y aullándole a la noche como un lobo
enloquecido. Apenas recuerdo lo que ocurrió. Me despertó el personal a la
mañana siguiente, yo había quedado enredado en un amasijo de telas rotas del
telón y sangre de alguna herida que me había hecho al tropezarme.
Me despidieron, por supuesto. Pero fueron muy amables
conmigo. Me ayudaron a trasladarme y a encontrar un nuevo empleo. Es en un
complejo enorme y luminoso. El resto del personal va vestido de blanco. Y tengo
mi propia habitación, desde donde les estoy escribiendo. Es grande y cómoda.
Aunque echo de menos a mis cactus.
Tengo que tomar pastillas varias veces al día. Todavía no sé
para qué.
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