martes, 25 de agosto de 2015

Día de playa.

El agua está helada, y al entrar en contacto con mi piel, un escalofrío recorre mi cuerpo. Pero no me importa, no es una sensación desagradable, es el tipo de frío que te despierta de una pesadilla.

Sé que me están observando, están mirándome con cautela por si me tropiezo o hago cualquier cosa para lastimarme. No me importa, me siento libre como un pájaro, yo soy un colibrí, y tengo ganas de batir mis alas.

Delicadamente, desato el lazo que me recogía el cabello, y lo dejo agitarse suavemente por la brisa marina. Con paso vacilante, comienzo a moverme con zancadas gráciles, de pequeña bailarina, a saltar entre las olas. Cierro los ojos, de verdad quiero sentir este momento. Soy una ninfa, soy una energía.
Puedo sentir cómo me fundo con la naturaleza, con la arena que estoy pisando y con el mar que me baña los pies.

Ejecuto una pirueta y me doy la vuelta. Desde aquí veo a mis hermanas, repartidas por toda la playa. Me ven, pero, al contrario de lo que pensaba, no me miran. Bueno, Milena sí me observa fijamente.

Le doy la espalda y sigo danzando mientras me adentro en el agua y noto cómo el frío me llega hasta las rodillas.






Hace una mañana espléndida, y me siento tan en paz conmigo y con el mundo…
Estoy en pie, en mitad de la orilla, mirando al horizonte, soñando despierta con convertirme en una pirata rebelde y surcar todos los mares.

Mis hermanas suelen decir que tengo la cabeza llena de pájaros. No me gusta esa expresión, suena a que tengo un montón de aves cautivas en una jaula. Yo, en cambio, las libero, las dejo cantar, y yo canto con ellas.

Mi hermana Gabriela se ha adentrado mucho. Tenemos que tener cuidado con ella, es la más pequeña y frágil. A mí me recuerda a un cervatillo perdido en la profundidad de un bosque.

Comienza a bailar, y yo siento como si el mundo fuera un tiovivo y empezase a girar. Se da la vuelta, me mira. No consigo descifrar su mirada. Me vuelve a dar la espalda y continúa su danza de espíritu marino.

Yo también quiero formar parte del paisaje. Doy un paso adelante y empiezo a cantar, elevo mi voz aterciopelada, que se funde con el gorgojeo de las gaviotas y el murmullo de las olas. Cierro los ojos y continúo cantando, con las manos en el pecho.

Alguien se acerca. No me doy la vuelta a ver quién es.
                                              





No sé si ha sido una buena elección venir a la playa. Pero claro, la idea ha sido de Mary, a Mary siempre se le debe hacer caso.

No me gusta el mar, él y yo nos repelemos mutuamente. En las montañas y los prados sí encajo, me gusta pensar que pertenezco a ellos, que mi lugar está entre robles, lobos, pájaros, ríos y flores. Cuando me miro en el espejo, mis ojos verde esmeralda y mi cabello rizado y de color caoba me confirman que soy más un espíritu montañés que una sirena.

No entiendo por qué me he traído el violín conmigo. Mi instinto me lo decía y lo hice por inercia, simplemente.

Mis hermanas están en la orilla. Gabriela está bailando, y Milena está parada como una estatua. No sé si Milena mira a Gabriela, o directamente está mirando a la nada. No me extrañaría, pues Milena vive en las nubes.
Oigo un sonido alejado, ahogado, casi un susurro. Milena ha empezado a cantar, pero aquí, desde donde estoy, apenas si puedo oírla. Me levanto de la toalla, y tomo mi violín con delicadeza, como si en vez de tener en mis manos un instrumento, cargase un cachorro, o a mi hijo. Y es que, a resumidas cuentas, más o menos, lo es.

Mi vestido de raso blanco acaricia la arena, y se moja cuando llego donde se encuentra Milena. Me oye llegar, pero no se gira. Coloco mi violín y las notas brotan como las primeras flores de una primavera tardía. No pienso en ninguna melodía en concreto, la música fluye sola. Estoy tocando una canción, la canción de Milena, el mar y yo, y siento cómo todo gira en torno nuestra por un momento.






                                               
El día es hermoso. Es tan hermoso, que no parece real. Más bien parece propio de un sueño o de una novela fantástica con nubes de algodón de azúcar y montañas de caramelo.
Pero es real. Tan real, que podría tocarlo con alargar el brazo; podría levantarme y participar en él.
Sin embargo, no quiero. No puedo.
Bajo de nuevo la vista hasta la novela que trato de leer. Me aburre ligeramente, este es uno de esos casos en que la realidad supera con creces la ficción. Intento concentrarme en la página, en las frases, en las palabras, en las  letras, pero no lo consigo. Sólo distingo un revoltijo de caracteres carentes de sentido.
Desfallezco, y oteo la playa, buscando el motivo de mi distracción. Tres de mis hermanas están metiendo los pies en el agua. Gabriela es la que se ha adentrado más, y baila. Se mueve como una veleta mecida por el viento, como si estuviera sola en el mundo, como si las olas, el mar, el universo, la vida y ella bailaran al mismo compás.
Milena está unos metros por detrás. Como siempre. Milena siempre está detrás de alguien, semioculta, intentando mimetizarse, pero brilla demasiado como para conseguirlo. El viento arrastra hacia mí el rumor de una melodía, y creo que Milena está cantando, pero apenas puedo oírla. Es una lástima, me encanta la voz de mi hermana, canta como si se hubiera tragado un ángel, o como si un ángel se la hubiera tragado a ella, quién sabe.
Valeria está avanzando lentamente por la arena. Lleva en las manos su violín, y su pelo del color de la sangre coagulada le cae suelto por la espalda, agitándose en el cielo estival como si fuera una bandera. Se está manchando el vestido blanco, pero seguro que le da igual. A Valeria todo le da igual. 
Comienza a tocar. Gabriela sigue bailando, y Milena sigue cantando también. Están improvisando, pero parecen piezas de un mismo engranaje, de una mecánica hecha de armonía ante la que me dan ganas de llorar. De alegría, de emoción, de pena, da igual. Pero llorar.
Me duele estar hecha de la misma materia que esas tres ninfas. Por mis venas corre la misma sangre, pero la mía no canta, tampoco baila, y menos, toca el violín.

No quiero seguir mirando.

Tomo impulso, y vuelvo a zambullirme en el agua estancada de palabras en las que me acabo ahogando
                                                             




Desde el montículo donde estoy situada puedo disfrutar de una panorámica deliciosa, y me afano en plasmarla sobre el lienzo con precisión, y pinceladas delicadas y pacientes. El sol brilla sobre mí, y me seco una gota de sudor que se desliza por mi sien.
Al principio, las chicas no quisieron venir a la costa, pero las acabé convenciendo, aunque me costara lo mío. Sobre todo a Valeria, con lo tozuda que es. No sé de quién ha heredado tanto carácter.

A Sofía no me fue difícil persuadirla. Últimamente parece tan débil y maleable…me preocupa. Cuando te mira, parece como si te estuviera mirando desde el fondo de su alma, y el  fondo de su alma fuera un rompecabezas con las piezas revueltas.
Me retiro unos centímetros para evaluar lo que estoy pintando. Parece un cuadro de mitología griega; una escena de ninfas en plena naturaleza, cantando, bailando, haciendo brotar mágicas melodías o haciendo cualquier extraordinaria cosa que se supone que hacían las ninfas.

Observar mi cuadro me hace feliz, pero al mirarlas a ellas, siento que el corazón va a estallarme en el pecho. Una oleada de amor y orgullo me recorre el cuerpo y tengo ganas de descender corriendo las dunas de arena para abrazarlas, pero yo no necesito formar parte, necesito ser aquella que convierta en arte un momento como este, así que cojo con cuidado un poco de pintura de mi paleta de color y continúo con mi trabajo.
Se levanta una suave corriente, que parece que mueve a mis hermanas como a un móvil de plumas. Hasta Sofía parece moverse.
Sonrío.



                                                
Empujo mi bicicleta y resoplo; hace mucho calor, y estoy agotado. El camino ahora mismo me resulta largo y duro, pero sé que en cuanto haya llegado a la pequeña playa de la bahía, todo habrá merecido la pena.

No mucha gente conoce este lugar, y quienes lo conocen, no suelen venir, pues cualquier persona normal preferiría bañarse en la playa colindante al paseo marítimo y al pueblo, que caminar 20 minutos por el acantilado para llegar a una playa cercana a un hotel abandonado, supuestamente peligrosa, y escenario de unas cuantas leyendas de viejas.
A mí me parece un lugar tan mágico, que desde que lo descubrí, es como si un hechizo me hubiera encadenado a él, y no pudiera dejar de acudir.

Conforme me voy acercando, oigo un murmullo. ¿Es eso un violín?

Llego a la colina que desciende hacia la orilla, y entonces las veo. Son cuatro chicas. No, son cinco. La quinta está en una loma a unos cuantos metros de mí.
Todas juntas forman un paisaje perfecto, un cuadro que debería estar expuesto en las paredes del mejor museo del mundo.

Una baila (la más pequeña de todas), otra canta, otra, la que tiene la apariencia más salvaje, toca el violín, otra, de mirada triste, las observa, y la quinta, la más mayor, lo plasma todo en un lienzo.


De repente, ya no tengo ganas de alcanzar la orilla, ni de tumbarme en la arena a observar las nubes pasar. No quiero estropear ese micro universo, esa red de seda que han tejido las chicas. Me siento mal por estar aquí, me siento un intruso, un invasor, así que vuelvo a subirme en mi bicicleta y me alejo pedaleando rumbo al pueblo, mientras una lágrima silenciosa se desliza por mi mejilla.

lunes, 20 de julio de 2015

El día en que mis ojeras y yo nos hicimos amigas.

A veces paso tanto tiempo sin escribir, que se me olvida, o al menos, creo que lo hago. Después vuelvo a empuñar mi bolígrafo como si fuera un arma (puesto que para mí lo es), y la magia fluye, las palabras brotan y el papel se mancha, y me doy cuenta de que eso nunca se me marchitará.

Hoy quiero hablar de las batallas. Largas, cortas, todas aparentan ser eternas en el momento en el que explotan y comienzan a arder, exhalando nubes de dolor e ira. Las batallas duelen. Pero no luchar normalmente acaba doliendo más. Batallas que gritan, que lloran, que aúllan en dirección al cielo, rompiéndose en alaridos desgarradores.

Pero también hay guerras en silencio. Y esas suelen ser las peores.

Menciono tanto las batallas hoy, porque no hay sentimiento más liberador ni más gratificante, que el que queda cuando te das cuenta de que has acabado de pelar, y sólo sientes paz, una paz tranquila y blanca que te acaricia el pecho.
Suelo pensar que soy una guerra con muchos frentes abiertos, y me siento bien de poder decir que acabo de cerrar uno de ellos. Recordaré este día como el día en que mis ojeras y yo nos hicimos amigas, y parpadeando las abracé, considerándolas de una vez por todas como un atributo más, y no como dos imperfecciones enormes cosidas en mi cara.

Toda mi vida las he aborrecido y criticado de una forma en la que debería estar prohibida criticarse a uno/a mismo/a. Solía pensar que tenía más ojeras que cara, y que algún día, de tan inmensas que las veía, las pisaría y me tropezaría con ellas. Ahora lo pienso y me río. No me río de haber estado tan acomplejada, eso es un horror. Me río de observar cómo podemos llegar a deformar un rasgo nuestro hasta el extremo de ver el rasgo antes que a nosotros/as mismos/as, y no al revés.

Sí, tengo ojeras, en ningún momento lo voy a negar. De pequeña ya las tenía, y el hecho de que al crecer, creciera mi amor por trasnochar, no ayudó a reducirlas. No recuerdo un momento en el que yo no estuviera acomplejada por ellas. Pensaba que la gente no me miraba a mí, sino a ellas, cuando la única que las veía así de inmensas, era yo.

Mientras escribo esto tengo a mi lado un pequeño espejo de mano, para poder verlas mientras escribo esto. El espejito tiene un marco azul.

Mis ojos también.

Las ojeras son mudas, pero tienen mucho que contar.
Son de escribir. De leer. De concentrarse, de jugar. Son un rasgo característico de las criaturas nocturnas cuyo corazón se enciende cuando todo se apaga, como yo.

Son de poetas y artistas, de los que piensan mucho, sueñan mucho y duermen poco. De los que se mueren, de amor o de pena, a las 4 de la mañana. De insomnio. De nervios. De ilusión.

Las ojeras saben a café, bien oscuro y cargado, y a mar salado y azul.

Mis ojeras me hacen ser quien soy, por eso me gustan tanto.


¿Moraleja? Parece mentira la de alto que somos capaces de volar cuando dejamos de aferrarnos a algo que nos corta las alas y nos deja sin aire.

domingo, 28 de junio de 2015

El mar ardió.

El suceso que voy a narrar, ocurrió en un “día”, así, entre comillas. Fue uno de esos días, que no sabes muy bien si denominar como tal, pues no tienen ni pies ni cabeza; uno de esos días en que andas calladito/a y de puntillas, con mucho cuidado de no romper nada.

Fue un día de mar e islas, y barcos a la deriva en mitad de una tormenta. Yo dirigía uno de esos barquitos insignificantes por un mar de incertidumbre y cansancio que fue mi último día antes de cumplir 17 años. Iba pensando y sin pensar al mismo tiempo, con tantas cosas flotando en mi cabeza, que me era imposible pescar una sola. Yo navegaba en mi propio mar, a la vez que navegaba en uno mayor, un campo enorme, ese tipo de campo, que más que parecer un campo, parece la tierra de nadie. Normalmente, los campos están sembrados de vida y esperanza, y te susurran sus planes de un futuro pintado de color verde.  Este no. No había nadie. No había nada. Nada, aparte de un olor a vacío, desesperanza y resignación.
Yo batallaba por no naufragar (si acaso no lo había hecho ya), cuando, desde mi pequeña embarcación, avisté una isla. A simple vista, parecía pequeña, mas cuando me fui acercando, crecía más y más. Tampoco era una isla normal.(¿acaso algo lo fue ese día?)  Era una isla compuesta de kilos y kilos de objetos abandonados, en su mayoría, ropa.

Si ese campo antes me transmitió desesperanza, la aparición de esa isla no hizo que me sintiera mejor. Siempre me he sentido intrigada y curiosa (¡bendita curiosidad y su ansia infatigable!)  por los objetos abandonados, pero esos…me removieron algo por dentro. No sabría decir exactamente qué.
En ese paisaje abandonado a su suerte, había algo fuera de lugar. Era como cuando miras un cuadro y te chirría porque sabes que un elemento no encaja, pero no sabes decir cuál.

Pero reparé en él, hubiera sido muy difícil no haberlo hecho. En medio de esa marea de caos y desamparo, un perro descansaba tendido en un colchón abandonado por Dios sabe quién. Pero ya tenía un nuevo dueño. El perro (o perra) estaba tumbado en una postura de amo, de señor, de dueño del lugar. No había lugar, no había dueño. Ni siquiera había nada. Pero el perro, ese maldito chucho de ahí, era el rey de todo aquello.
Yo permanecí unos segundos parada, contemplando la estampa. Después, continué a la deriva, sintiendo por dentro, que incluso en los lugares más feos nacen flores bonitas, que incluso en la nada, podría encontrarse una algo valioso, como un perro descansando en un colchón, y que, a lo mejor, el camino aparecería cuando dejara de intentar encontrarlo.

Nunca olvidé aquel perro, ni su porte regio, ni su reino, ni su isla, ni aquel día perdido lleno de mares agitados. Pero nunca, por muchas veces que volví a dejarme caer por allí, volví a ver todo aquello.

Pasó más de un mes. Quizá el mar inmenso seguía igual de agitado, pero yo caminaba con mi propio mar un poco más en calma. Ya no llovía, los truenos se habían callado, y en vez de rayos enfadados, era el sol lo que alumbraba mi camino. Llevaba el timón de mi barco con tranquilidad, mientras una suave brisa, de esa que sólo se puede saborear en las puestas de sol veraniegas, me acariciaba el rostro y me alborotaba el pelo.

De repente, como un interruptor al apagarse, la brisa cesó, y fue sustituida por un acre olor. Olía a muerto.

Alcé la vista. Y no, no me encontré ningún cadáver. Ninguna persona estaba muerta. Pero el mar sí. Ese campo tan inmensamente insulso, vacío, y de color amarillo, ahora era negro como el carbón, y negro como la muerte.
No sólo había ardido el campo. El lugar donde antes se encontraba la isla de objetos abandonados  del Rey Can también se había quemado, y no había quedado nada. Ni una pierna de una muñeca, ni un trozo de tela. Nada. Nada de nada.

En ese momento quedé paralizada, como esos gigantes postes eléctricos que habían permanecido impasibles. La diferencia, es que yo no pude permanecer impasible. Por mucho calor que hiciera en ese momento, yo empecé a temblar de forma algo violenta, mientras un trozo del alma se me caía lentamente a los pies.

Ya no habría isla, ya no habría perro, ya no habría barcos, y sobre todo, ya no habría mar. Había ardido.


Mecánicamente, dirigí mi barco de vuelta al puerto, y cuando llegué a casa, escupí toda esa quemazón, esa náusea, y esa desesperanza en un papel, dejándolo todo perdido de tinta de color azul.

jueves, 14 de mayo de 2015

Ahora somos libres.

Ahora somos libres. Hemos quebrado las cadenas que nos mantenían atados; hemos destrozado los barrotes que nos privaban de libertad, convirtiendo el metal en papel, y nos hemos dado cuenta de que no eran tan fuertes como pensábamos.

Hemos trepado esos muros que nos miraban desde arriba, como por encima del hombro, para demostrar que ninguna muralla es tan inquebrantable como puede parecer al principio. Hemos escalado montañas que aparentaban ser infinitas. Hemos derretido el hielo y las nieves de ese invierno que nos tenía cautivos, para sembrarlo todo de flores y árboles, luz y color, esperanza y vida. Hemos pintado del color del amor un lugar, aparentemente desolado, frío y moribundo, donde el aliento se helaba y las flores caían marchitas.

Nos hemos despertado de un sueño que no nos quería despiertos,  que parecía durar 100 años, como si fuéramos Bellas Durmientes. Bellos, somos. Durmientes, también. Con la diferencia, de que ahora preferimos correr detrás de nuestros sueños, y quedarnos por ello sin aliento.

Nos hemos retirado la venda de los ojos, que los tapaba y exprimía. Pero nunca más lloraremos.  Nunca más estaremos ciegos ante la realidad que nos rodea.

Ya no tenemos miedo.

Nunca más contemplaremos el paisaje desde la torre más alta de un castillo. Ahora preferimos formar parte de él. Notar en la yema de los dedos el tacto agrietado y rugoso de la corteza de los árboles. Escuchar el canto de los pájaros. Sentir la brisa en el rostro.

Ya no somos meros espectadores, ni contemplamos la obra de teatro desde los asientos de la última fila, donde nadie nos pueda ver.
Actuamos. Hablamos. Reímos. Cantamos. Gritamos.
Ya no somos mudos. Hemos recuperado la voz, y tenemos muchas ganas de hacernos oír.
De decir que estamos aquí, más presentes que nunca.

Ahora somos libres.

Libres para vivir. Libres para amar. Libres para ser, ser cualquier cosa que queramos.
Ya no nos ocultaremos, ni temeremos los golpes. Los golpes llegarán. Pero nosotros los estaremos esperando.
Ya no perderemos el tiempo. Sabemos apreciarlo, sabemos valorarlo, sabemos amarlo, y sabemos amarlo tan bien, que lo abrazaremos, y nunca lo soltaremos.
Ya no estamos llenos de odio. Aprendimos a soltarlo, y se diluyó con el agua de la lluvia que nos limpió el alma.


Ahora, por fin, somos libres.

martes, 28 de abril de 2015

Susurro.

Hacía frío. Pero no demasiado. Era, un poco más, un poco menos, el típico fresco de principios del mes de marzo, cuando ni es invierno ya, ni la primavera ha llegado todavía.
Sin embargo, el individuo vestía una gruesa y vieja gabardina de color pardo, estrecha de cintura y ancha de hombros, y un sombrero de ala ancha, que ocultaba gran parte de su rostro. Realmente, el individuo ya no contaba con un motivo concreto para taparse, pero ya llevaba tal prenda por inercia. Supongo que el hábito hace al monje, como se suele decir.
El suelo estaba muy encharcado, pues había caído un buen aguacero, como cuando parece que el cielo coge un berrinche y descarga toda su tristeza en forma de gotitas violentas de agua que nos calan la ropa y a su vez alegran los jardines. Y, aunque todo estaba empapado, el individuo había dejado a sus pequeños salir a patinar bajo el cielo de la limpia mañana, siempre y cuando no se alejaran demasiado de él.
Sus pequeños. Sus. Pequeños. Habían pasado ya unos cuantos años desde que sus hijos nacieron, pero, igualmente, se le hacía raro pronunciar aquellas dos palabras, como si pertenecieran a un idioma extranjero y extraño que él nunca sería capaz de hablar.
La benjamina, Lilly, miraba directamente a la cámara en aquella fotografía, con un gesto de sorpresa e ingenuidad puramente infantil. Al contrario, ni el padre ni el hijo se dieron cuenta de esa instantánea robada.
El sol se asomaba tímidamente a través de las nubes tenues, y resplandecía, victorioso, después de haber ganado aquella batalla contra la batalla. Se reflejaba en un gran charco, arrastrando consigo la tierna y viva imagen del amor familiar.
Y aunque, tras el primer vistazo, pueda parecer  una imagen bonita, de esas que vienen de ejemplo con los marcos de fotos, no estaba más lejos de la realidad.

Todo el mundo ha tomado fotografías robadas alguna vez en su vida. Pero este individuo…este individuo era un magnífico experto. Robaba en potencia, y de forma silenciosa y elegante. A veces robaba fotografías, pero otras veces, robaba cosas peores. Cosas…de más peso.

¿Tiene nombre este individuo? ¡Ya lo creo! ¡Y muchísimos, además! Depende del entorno por donde se movía, se endosaba uno u otro. Pero el que aparecía en su documento de identidad era Silas. En algún momento de su agitada vida, Silas dejó de ser Silas, y se convirtió en Nueve, el número que le asignó su organización. “¿Qué hacía allí?”, no es la pregunta correcta. La adecuada es, “¿de qué tarea no debía ocuparse?”

Aunque sus tareas eran muy variadas, la que hacía Nueva era primordial: secuestrar niños. De eso se encargaba la organización. Estudiaba los perfiles de familias de todas las clases sociales, y luego, secuestraban a los pequeños. Los mantenían retenidos el tiempo que fuera necesario para poder cobrar un rescate, que la mayor parte de veces solía ser sustancioso, pues los familiares se hallaban desesperados, y hubieran sido capaces de bajar al infierno más profundo para tener de vuelta a su hijo o hija.
En Susurro, que así se hacían llamar, (era un nombre bien cargado de ironía ácida, pues, más adecuado que Susurro, hubiera sido Grito, Chillido o Llanto) no eran violadores, ¡ni mucho menos! Ellos eran hombres de traje y guante blanco, y la sola idea de quedar reducidos a simples violadores de barrio les hacía enfurecer.

¿Qué hacía Silas en un embrollo como aquel? No se unió a la organización extorsionado, sabía perfectamente lo que iba a hacer allí. Pero fueron tiempos duros, muy muy duros. Silas era joven, y pasó por una mala racha. No soportaba a sus padres, ni la convivencia en el hogar, así que se fue de casa cuando sólo contaba 18 años, y era apenas un chiquillo sin mucha idea clara de lo que era el mundo real. Empezó a vivir con un grupo de colegas (bueno, más que vivir, malvivían) en un piso de pocos metros cuadrados. Al poco tiempo, el dinero empezó a escasear, pues ninguno de ellos contaba con demasiados ingresos.
El colega más ambicioso, Jack, fue el que les relató la propuesta una noche, mientras compartían entre 4 una lata de espaguetis, y se arrellanaban en un sofá raído, cuyo relleno batallaba por salir al mundo exterior. Les contó que había conocido a una gente que estaba buscando personas para unirse a un grupo en el que deberían hacer algunos trabajos. Y añadió que pagarían bien. Cuando dijo esto, le brillaron los ojillos.

Unos días después, todos acudieron a conocer al famoso “grupo”. No fue una entrevista agradable. Fueron citados en una taberna de mala muerte, de esas en las que los únicos seres vivos presentes son el camarero aburrido y medio momificado, apoltronado en la barra y congelado en un bostezo eterno, y un grupo de moscas revoloteando y campando a sus anchas, montándose la fiesta padre.  Una vez allí, fueron conducidos a un sótano, en el que se encontraba el despacho del jefe de todo aquello. Al parecer, Jack, sin el consentimiento de todos los demás, había aceptado la petición de formar parte del grupo. Obviamente, a ninguno se le ocurrió rechistar, pero no pudieron evitar sentirse algo forzados. Tuvieron que hacer varios juramentos de lealtad, en los que juraron y perjuraron fidelidad en todo momento a Susurro. Firmaron un contrato compuesto de varias cláusulas. Algunas eran del tipo “no hacer saber a nadie ajeno sobre la existencia dela organización”, y cosas por el estilo.
Susurro, obviamente, quería y debía pasar desapercibido, como un susurro perdido en mitad de la oscuridad de la noche, les explicó el capo con palabras delicadas y una voz de terciopelo. Pero, si ocurría lo contrario, y alguno cometía una traición o se iba de la lengua, añadió con voz gélida y mirando a cada uno a los ojos, las consecuencias iban a ser fatales.

Las primeras misiones fueron sencillas. Pequeños hurtos, algún atraco, seguir coches… Silas se aburría. Pero pronto empezaron los secuestros. Muchos años han pasado ya, pero Silas aún recordaba con toda facilidad todos y cada uno de los nombres de los niños que alguna vez hizo cautivos. La lista era larga, podía sobrepasar fácilmente los 100.
Cada secuestro era para Silas peor que el anterior. No porque le costara, puesto que cada vez iba perfeccionando la técnica, sino porque sentía que era una cantera en su interior, y cada secuestro, cada niño o cada niña, cada llanto, cada grito y cada forcejeo, le arrancaban una parte de él, y poco a poco, iba quedándose vacío.

Hasta el resto de sus días seguramente seguirá recordando todo aquello, marcándole de por vida en forma de secuelas perpetuas, las mismas que él mismo provocó en los niños cuya libertad sesgó.

Un día, se hallaba solo, en una de las casas en mitad del campo que Susurro utilizaba como jaulas infantiles. Estaba de guardia, pues era su tarea custodiar a una niña pequeña que había secuestrado unos días antes, Kimberly Stocker, de 7 años de edad. Kimberly pertenecía a una de las familias más adineradas de la ciudad, y pretendían pedir por ella un suculento rescate, desplumando a su familia como un pollo listo para echar a la cazuela.
En ese momento, Silas había encendido el televisor, porque las guardias solían ser aburridas y necesitaba matar el tiempo de alguna forma. Estaba viendo el informativo, que comunicaba en ese momento la noticia de la intensificación de la búsqueda de Kimberly. Al lado del presentador, se veía a la madre de Kimberly, una mujer rubia de mirada profunda, aunque surcada por el llanto. Cuando llegó el momento en que debía hablar, permaneció varios segundos en silencio, mirando fijamente a la cámara. Silas sintió que lo miraba directamente a él. Inmediatamente apagó la televisión, y, como hecho a posta, Kimberly, desde el sótano, empezó a gritar y berrear. Silas, nervioso, bajó al sótano y la amordazó. No quería golpearla, no después de lo que había visto. Pero, por si acaso, amenazó con hacerlo, si seguía montando alboroto.
Esa noche, Silas no consiguió conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, sentía la mirada acusadora de la madre de Kimberly en él. Pero, por suerte, era su última noche de guardia, y, por suerte también, mañana estaría lejos de allí.
Al día siguiente, Silas no tenía asignado ningún trabajo, así que se dedicó a pasear por la ciudad, uno de sus métodos favoritos de distracción. Estaba caminando, algo intranquilo, cuando vio algo que lo intranquilizó aún más. Cuando alzó la mirada, se encontró con unos ojos, unos ojos de mujer, que lo miraban fijamente. Era la madre de Kimberly. En persona. A apenas unos metros.

Y no dejaba de mirarlo.

Silas pensó que arremetería contra él, que se le lanzaría a la yugular y que no dejaría de estrangularlo hasta que su rostro se hubiera teñido de todos los colores del arcoíris.
Pero la señora Stocker se limitó a mirarlo. Su mirada transmitía rabia, dolor, impotencia y tristeza. Y falta de algo vital, que alguien le había arrebatado.
Las piernas de Silas flaquearon, y estuvo a punto de perder el equilibrio. Apretó el paso, perdiendo de vista a la madre de Kimberly y a esa calle abyecta donde el destino había querido cruzarlos.
Esa noche, tomó una decisión. A lo mejor le costaba la vida, pero no podía convertirse en más miserable de lo que ya era.

Iba a empezar una nueva vida, muy lejos de allí.

Iba a liberar a su primera niña.

Fue algo más fácil de lo que el mismo Silas pensó. En la guardia siguiente, se limitó a meter a Kim en un saco en mitad de la noche, y la dejó sola entre los arbustos de un parque conocido de la ciudad. Inmediatamente después, condujo hasta el aeropuerto. Cogió el primer vuelo que pudo y se marchó lejos, muy lejos, donde el Susurro no le fuera audible.
Se trasladó a un nuevo país, y empezó desde cero allí. Esa parte sí le resultó más complicada. Adoptó una nueva identidad y cambió de aspecto. Le costó tiempo acostumbrarse a su nuevo yo. Pero lo consiguió, y poco a poco, esos días en Susurro empezaron a quedar cada vez más lejos. Nunca se eliminaron completamente, pero se emborronaron lo suficiente como para que Silas se permitiera un pellizco de felicidad.

Unos años más tarde, conoció a Sophia, en el colegio en que empezó a trabajar. Sophia trajo luz a sus díaz y consuelo a sus noches, y le enseñó algo que nunca había experimentado en sus propias carnes: amor.
Poco a poco, y con pasitos pequeños y lentos, construyeron una fortaleza, hecha de confianza, respeto, y amor. Plantaron muchos árboles alrededor, cuyas flores y frutos fueron nada más y nada menos que dos preciosos hijos.

Al principio, cuando Sophia le comunicó que se encontraba encinta, la primera reacción de Silas fue de terror. ¿Cómo podía ser tan egoísta de querer traer niños al mundo, cuando él destrozó la vida de más de 100? Sin embargo, ese miedo fue desapareciendo conforme el estado de gestación de Sophia avanzaba, y se reemplazó por amor, amor verdadero y paterno; y cuando por fin vio la carita a sus hijos, lágrimas de felicidad recorrieron sus mejillas.

Pero ahora, aquella imagen del papá feliz con sus retoños en una fría-aunque-no-demasiado mañana de Marzo, no es más que una fantasía hecha añicos.

Tan sólo un par de semanas de ser tomada esa fotografía, los niños desaparecieron.  Simplemente se esfumaron, como si una grieta se hubiera abierto bajo sus pies y los hubiera succionado hacia el centro de la Tierra.
Silas sabía que los niños no habían desaparecido. El Susurro había vuelto, para hacerse oír con fuerza. Susurro le había arrebatado a sus niños, cobrándose así su venganza. No le habían matado a él, puesto que en Susurro sabían bien que a un padre le importa más la vida de sus hijos, que la suya propia, así que le atacaron donde más iba a dolerle.

Y fue un disparo certero. Justo en el blanco.

Desaparecieron el día 9 de Septiembre, 9S, y cada año, por esa fecha, Susurro le enviaba la misma carta a Silas. Era un pequeño sobre de color gris, con la palabra “Nueve” escrita con una caligrafía pulcra y cuidada. Dentro siempre había una cuartilla de papel de carta de color azul claro que olía a rosas, con un mensaje del tipo:
“No puedes ignorar el Susurro,
El Susurro nunca muere.”

Silas sabía que no iba a ser asesinado. Susurro no caería tan bajo. Pero estarían año tras año recordándole que habían arrancado su vida, su alegría, la parte más vital de él.

Y Silas no sabía qué era peor.

Sophia le abandonó dos años después de que desaparecieran los niños. Puede que Silas hubiera roto el juramento de fidelidad que Susurro le hizo firmar, pero había cumplido la cláusula de silencio, y hasta ese momento, Silas relataba su pasado como algo casi idílico, había inventado un pasado fantástico y alternativo para no hacer daño a Sophia. Pero sus hijos ya no estaban, y nada importaba ya, así que, una noche, le relató la verdad a su esposa, sin omitir ningún tipo de detalle.
Primero, Sophia entró en estado de shock. Segundo, se enrabietó. Tercero, no volvió a dirigirle la palabra a su marido. Y cuarto, días después, recogió sus cosas y se marchó del hogar. Estaba enfadada, pues culpaba a Silas de lo ocurrido; pero también dolida, pues había vivido en una mentira durante muchos años.

Silas no volvió a saber de ella.

Un día, muchos años después, el 9 de Septiembre, 9 años justos después del secuestro , llamaron a la puerta de Silas de madrugada. Este hecho inquietó a Silas, pues cada año, Susurro se había limitado a introducir bajo su puerta el condenado sobre.
Aquello era nuevo. Pero como a Silas no le quedaba nada que perder, abrió la puerta.  A primera vista, allí no había nada ni nadie. Luego bajó la mirada y encontró un pequeño paquete envuelto en papel azul claro, que olía a rosas y tenía una gran S impresa.
Silas desenvolvió el paquete con cautela, y abrió la caja.
Era un bote.
Con algo dentro.
Se fijó mejor.
Eran dos pares de ojos. Unos azules y otros marrones.
Dos pares de ojos que había visto miles de veces. A los que había contemplado con amor y devoción, y había amado desde lo más profundo de su alma.
Los ojos de sus hijos.
Silas se desmayó inmediatamente y se desvaneció, dejando caer el recipiente de cristal, que se deshizo estrepitosamente en mil esquirlas.
Cuando el hombre volvió en sí, y abrió los ojos pesadamente, lo primero que pudo ver, fueron dos pares de ojos, uno azul y otro marrón, que lo miraban fijamente.
No había sido un sueño. Silas estaba viviendo su propia pesadilla.
Pero no importaba. De una forma u otra, Silas estaba decidido a encontrar a sus hijos, vivos o muertos. Recogió del suelo los dos pares de ojos, y los colocó con cuidado en el bolsillo delantero de su camisa, justo encima del corazón. Subió con paso decidido las escaleras, que tantas veces recorrió oyendo las dulces y frescas risas de sus pequeños, sintiendo que estaba cada vez más cerca de ellos.
Accedió a la azotea. Para ser principios de Septiembre, hacía frío, y un viento gélido le golpeó el rostro.

Se sentó en el borde, balanceando las piernas.

Contempló las luces que se extendían a lo lejos en el horizonte.

Admiró la luna, y las estrellas que lo arropaban como un oscuro manto

Rozó el bolsillo delantero de su camisa

Cogió impulso


Y saltó, empeñado en reunirse con sus hijos, dispuesto a bajar al infierno más profundo para tener de vuelta a sus niños.

jueves, 19 de marzo de 2015

Naturaleza muerta

Naturaleza gastada. Naturaleza aburrida. Naturaleza muerta.
Naturaleza que dejó de ser naturaleza hace ya tiempo. Y llora, la naturaleza llora, aunque no queramos darnos cuenta. Bueno, a veces llora, y a veces se enrabieta y destroza, ahoga, asfixia, mata.
Entonces, sí nos quejamos. Nos lamentamos cuando la naturaleza nos hace ver que nunca lograremos dominarla; cuando nos demuestra que la Tierra es su elemento y no el nuestro; sollozamos cuando la Madre Natura se enfada y nos pega y nos regaña por lo mal que nos hemos portado.
En ese momento sí la vemos, deja de ser algo invisible y la colocamos bajo el foco. Pero sólo el tiempo que nos dura la llantina, o hasta que florezcan de nuevo nuestras ganas de exprimirle el corazón al planeta.
El planeta se está quedando desnudo. Le arrancamos a bocados ansiosos su vestido verde de hojas.
Tiene frío.
Y los animales se van. Los estamos echando de un lugar que es tan suyo como nuestro. Los cazamos y nos vanagloriamos de ello, presumimos de ser los causantes de la extinción de cada vez más especies. Matamos por gusto, para exhibir como trofeos pedazos mutilados de animales exóticos, sin pensar en esa especie ni en su peligro de extinción, tan sólo, en lo bonito que es el marfil de los animales o en las utilidades de la piel de un cocodrilo.
El mundo se está volviendo loco, está precipitándose al vacío de cabeza, si no la ha perdido ya. Y nosotros, en vez de intentar frenar esa caída, empujamos al mundo a su perdición, le contagiamos nuestra locura, tan sólo somos otros desquiciados en medio de un baile vertiginoso sin final.

Ya nadie baila bajo la lluvia ni vive en el olor que permanece después.
Ya nadie hace caso a los primeros tulipanes de la primavera, ni saluda a las amapolas que se abren paso por una tierra cada vez más hostil.
El canto de los pájaros ya es ruido, en vez de música, y los días están perdiendo el color.
Ya no brillamos al amanecer, ni sonreímos cuando viene un nuevo día. y tampoco se nos queda la boca abierta al contemplar una puesta de sol.
Parece que la naturaleza ya no es de nuestro interés. Y es cierto.
Vamos corriendo,vamos corriendo, vamos corriendo, vamoscorriendoycadavezmásdeprisa y no nos detenemos para nada, aunque nos falte el aire, ni para celebrar la vida. Somos las víctimas de un mundo que vive siempre con prisa.
Y así, poco a poco,
gota a gota,
le quitamos la vida
al planeta que nos la dio.

jueves, 19 de febrero de 2015

Como fresas pochas.

Que tire la primera piedra aquel o aquella que no se ha sentido como una fresa pocha alguna vez en su vida.
Pocha. Po. Cha. Podría utilizar algún sinónimo que estéticamente embelleciera el texto o quedara mejor. Pero no. La palabra pocha está pocha, por eso precisamente la estoy utilizando.
Creo que me explico bien cuando me refiero a una fresa pocha, pero, por si acaso a alguien le queda alguna duda, defino su significado.

La fresa pocha es esa  última fresa que queda en la cesta, y nadie reúne el valor suficiente para osar comérsela, pues su estado es tan lamentable, que ni recortando las partes podridas (esas partes negras y reblandecidas que rezuman un jugo sospechoso), su sabor sería mínimamente decente, y que ni el perro querría probar. Entonces, nuestra fresa está condenada a una vida de soledad y miseria, en la que será devorada viva por el moho. La fresa permanecerá en el frutero, agonizando, mientras ve a la familia pasar e ignorarla, o dirigirle sólo alguna que otra mirada de asco, hasta que alguien se de cuenta del estado de nauseabunda putrefacción en que se encuentra la pequeña fruta y la tire a la basura.
La fresa no ha hecho nada para ganarse tal destino. Quizá, haber caído la primera al frutero, siendo sepultada por las demás. A lo mejor, ser más grande, o más enana, o más madura que las otras fresas.

“¿Adónde quiere llegar con toda esta historia de la fresa podrida?”, te preguntarás, seguramente.

No lo sé. A lo mejor todo está empezando a oler de forma diferente, a saber de forma diferente. La noche brilla y el día oculta,  esa es la respuesta, por si alguien te pregunta.

Es como salir a correr y a bailar bajo la tormenta, y sentirte viva, y esconderte de los rayos del sol porque te queman y te matan.

¿Sentido? Bueno. ¿A mí me lo preguntas? No se lo busques, si quieres mi consejo. Hay cosas que es mejor no entender.

Es como ese gato que se arrastra cojeando por la calle, y nadie lo mira, nadie lo ve. Le duele mucho la pata, pero no grita. Es que los gatos NO saben gritan, tampoco saben hablar para decirle a alguien que lo lleve al veterinario. Tan sólo pueden maullar, e, igualmente, este minino no lo hace. Es demasiado orgulloso.

Es como esa zapatilla sola, sucia y rota que lleva 5 años descomponiéndose al sol en un solar, y otros 5 seguirá, seguramente muchos más, hasta que se deshaga completamente. Tanto tiempo al sol le ha dejado la memoria trastocada, y ya no recuerda nada; ni cómo llegó hasta allí, a su propia tumba al aire libre, ni quién la abandonó, ni por qué. Algún día ella fue querida, y tuvo una compañera, y se sintió útil, pero ya no más, pues el viento se encargó de borrar todo eso.

Las muñecas rotas. O todavía peor. Los trozos minúsculos de las muñecas de porcelana rotas, que saltan y saltan hasta refugiarse debajo de la cama, del armario, o de algún mueble pesado, donde no pueden ser barridas y no llega el cepillo, y permanecen allí por los siglos de los siglos, hasta que los planetas se alinean y a alguien se le ocurre mover el mueble y barrer, encontrando una masa negra no identificada que repugna a cualquiera.

Pienso que ahora me he explicado un poco mejor.

A veces nos sentimos como un puñado de arena bailando en mitad de una corriente de aire, como una zapatilla rota, un gato cojo, o una fresa pocha. Sin voz, sin ojos, sin piernas. Como si te hubieras quedado congelado o congelada en el tiempo y fueras una figura de cera, sin poder hacer nada, mientras las agujas del reloj corren y con ella el resto de la humanidad.

Pero tú siguieras ahí. Sin poder moverte.

Como si el mundo nos diera la espalda y sólo se dirigiera a nosotros para abofetearnos la cara o reírse de ella.
Y si alguien no se ha sentido así nunca, que me deje vestir su ropa y ponerme sus zapatos.


Aunque sea por unas pocas horas.

sábado, 10 de enero de 2015

Locus amoenus.

Abrí los ojos despacio, lentamente, como intentando en vano parar el tiempo, volver a dormirme, y, tal vez, retomar el sueño en el que estaba inmersa.

En él, me encontraba en el fondo del mar,convertida en un ser acuático, con agallas y aletas, y exploraba las profundidades oceánicas, y miraba y me miraban con curiosidad animales de todo tipo y tamaño. Alargadas y finas morenas de gesto hosco y ojillos brillantes se deslizaban serpenteando a mi vera. Tiburones blanco de dientes puntiagudos y afilados como cuchillos vigilaban la zona, al acecho de alguna presa.  Podía tocar las anémonas, sin peligro alguno por el veneno, y observar a los peces payaso jugueteando entre sus tentáculos.
Yo nadaba libre, completa y totalmente libre, sin cansarme, sin ahogarme, sin parar, y sin tampoco desearlo.

Pero me había despertado. Me había despertado y el sueño se había esfumado de la misma manera en que había venido. La burbuja de aquella fantasía había explotado, y yo ahora tenía la cara llena de los restos del jabón.
Nunca sueño; estos huyen de mí como si me temieran. ¿Por qué tengo que despertar cuando, por una vez, tengo la suerte de ser compensada con uno?

Retiré las sábanas de algodón blanco con un tirón malhumorado. Tan molesta estaba, que ni siquiera me detuve para cubrirme los brazos con una rebeca. Corrí las cortinas que tapaban la  ventana, y mi mal humor quedó completamente disipado en cuanto los tenues rayos del sol de la mañana bañaron el dormitorio, y me acariciaron la cara.

Había llegado a aquella habitación a altas horas de la noche anterior, y me encontraba tan cansada que no reparé en la decoración; tampoco estaba de ánimo.
Parecía que estaba en el escenario de algún cuento de hadas. Las paredes estaban hechas de madera, de una madera oscura de roble. Había, en una de las paredes, una estantería alta repleta de libros. Me acerqué a ella con curiosidad, avanzando lentamente, deslizando mis pies descalzos sobre el suave parquet.
Tras un vistazo a algunos títulos, seguí barriendo con la mirada la estancia.
La cama donde había dormido era grande, de madera y con cuatro postes, de sábanas inmaculadas y mullidas almohadas de pluma.
A los pies de la cama descansaba un baúl grande de madera, sellado por un candado viejo de cobre. Parecía el cofre del tesoro de un pirata.
En la pared de encima de la cama había colgados dos cuadros pequeños, situados a la misma altura. 

En uno de ellos se representaba a un pájaro blanco y delicado, seguramente una paloma de la paz, con las alas extendidas y una ramita de olivo en el pico.  La paloma tenía una actitud de triunfo, de serenidad, de sabiduría.
Los pájaros no pueden sonreír, pero esa paloma, sin embargo, parecía estar haciéndolo; era como, si de alguna forma, estuviera riendo con los ojos.
El otro cuadro, sin embargo, no podía ser más diferente al primero. En este se podía ver un  pájaro negro y grande, con un pico gigantesco. No me considero una experta en aves, pero creo que era un cuervo. Tenía la cabeza girada, mirando directamente al artista, o al espectador. Más que mirar, parecía intentar escanear a cualquiera que contemplase la pintura. Su mirada era fría y amenazadora. Más que un ave, parecía una pequeña porción de peligro con alitas y pico.
¿Qué significaba el contraste entre las dos pinturas? ¿El ying y el yang? ¿La guerra y la paz? ¿El amor y el odio?

Me hallaba inmersa en esa reflexión, cuando me interrumpió un delicioso y dulce aroma que se colaba silenciosamente por la rendija de la puerta, que estaba entreabierta. Olía a chocolate, a chocolate caliente, bien espeso, un olor que irremediablemente me transportaba a mi infancia unos cuantos años atrás, cuando mi abuela fundía gruesas tabletas de cacao en una olla para preparar aquel brebaje dulzón y denso que hacía las delicias de todos, y sabía a felicidad, a amor, y a calor.

Decidí acabar de curiosear por el dormitorio antes de ir a investigar cuál era el origen de tan rico olor.
En la pared opuesta a la librería había un armario. No pude resistirme a abrirlo, y encontré su interior vacío, salvo por un gran oso de peluche. Era gigantesco, casi tan grande como yo, y, al abrazarlo, hundí la nariz en la textura esponjosa y blanda de su cabeza.
No olía a viejo, pero tampoco a nuevo. Emanaba un perfume raro, como de…naranja.
Pero no naranja normal. El osito (u osazo) olía a naranja ácida.
Lo dejé con delicadeza sobre la cama, y lo tapé con las sábanas. 
No quería que pillase un constipado.

Lo único que quedaba en la habitación, era una mesa de escritorio, y una silla, ambas de madera, como casi todo lo que había allí.
Sobre la mesa había un jarrón de tulipanes rojos, un detalle que había pasado por alto antes. Las flores eran frescas, lo que significaba que alguien las había colocado allí hacía relativamente poco.
La ventana. La ventana me estaba mirando fijamente, pidiéndome silenciosamente a gritos que la abriera, que dejara que corriera el aire y aquello se ventilara.
Me costó bastante trabajo, pues el mecanismo de abertura de la ventana era antiguo y estaba algo oxidado.

Nunca había contemplado nada igual.
Nunca antes mis ojos habían sido testigos de tanta belleza.
Había visto fotos de infinidad de lugares preciosos.
Pero claro. No era lo mismo.
Sin embargo, todo aquello era real y lo estaba viendo con mis propios ojos, podía sentir el viento frío en la cara, y aspirar el perfume de los pinos mezclado con el de las flores silvestres que crecían por todas partes.
Estaba en una diminuta cabaña de madera, en mitad de un bosque.
Mi dormitorio me ofrecía una panorámica que me dejaba sin aliento. Podía ver, desplegados a mis pies, como si de una bella alfombra de naturaleza se tratara, centenares de pinos, álamos, y otros árboles que no sabría identificar, meciendo sus ramas con la corriente, como saludándome y dándome los buenos días.
Llegaba hasta mis oídos un rumor tímido de agua, lo que significaba que debía haber un riachuelo corriendo cerca.
Todo aquel paisaje me producía unas ganas salvajes y casi irrefrenables de saltar por la ventana,  sin importarme cuántos metros pudieran haber de caída, y bucear en aquel océano verde, perderme, correr hasta perder el conocimiento, sentirme libre.
Quería sentirme en aquella inmensidad tan libre como se sentía la paloma del cuadro al llevar aquella rama de olivo y surcar el cielo azul batiendo sus alas blancas, o como se sentían los delfines que jugaban saltando sobre las olas en aquel sueño que me fue arrebatado.

Quería ser completamente libre,
y completamente mía.

Respiré profundamente, llenando mis pulmones de aire puro de montaña.
Regresó a mí el aroma placentero del chocolate, y una desagradable sensación de hambre me retorció el estómago, así que seguí el rastro del olor, que me condujo hasta una pequeña cocina de piedra.
En una hornilla, había una olla de humeante chocolate recién hecho.
Pero no había nadie.
Quizá estaba siendo una completa descerebrada y una ingenua, pero la casa no me transmitía malas vibraciones. No tenía pinta de que nadie quisiera envenenarme con una taza de cacao caliente, así que busqué un tazón en los aparadores, me serví un poco, y regresé al dormitorio.


Con cuidado, me encaramé a la ventana, y me senté en el alféizar, con el tazón de chocolate en el regazo y los pies colgando, balanceándose con la brisa, con el sol, con el susurro del agua, los murmullos lejanos de los animales, la paloma, el cuervo, las morenas, el olor a naranja ácida, el chocolate, la madera, las sábanas blancas, y todo lo que había sido el mobiliario de un despertar que no recuerdo bien si fue real o un sueño dentro de otro.