El agua está helada, y al entrar en contacto con mi piel, un
escalofrío recorre mi cuerpo. Pero no me importa, no es una sensación
desagradable, es el tipo de frío que te despierta de una pesadilla.
Sé que me están observando, están mirándome con cautela por
si me tropiezo o hago cualquier cosa para lastimarme. No me importa, me siento
libre como un pájaro, yo soy un colibrí, y tengo ganas de batir mis alas.
Delicadamente, desato el lazo que me recogía el cabello, y
lo dejo agitarse suavemente por la brisa marina. Con paso vacilante, comienzo a
moverme con zancadas gráciles, de pequeña bailarina, a saltar entre las olas.
Cierro los ojos, de verdad quiero sentir este momento. Soy una ninfa, soy una
energía.
Puedo sentir cómo me fundo con la naturaleza, con la arena
que estoy pisando y con el mar que me baña los pies.
Ejecuto una pirueta y me doy la vuelta. Desde aquí veo a mis
hermanas, repartidas por toda la playa. Me ven, pero, al contrario de lo que
pensaba, no me miran. Bueno, Milena sí me observa fijamente.
Le doy la espalda y sigo danzando mientras me adentro en el
agua y noto cómo el frío me llega hasta las rodillas.
Hace una mañana espléndida, y me siento tan en paz conmigo y
con el mundo…
Estoy en pie, en mitad de la orilla, mirando al horizonte,
soñando despierta con convertirme en una pirata rebelde y surcar todos los
mares.
Mis hermanas suelen decir que tengo la cabeza llena de
pájaros. No me gusta esa expresión, suena a que tengo un montón de aves
cautivas en una jaula. Yo, en cambio, las libero, las dejo cantar, y yo canto
con ellas.
Mi hermana Gabriela se ha adentrado mucho. Tenemos que tener
cuidado con ella, es la más pequeña y frágil. A mí me recuerda a un cervatillo
perdido en la profundidad de un bosque.
Comienza a bailar, y yo siento como si el mundo fuera un
tiovivo y empezase a girar. Se da la vuelta, me mira. No consigo descifrar su
mirada. Me vuelve a dar la espalda y continúa su danza de espíritu marino.
Yo también quiero formar parte del paisaje. Doy un paso
adelante y empiezo a cantar, elevo mi voz aterciopelada, que se funde con el
gorgojeo de las gaviotas y el murmullo de las olas. Cierro los ojos y continúo
cantando, con las manos en el pecho.
Alguien se acerca. No me doy la vuelta a ver quién es.
No sé si ha sido una buena elección venir a la playa. Pero
claro, la idea ha sido de Mary, a Mary siempre se le debe hacer caso.
No me gusta el mar, él y yo nos repelemos mutuamente. En las
montañas y los prados sí encajo, me gusta pensar que pertenezco a ellos, que mi
lugar está entre robles, lobos, pájaros, ríos y flores. Cuando me miro en el
espejo, mis ojos verde esmeralda y mi cabello rizado y de color caoba me
confirman que soy más un espíritu montañés que una sirena.
No entiendo por qué me he traído el violín conmigo. Mi instinto
me lo decía y lo hice por inercia, simplemente.
Mis hermanas están en la orilla. Gabriela está bailando, y
Milena está parada como una estatua. No sé si Milena mira a Gabriela, o
directamente está mirando a la nada. No me extrañaría, pues Milena vive en las
nubes.
Oigo un sonido alejado, ahogado, casi un susurro. Milena ha
empezado a cantar, pero aquí, desde donde estoy, apenas si puedo oírla. Me levanto
de la toalla, y tomo mi violín con delicadeza, como si en vez de tener en mis
manos un instrumento, cargase un cachorro, o a mi hijo. Y es que, a resumidas
cuentas, más o menos, lo es.
Mi vestido de raso blanco acaricia la arena, y se moja
cuando llego donde se encuentra Milena. Me oye llegar, pero no se gira. Coloco
mi violín y las notas brotan como las primeras flores de una primavera tardía.
No pienso en ninguna melodía en concreto, la música fluye sola. Estoy tocando
una canción, la canción de Milena, el mar y yo, y siento cómo todo gira en
torno nuestra por un momento.
El día es hermoso. Es tan hermoso, que no parece real. Más
bien parece propio de un sueño o de una novela fantástica con nubes de algodón
de azúcar y montañas de caramelo.
Pero es real. Tan real, que podría tocarlo con alargar el
brazo; podría levantarme y participar en él.
Sin embargo, no quiero. No puedo.
Bajo de nuevo la vista hasta la novela que trato de leer. Me
aburre ligeramente, este es uno de esos casos en que la realidad supera con
creces la ficción. Intento concentrarme en la página, en las frases, en las
palabras, en las letras, pero no lo
consigo. Sólo distingo un revoltijo de caracteres carentes de sentido.
Desfallezco, y oteo la playa, buscando el motivo de mi
distracción. Tres de mis hermanas están metiendo los pies en el agua. Gabriela
es la que se ha adentrado más, y baila. Se mueve como una veleta mecida por el
viento, como si estuviera sola en el mundo, como si las olas, el mar, el
universo, la vida y ella bailaran al mismo compás.
Milena está unos metros por detrás. Como siempre. Milena
siempre está detrás de alguien, semioculta, intentando mimetizarse, pero brilla
demasiado como para conseguirlo. El viento arrastra hacia mí el rumor de una
melodía, y creo que Milena está cantando, pero apenas puedo oírla. Es una
lástima, me encanta la voz de mi hermana, canta como si se hubiera tragado un
ángel, o como si un ángel se la hubiera tragado a ella, quién sabe.
Valeria está avanzando lentamente por la arena. Lleva en las
manos su violín, y su pelo del color de la sangre coagulada le cae suelto por
la espalda, agitándose en el cielo estival como si fuera una bandera. Se está
manchando el vestido blanco, pero seguro que le da igual. A Valeria todo le da igual.
Comienza a tocar. Gabriela sigue bailando, y Milena sigue cantando
también. Están improvisando, pero parecen piezas de un mismo engranaje, de una
mecánica hecha de armonía ante la que me dan ganas de llorar. De alegría, de
emoción, de pena, da igual. Pero llorar.
Me duele estar hecha de la misma materia que esas tres
ninfas. Por mis venas corre la misma sangre, pero la mía no canta, tampoco
baila, y menos, toca el violín.
No quiero seguir mirando.
Tomo impulso, y vuelvo a zambullirme en el agua estancada de
palabras en las que me acabo ahogando
Desde el montículo donde estoy situada puedo disfrutar de
una panorámica deliciosa, y me afano en plasmarla sobre el lienzo con
precisión, y pinceladas delicadas y pacientes. El sol brilla sobre mí, y me
seco una gota de sudor que se desliza por mi sien.
Al principio, las chicas no quisieron venir a la costa, pero
las acabé convenciendo, aunque me costara lo mío. Sobre todo a Valeria, con lo
tozuda que es. No sé de quién ha heredado tanto carácter.
A Sofía no me fue difícil persuadirla. Últimamente parece
tan débil y maleable…me preocupa. Cuando te mira, parece como si te estuviera mirando
desde el fondo de su alma, y el fondo de
su alma fuera un rompecabezas con las piezas revueltas.
Me retiro unos centímetros para evaluar lo que estoy
pintando. Parece un cuadro de mitología griega; una escena de ninfas en plena
naturaleza, cantando, bailando, haciendo brotar mágicas melodías o haciendo
cualquier extraordinaria cosa que se supone que hacían las ninfas.
Observar mi cuadro me hace feliz, pero al mirarlas a ellas,
siento que el corazón va a estallarme en el pecho. Una oleada de amor y orgullo
me recorre el cuerpo y tengo ganas de descender corriendo las dunas de arena
para abrazarlas, pero yo no necesito formar parte, necesito ser aquella que
convierta en arte un momento como este, así que cojo con cuidado un poco de
pintura de mi paleta de color y continúo con mi trabajo.
Se levanta una suave corriente, que parece que mueve a mis
hermanas como a un móvil de plumas. Hasta Sofía parece moverse.
Sonrío.
Empujo mi bicicleta y resoplo; hace mucho calor, y estoy
agotado. El camino ahora mismo me resulta largo y duro, pero sé que en cuanto
haya llegado a la pequeña playa de la bahía, todo habrá merecido la pena.
No mucha gente conoce este lugar, y quienes lo conocen, no
suelen venir, pues cualquier persona normal preferiría bañarse en la playa
colindante al paseo marítimo y al pueblo, que caminar 20 minutos por el
acantilado para llegar a una playa cercana a un hotel abandonado, supuestamente
peligrosa, y escenario de unas cuantas leyendas de viejas.
A mí me parece un lugar tan mágico, que desde que lo
descubrí, es como si un hechizo me hubiera encadenado a él, y no pudiera dejar
de acudir.
Conforme me voy acercando, oigo un murmullo. ¿Es eso un
violín?
Llego a la colina que desciende hacia la orilla, y entonces
las veo. Son cuatro chicas. No, son cinco. La quinta está en una loma a unos
cuantos metros de mí.
Todas juntas forman un paisaje perfecto, un cuadro que debería
estar expuesto en las paredes del mejor museo del mundo.
Una baila (la más pequeña de todas), otra canta, otra, la
que tiene la apariencia más salvaje, toca el violín, otra, de mirada triste,
las observa, y la quinta, la más mayor, lo plasma todo en un lienzo.
De repente, ya no tengo ganas de alcanzar la orilla, ni de
tumbarme en la arena a observar las nubes pasar. No quiero estropear ese micro universo,
esa red de seda que han tejido las chicas. Me siento mal por estar aquí, me
siento un intruso, un invasor, así que vuelvo a subirme en mi bicicleta y me
alejo pedaleando rumbo al pueblo, mientras una lágrima silenciosa se desliza
por mi mejilla.