Que tire la primera piedra aquel o aquella que no se ha sentido
como una fresa pocha alguna vez en su vida.
Pocha. Po. Cha. Podría utilizar algún sinónimo que
estéticamente embelleciera el texto o quedara mejor. Pero no. La palabra pocha
está pocha, por eso precisamente la estoy utilizando.
Creo que me explico bien cuando me refiero a una fresa pocha,
pero, por si acaso a alguien le queda alguna duda, defino su significado.
La fresa pocha es esa
última fresa que queda en la cesta, y nadie reúne el valor suficiente
para osar comérsela, pues su estado es tan lamentable, que ni recortando las
partes podridas (esas partes negras y reblandecidas que rezuman un jugo
sospechoso), su sabor sería mínimamente decente, y que ni el perro querría
probar. Entonces, nuestra fresa está condenada a una vida de soledad y miseria,
en la que será devorada viva por el moho. La fresa permanecerá en el frutero,
agonizando, mientras ve a la familia pasar e ignorarla, o dirigirle sólo alguna
que otra mirada de asco, hasta que alguien se de cuenta del estado de
nauseabunda putrefacción en que se encuentra la pequeña fruta y la tire a la
basura.
La fresa no ha hecho nada para ganarse tal destino. Quizá,
haber caído la primera al frutero, siendo sepultada por las demás. A lo mejor,
ser más grande, o más enana, o más madura que las otras fresas.
“¿Adónde quiere llegar con toda esta historia de la fresa
podrida?”, te preguntarás, seguramente.
No lo sé. A lo mejor todo está empezando a oler de forma
diferente, a saber de forma diferente. La noche brilla y el día oculta, esa es la respuesta, por si alguien te
pregunta.
Es como salir a correr y a bailar bajo la tormenta, y
sentirte viva, y esconderte de los rayos del sol porque te queman y te matan.
¿Sentido? Bueno. ¿A mí me lo preguntas? No se lo busques, si
quieres mi consejo. Hay cosas que es mejor no entender.
Es como ese gato que se arrastra cojeando por la calle, y
nadie lo mira, nadie lo ve. Le duele mucho la pata, pero no grita. Es que los
gatos NO saben gritan, tampoco saben hablar para decirle a alguien que lo lleve
al veterinario. Tan sólo pueden maullar, e, igualmente, este minino no lo hace.
Es demasiado orgulloso.
Es como esa zapatilla sola, sucia y rota que lleva 5 años
descomponiéndose al sol en un solar, y otros 5 seguirá, seguramente muchos más,
hasta que se deshaga completamente. Tanto tiempo al sol le ha dejado la memoria
trastocada, y ya no recuerda nada; ni cómo llegó hasta allí, a su propia tumba
al aire libre, ni quién la abandonó, ni por qué. Algún día ella fue querida, y
tuvo una compañera, y se sintió útil, pero ya no más, pues el viento se encargó
de borrar todo eso.
Las muñecas rotas. O todavía peor. Los trozos minúsculos de
las muñecas de porcelana rotas, que saltan y saltan hasta refugiarse debajo de
la cama, del armario, o de algún mueble pesado, donde no pueden ser barridas y
no llega el cepillo, y permanecen allí por los siglos de los siglos, hasta que
los planetas se alinean y a alguien se le ocurre mover el mueble y barrer,
encontrando una masa negra no identificada que repugna a cualquiera.
Pienso que ahora me he explicado un poco mejor.
A veces nos sentimos como un puñado de arena bailando en
mitad de una corriente de aire, como una zapatilla rota, un gato cojo, o una
fresa pocha. Sin voz, sin ojos, sin piernas. Como si te hubieras quedado
congelado o congelada en el tiempo y fueras una figura de cera, sin poder hacer
nada, mientras las agujas del reloj corren y con ella el resto de la humanidad.
Pero tú siguieras ahí. Sin poder moverte.
Como si el mundo nos diera la espalda y sólo se dirigiera a
nosotros para abofetearnos la cara o reírse de ella.
Y si alguien no se ha sentido así nunca, que me deje vestir
su ropa y ponerme sus zapatos.
Aunque sea por unas pocas horas.
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