martes, 28 de abril de 2015

Susurro.

Hacía frío. Pero no demasiado. Era, un poco más, un poco menos, el típico fresco de principios del mes de marzo, cuando ni es invierno ya, ni la primavera ha llegado todavía.
Sin embargo, el individuo vestía una gruesa y vieja gabardina de color pardo, estrecha de cintura y ancha de hombros, y un sombrero de ala ancha, que ocultaba gran parte de su rostro. Realmente, el individuo ya no contaba con un motivo concreto para taparse, pero ya llevaba tal prenda por inercia. Supongo que el hábito hace al monje, como se suele decir.
El suelo estaba muy encharcado, pues había caído un buen aguacero, como cuando parece que el cielo coge un berrinche y descarga toda su tristeza en forma de gotitas violentas de agua que nos calan la ropa y a su vez alegran los jardines. Y, aunque todo estaba empapado, el individuo había dejado a sus pequeños salir a patinar bajo el cielo de la limpia mañana, siempre y cuando no se alejaran demasiado de él.
Sus pequeños. Sus. Pequeños. Habían pasado ya unos cuantos años desde que sus hijos nacieron, pero, igualmente, se le hacía raro pronunciar aquellas dos palabras, como si pertenecieran a un idioma extranjero y extraño que él nunca sería capaz de hablar.
La benjamina, Lilly, miraba directamente a la cámara en aquella fotografía, con un gesto de sorpresa e ingenuidad puramente infantil. Al contrario, ni el padre ni el hijo se dieron cuenta de esa instantánea robada.
El sol se asomaba tímidamente a través de las nubes tenues, y resplandecía, victorioso, después de haber ganado aquella batalla contra la batalla. Se reflejaba en un gran charco, arrastrando consigo la tierna y viva imagen del amor familiar.
Y aunque, tras el primer vistazo, pueda parecer  una imagen bonita, de esas que vienen de ejemplo con los marcos de fotos, no estaba más lejos de la realidad.

Todo el mundo ha tomado fotografías robadas alguna vez en su vida. Pero este individuo…este individuo era un magnífico experto. Robaba en potencia, y de forma silenciosa y elegante. A veces robaba fotografías, pero otras veces, robaba cosas peores. Cosas…de más peso.

¿Tiene nombre este individuo? ¡Ya lo creo! ¡Y muchísimos, además! Depende del entorno por donde se movía, se endosaba uno u otro. Pero el que aparecía en su documento de identidad era Silas. En algún momento de su agitada vida, Silas dejó de ser Silas, y se convirtió en Nueve, el número que le asignó su organización. “¿Qué hacía allí?”, no es la pregunta correcta. La adecuada es, “¿de qué tarea no debía ocuparse?”

Aunque sus tareas eran muy variadas, la que hacía Nueva era primordial: secuestrar niños. De eso se encargaba la organización. Estudiaba los perfiles de familias de todas las clases sociales, y luego, secuestraban a los pequeños. Los mantenían retenidos el tiempo que fuera necesario para poder cobrar un rescate, que la mayor parte de veces solía ser sustancioso, pues los familiares se hallaban desesperados, y hubieran sido capaces de bajar al infierno más profundo para tener de vuelta a su hijo o hija.
En Susurro, que así se hacían llamar, (era un nombre bien cargado de ironía ácida, pues, más adecuado que Susurro, hubiera sido Grito, Chillido o Llanto) no eran violadores, ¡ni mucho menos! Ellos eran hombres de traje y guante blanco, y la sola idea de quedar reducidos a simples violadores de barrio les hacía enfurecer.

¿Qué hacía Silas en un embrollo como aquel? No se unió a la organización extorsionado, sabía perfectamente lo que iba a hacer allí. Pero fueron tiempos duros, muy muy duros. Silas era joven, y pasó por una mala racha. No soportaba a sus padres, ni la convivencia en el hogar, así que se fue de casa cuando sólo contaba 18 años, y era apenas un chiquillo sin mucha idea clara de lo que era el mundo real. Empezó a vivir con un grupo de colegas (bueno, más que vivir, malvivían) en un piso de pocos metros cuadrados. Al poco tiempo, el dinero empezó a escasear, pues ninguno de ellos contaba con demasiados ingresos.
El colega más ambicioso, Jack, fue el que les relató la propuesta una noche, mientras compartían entre 4 una lata de espaguetis, y se arrellanaban en un sofá raído, cuyo relleno batallaba por salir al mundo exterior. Les contó que había conocido a una gente que estaba buscando personas para unirse a un grupo en el que deberían hacer algunos trabajos. Y añadió que pagarían bien. Cuando dijo esto, le brillaron los ojillos.

Unos días después, todos acudieron a conocer al famoso “grupo”. No fue una entrevista agradable. Fueron citados en una taberna de mala muerte, de esas en las que los únicos seres vivos presentes son el camarero aburrido y medio momificado, apoltronado en la barra y congelado en un bostezo eterno, y un grupo de moscas revoloteando y campando a sus anchas, montándose la fiesta padre.  Una vez allí, fueron conducidos a un sótano, en el que se encontraba el despacho del jefe de todo aquello. Al parecer, Jack, sin el consentimiento de todos los demás, había aceptado la petición de formar parte del grupo. Obviamente, a ninguno se le ocurrió rechistar, pero no pudieron evitar sentirse algo forzados. Tuvieron que hacer varios juramentos de lealtad, en los que juraron y perjuraron fidelidad en todo momento a Susurro. Firmaron un contrato compuesto de varias cláusulas. Algunas eran del tipo “no hacer saber a nadie ajeno sobre la existencia dela organización”, y cosas por el estilo.
Susurro, obviamente, quería y debía pasar desapercibido, como un susurro perdido en mitad de la oscuridad de la noche, les explicó el capo con palabras delicadas y una voz de terciopelo. Pero, si ocurría lo contrario, y alguno cometía una traición o se iba de la lengua, añadió con voz gélida y mirando a cada uno a los ojos, las consecuencias iban a ser fatales.

Las primeras misiones fueron sencillas. Pequeños hurtos, algún atraco, seguir coches… Silas se aburría. Pero pronto empezaron los secuestros. Muchos años han pasado ya, pero Silas aún recordaba con toda facilidad todos y cada uno de los nombres de los niños que alguna vez hizo cautivos. La lista era larga, podía sobrepasar fácilmente los 100.
Cada secuestro era para Silas peor que el anterior. No porque le costara, puesto que cada vez iba perfeccionando la técnica, sino porque sentía que era una cantera en su interior, y cada secuestro, cada niño o cada niña, cada llanto, cada grito y cada forcejeo, le arrancaban una parte de él, y poco a poco, iba quedándose vacío.

Hasta el resto de sus días seguramente seguirá recordando todo aquello, marcándole de por vida en forma de secuelas perpetuas, las mismas que él mismo provocó en los niños cuya libertad sesgó.

Un día, se hallaba solo, en una de las casas en mitad del campo que Susurro utilizaba como jaulas infantiles. Estaba de guardia, pues era su tarea custodiar a una niña pequeña que había secuestrado unos días antes, Kimberly Stocker, de 7 años de edad. Kimberly pertenecía a una de las familias más adineradas de la ciudad, y pretendían pedir por ella un suculento rescate, desplumando a su familia como un pollo listo para echar a la cazuela.
En ese momento, Silas había encendido el televisor, porque las guardias solían ser aburridas y necesitaba matar el tiempo de alguna forma. Estaba viendo el informativo, que comunicaba en ese momento la noticia de la intensificación de la búsqueda de Kimberly. Al lado del presentador, se veía a la madre de Kimberly, una mujer rubia de mirada profunda, aunque surcada por el llanto. Cuando llegó el momento en que debía hablar, permaneció varios segundos en silencio, mirando fijamente a la cámara. Silas sintió que lo miraba directamente a él. Inmediatamente apagó la televisión, y, como hecho a posta, Kimberly, desde el sótano, empezó a gritar y berrear. Silas, nervioso, bajó al sótano y la amordazó. No quería golpearla, no después de lo que había visto. Pero, por si acaso, amenazó con hacerlo, si seguía montando alboroto.
Esa noche, Silas no consiguió conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, sentía la mirada acusadora de la madre de Kimberly en él. Pero, por suerte, era su última noche de guardia, y, por suerte también, mañana estaría lejos de allí.
Al día siguiente, Silas no tenía asignado ningún trabajo, así que se dedicó a pasear por la ciudad, uno de sus métodos favoritos de distracción. Estaba caminando, algo intranquilo, cuando vio algo que lo intranquilizó aún más. Cuando alzó la mirada, se encontró con unos ojos, unos ojos de mujer, que lo miraban fijamente. Era la madre de Kimberly. En persona. A apenas unos metros.

Y no dejaba de mirarlo.

Silas pensó que arremetería contra él, que se le lanzaría a la yugular y que no dejaría de estrangularlo hasta que su rostro se hubiera teñido de todos los colores del arcoíris.
Pero la señora Stocker se limitó a mirarlo. Su mirada transmitía rabia, dolor, impotencia y tristeza. Y falta de algo vital, que alguien le había arrebatado.
Las piernas de Silas flaquearon, y estuvo a punto de perder el equilibrio. Apretó el paso, perdiendo de vista a la madre de Kimberly y a esa calle abyecta donde el destino había querido cruzarlos.
Esa noche, tomó una decisión. A lo mejor le costaba la vida, pero no podía convertirse en más miserable de lo que ya era.

Iba a empezar una nueva vida, muy lejos de allí.

Iba a liberar a su primera niña.

Fue algo más fácil de lo que el mismo Silas pensó. En la guardia siguiente, se limitó a meter a Kim en un saco en mitad de la noche, y la dejó sola entre los arbustos de un parque conocido de la ciudad. Inmediatamente después, condujo hasta el aeropuerto. Cogió el primer vuelo que pudo y se marchó lejos, muy lejos, donde el Susurro no le fuera audible.
Se trasladó a un nuevo país, y empezó desde cero allí. Esa parte sí le resultó más complicada. Adoptó una nueva identidad y cambió de aspecto. Le costó tiempo acostumbrarse a su nuevo yo. Pero lo consiguió, y poco a poco, esos días en Susurro empezaron a quedar cada vez más lejos. Nunca se eliminaron completamente, pero se emborronaron lo suficiente como para que Silas se permitiera un pellizco de felicidad.

Unos años más tarde, conoció a Sophia, en el colegio en que empezó a trabajar. Sophia trajo luz a sus díaz y consuelo a sus noches, y le enseñó algo que nunca había experimentado en sus propias carnes: amor.
Poco a poco, y con pasitos pequeños y lentos, construyeron una fortaleza, hecha de confianza, respeto, y amor. Plantaron muchos árboles alrededor, cuyas flores y frutos fueron nada más y nada menos que dos preciosos hijos.

Al principio, cuando Sophia le comunicó que se encontraba encinta, la primera reacción de Silas fue de terror. ¿Cómo podía ser tan egoísta de querer traer niños al mundo, cuando él destrozó la vida de más de 100? Sin embargo, ese miedo fue desapareciendo conforme el estado de gestación de Sophia avanzaba, y se reemplazó por amor, amor verdadero y paterno; y cuando por fin vio la carita a sus hijos, lágrimas de felicidad recorrieron sus mejillas.

Pero ahora, aquella imagen del papá feliz con sus retoños en una fría-aunque-no-demasiado mañana de Marzo, no es más que una fantasía hecha añicos.

Tan sólo un par de semanas de ser tomada esa fotografía, los niños desaparecieron.  Simplemente se esfumaron, como si una grieta se hubiera abierto bajo sus pies y los hubiera succionado hacia el centro de la Tierra.
Silas sabía que los niños no habían desaparecido. El Susurro había vuelto, para hacerse oír con fuerza. Susurro le había arrebatado a sus niños, cobrándose así su venganza. No le habían matado a él, puesto que en Susurro sabían bien que a un padre le importa más la vida de sus hijos, que la suya propia, así que le atacaron donde más iba a dolerle.

Y fue un disparo certero. Justo en el blanco.

Desaparecieron el día 9 de Septiembre, 9S, y cada año, por esa fecha, Susurro le enviaba la misma carta a Silas. Era un pequeño sobre de color gris, con la palabra “Nueve” escrita con una caligrafía pulcra y cuidada. Dentro siempre había una cuartilla de papel de carta de color azul claro que olía a rosas, con un mensaje del tipo:
“No puedes ignorar el Susurro,
El Susurro nunca muere.”

Silas sabía que no iba a ser asesinado. Susurro no caería tan bajo. Pero estarían año tras año recordándole que habían arrancado su vida, su alegría, la parte más vital de él.

Y Silas no sabía qué era peor.

Sophia le abandonó dos años después de que desaparecieran los niños. Puede que Silas hubiera roto el juramento de fidelidad que Susurro le hizo firmar, pero había cumplido la cláusula de silencio, y hasta ese momento, Silas relataba su pasado como algo casi idílico, había inventado un pasado fantástico y alternativo para no hacer daño a Sophia. Pero sus hijos ya no estaban, y nada importaba ya, así que, una noche, le relató la verdad a su esposa, sin omitir ningún tipo de detalle.
Primero, Sophia entró en estado de shock. Segundo, se enrabietó. Tercero, no volvió a dirigirle la palabra a su marido. Y cuarto, días después, recogió sus cosas y se marchó del hogar. Estaba enfadada, pues culpaba a Silas de lo ocurrido; pero también dolida, pues había vivido en una mentira durante muchos años.

Silas no volvió a saber de ella.

Un día, muchos años después, el 9 de Septiembre, 9 años justos después del secuestro , llamaron a la puerta de Silas de madrugada. Este hecho inquietó a Silas, pues cada año, Susurro se había limitado a introducir bajo su puerta el condenado sobre.
Aquello era nuevo. Pero como a Silas no le quedaba nada que perder, abrió la puerta.  A primera vista, allí no había nada ni nadie. Luego bajó la mirada y encontró un pequeño paquete envuelto en papel azul claro, que olía a rosas y tenía una gran S impresa.
Silas desenvolvió el paquete con cautela, y abrió la caja.
Era un bote.
Con algo dentro.
Se fijó mejor.
Eran dos pares de ojos. Unos azules y otros marrones.
Dos pares de ojos que había visto miles de veces. A los que había contemplado con amor y devoción, y había amado desde lo más profundo de su alma.
Los ojos de sus hijos.
Silas se desmayó inmediatamente y se desvaneció, dejando caer el recipiente de cristal, que se deshizo estrepitosamente en mil esquirlas.
Cuando el hombre volvió en sí, y abrió los ojos pesadamente, lo primero que pudo ver, fueron dos pares de ojos, uno azul y otro marrón, que lo miraban fijamente.
No había sido un sueño. Silas estaba viviendo su propia pesadilla.
Pero no importaba. De una forma u otra, Silas estaba decidido a encontrar a sus hijos, vivos o muertos. Recogió del suelo los dos pares de ojos, y los colocó con cuidado en el bolsillo delantero de su camisa, justo encima del corazón. Subió con paso decidido las escaleras, que tantas veces recorrió oyendo las dulces y frescas risas de sus pequeños, sintiendo que estaba cada vez más cerca de ellos.
Accedió a la azotea. Para ser principios de Septiembre, hacía frío, y un viento gélido le golpeó el rostro.

Se sentó en el borde, balanceando las piernas.

Contempló las luces que se extendían a lo lejos en el horizonte.

Admiró la luna, y las estrellas que lo arropaban como un oscuro manto

Rozó el bolsillo delantero de su camisa

Cogió impulso


Y saltó, empeñado en reunirse con sus hijos, dispuesto a bajar al infierno más profundo para tener de vuelta a sus niños.

No hay comentarios:

Publicar un comentario