por ti y por todas las arañas que se enredan en mi pecho
y esas coronas que llevas, las de mi silencio
No puedo evitarlo.
Soy de admirar a las personas de lejos, y ampararme en el frío y en el recelo.
jueves, 16 de febrero de 2017
domingo, 12 de febrero de 2017
Insuficiente
A veces, nada es suficiente. Me gustaría muchísimo poder decir que eso ocurre con menos frecuencia de lo que realmente es.
Pero estaría mintiendo.
Tachar. Borrar. Romper, para aferrarte a una nueva hoja en blanco, pensando que será la tabla que te salvará de un posible naufragio, para estrellarte con la verdad de que has salido de una jaula, para colarte en otra.
Tus propias palabras se te clavan en los dedos. Los personajes que creaste se rebelan contra ti, con actitud beligerante en un levantamiento que lo arrasa todo como un tornado. Intentas ponerte a salvo, al mismo tiempo que te consumen las ganas de tirarte de cabeza al precipicio sin que nadie te lo ordene.
Porque tienes la culpa. Porque lo que has escrito no es bueno.
Exigirse no es malo. Lo malo es convivir con un juez o jueza extremadamente exigente, que te mantiene alerta desde que te levantas, hasta que te acuestas, y no te deja bajar la guardia, pidiéndote más y más y más.
Porque nunca es suficiente.
En ocasiones pienso que les hablo a las paredes. Eso no está tan mal. Es peor cuando siento que ni siquiera soy capaz de expresarme bien, y todo lo que pienso o siento se encierra en un cofre, oculto en las profundidades abisales de un océano oscuro que me roba el aire y me asfixia antes de lograr atravesar.
En ocasiones, no encuentro motivos para escribir. Por una parte, no consigo dejarme satisfecha a mí misma, pues soy la peor crítica que jamás vaya a conocer. Pero tampoco hallo razones fuera de mis dominios. Todo es insípido y gris, y el color no acude ni aunque lo llame con gritos desesperados, dejándome la garganta en ello.
Una vez, hace algunos años, un chico acudió a mí después de haber leído un texto mío. El muchacho en cuestión era tímido, de los más tímidos que he conocido, hasta el punto de que podía contar con los dedos de una mano las veces que había oído su voz. Se llamaba Paco. Paco me quería dar las gracias por haber plasmado en palabras lo que él sentía y no era capaz de expresar.
Nunca olvidaré aquello. Considero que fue una de las cosas más bonitas que me han dicho nunca.
A esto se resume todo lo que intento decir: gracias.
A aquellos y aquellas que me leen, concretamente.
A los que invierten, aunque sea una remota porción de su tiempo, en recrearse en mis palabras y darles vida. A los que, con sus halagos y ánimos, le dan cuerda a mis bolígrafos, mente y corazón, para que la música de la escritura no acabe nunca.
Y a los que creéis en mí.
Por último, gracias a los que me leéis en silencio, ocultos en la sombra. Sé que también estáis por ahí.
Me ha costado meses lograr escribir esto. Las palabras eran piezas excéntricas de un rompecabezas que nunca conseguía formar, que se me escapaban de entre los dedos cuando intentaba agarrarlas.
No pretendía envolverlo todo de un tinte dramático o emotivo, ni un sonido lastimero o aura triste. Tan sólo quería contar algo de manera objetiva y sencilla. Sería muy bonito decir que me hacéis escribir, pero tampoco estaría siendo sincera. Si bien yo no escribo por los demás (me ha costado trabajo convencerme a mí misma que debo escribir por mí, y no ir predispuestamente pensando que colocaré directamente mis palabras bajo el foco de la crítica), digamos que los demás me hacen no querer quemar todo. Seguir ahí aunque mis hojas están rotas, y mis palabras, desafinadas.
Pero estaría mintiendo.
Tachar. Borrar. Romper, para aferrarte a una nueva hoja en blanco, pensando que será la tabla que te salvará de un posible naufragio, para estrellarte con la verdad de que has salido de una jaula, para colarte en otra.
Tus propias palabras se te clavan en los dedos. Los personajes que creaste se rebelan contra ti, con actitud beligerante en un levantamiento que lo arrasa todo como un tornado. Intentas ponerte a salvo, al mismo tiempo que te consumen las ganas de tirarte de cabeza al precipicio sin que nadie te lo ordene.
Porque tienes la culpa. Porque lo que has escrito no es bueno.
Exigirse no es malo. Lo malo es convivir con un juez o jueza extremadamente exigente, que te mantiene alerta desde que te levantas, hasta que te acuestas, y no te deja bajar la guardia, pidiéndote más y más y más.
Porque nunca es suficiente.
En ocasiones pienso que les hablo a las paredes. Eso no está tan mal. Es peor cuando siento que ni siquiera soy capaz de expresarme bien, y todo lo que pienso o siento se encierra en un cofre, oculto en las profundidades abisales de un océano oscuro que me roba el aire y me asfixia antes de lograr atravesar.
En ocasiones, no encuentro motivos para escribir. Por una parte, no consigo dejarme satisfecha a mí misma, pues soy la peor crítica que jamás vaya a conocer. Pero tampoco hallo razones fuera de mis dominios. Todo es insípido y gris, y el color no acude ni aunque lo llame con gritos desesperados, dejándome la garganta en ello.
Una vez, hace algunos años, un chico acudió a mí después de haber leído un texto mío. El muchacho en cuestión era tímido, de los más tímidos que he conocido, hasta el punto de que podía contar con los dedos de una mano las veces que había oído su voz. Se llamaba Paco. Paco me quería dar las gracias por haber plasmado en palabras lo que él sentía y no era capaz de expresar.
Nunca olvidaré aquello. Considero que fue una de las cosas más bonitas que me han dicho nunca.
A esto se resume todo lo que intento decir: gracias.
A aquellos y aquellas que me leen, concretamente.
A los que invierten, aunque sea una remota porción de su tiempo, en recrearse en mis palabras y darles vida. A los que, con sus halagos y ánimos, le dan cuerda a mis bolígrafos, mente y corazón, para que la música de la escritura no acabe nunca.
Y a los que creéis en mí.
Por último, gracias a los que me leéis en silencio, ocultos en la sombra. Sé que también estáis por ahí.
Me ha costado meses lograr escribir esto. Las palabras eran piezas excéntricas de un rompecabezas que nunca conseguía formar, que se me escapaban de entre los dedos cuando intentaba agarrarlas.
No pretendía envolverlo todo de un tinte dramático o emotivo, ni un sonido lastimero o aura triste. Tan sólo quería contar algo de manera objetiva y sencilla. Sería muy bonito decir que me hacéis escribir, pero tampoco estaría siendo sincera. Si bien yo no escribo por los demás (me ha costado trabajo convencerme a mí misma que debo escribir por mí, y no ir predispuestamente pensando que colocaré directamente mis palabras bajo el foco de la crítica), digamos que los demás me hacen no querer quemar todo. Seguir ahí aunque mis hojas están rotas, y mis palabras, desafinadas.
miércoles, 8 de febrero de 2017
Pequeña
Mis flores favoritas son las violetas. Delicadas y pequeñas violetas, tan pequeñas a veces, que se esconden y no consigues verlas, a no ser que te fijes bien.
Desde muy niña me encantan. Son flores de invierno (irónico cuanto menos, que una flor tan frágil sólo crezca al amparo el frío), y cada año esperaba y espero a que llegue dicha estación únicamente para ver mi jardín lleno de diminutas motas moradas; las violetas, mis violetas.
Los enamorados no se regalan ramos de violetas. Tampoco se llevan ramos de estas flores a los enfermos de los hospitales, ni a los entierros.
Las violetas no son flores para regalar. Son tan minúsculas, y su tallo tan fino, que no se pueden agrupar bien, y aunque lo consiguieras, se marchitarían antes de llegar a manos de su destinatario.
Son efímeras. Muy efímeras. Tan efímeras, que si contemplas una, apartas la vista, y vuelves a mirarla, esa violeta cuya belleza admirabas, seguramente ya esté muerta. Son livianas, ligeras, bonitas en la medida que una flor pueda serlo. Son un parpadeo de la naturaleza, un destello, un soplo de un perfume un tanto dulzón, estrellas fugaces color morado.
Son un segundo.
Las violetas están para contemplarlas, como piezas de museo. Para disecarlas, y dejarlas morir entre páginas de un libro, y que su sangre incolora tiña las hojas.
Desde muy niña me encantan. Son flores de invierno (irónico cuanto menos, que una flor tan frágil sólo crezca al amparo el frío), y cada año esperaba y espero a que llegue dicha estación únicamente para ver mi jardín lleno de diminutas motas moradas; las violetas, mis violetas.
Los enamorados no se regalan ramos de violetas. Tampoco se llevan ramos de estas flores a los enfermos de los hospitales, ni a los entierros.
Las violetas no son flores para regalar. Son tan minúsculas, y su tallo tan fino, que no se pueden agrupar bien, y aunque lo consiguieras, se marchitarían antes de llegar a manos de su destinatario.
Son efímeras. Muy efímeras. Tan efímeras, que si contemplas una, apartas la vista, y vuelves a mirarla, esa violeta cuya belleza admirabas, seguramente ya esté muerta. Son livianas, ligeras, bonitas en la medida que una flor pueda serlo. Son un parpadeo de la naturaleza, un destello, un soplo de un perfume un tanto dulzón, estrellas fugaces color morado.
Son un segundo.
Las violetas están para contemplarlas, como piezas de museo. Para disecarlas, y dejarlas morir entre páginas de un libro, y que su sangre incolora tiña las hojas.
lunes, 6 de febrero de 2017
Y otras sandeces
Subí al monte con mis zapatos de baile,
y cuando llegué a la cima, no fui capaz de ver más allá de mis puntas gastadas.
Podría culpar a la niebla, que lo envolvía todo.
Podría culpar al frío, que me rompía en mil pedazos.
Podría culpar al viento, que intentaba empujarme y enviarme a otro horizonte.
Podría culpar a las serpientes que se me enrroscaban en el pecho, o a las mariposas que me alborotaban el pelo.
Incluso podría culparme a mí,
¿pero qué sentido tendría si la culpa no es de nadie,
si no fue nadie quien zozobró mi barco y lo hizo naufragar?
No me busques. No sé dónde estoy.
No me abraces. Estoy asustada.
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