“Bueno, pues habrá que ir cambiando el mundo.”
Mis zapatos de tacón (los más altos que tenía) repiqueteaban
contra el pavimento con un eco sordo, al mismo tiempo que un dolor tímido y
punzante me empezaba a salpicar los empeines, no lo suficiente como para
impedirme caminar, pero sí para recordarme que su naturaleza no era ir
embutidos en 13 centímetros de plataforma y tacón. Yo jugué a ser un poco
hipócrita, ya que reconozco abiertamente que detesto los tacones por varios
motivos: el primero, porque considero
que mi autoestima no necesita alzarse con unos zapatos (prefiero otras
estrategias que no me dejen alguna parte del cuerpo dolorida). Pero el motivo
de peso que más me impulsa a no usarlos, es que una de mis señas de identidad
es mi baja estatura, que luzco con orgullo como una insignia de plata. Y esos
zapatos tan delicados y altos me resultan más un disfraz, que calzado, y
siento que juego a ser alguien que no
soy, que hasta me soy infiel a mí misma.
Que ésa no es la Helena de verdad.
“Habrá que ir cambiando el mundo.”
La frase me impactó, aún
distraída como me encontraba, como una piedrecita lanzada con una cerbatana por
algún francotirador noctámbulo y furtivo. Me pareció poderosa y ligera;
traviesa, pero con un toque amenazador. Ellos hablaban sobre el mundo, sobre la
sociedad, sobre los moldes hacia los que somos empujados y casi obligados a
encajar. Yo no participaba directamente en la conversación, sino que, como
tantas otras veces, me había relegado al puesto de espectadora, y escuchaba a
medias.
¿Se puede estar muy triste y muy feliz al mismo tiempo? Respuesta
automática: sí.
Digo sí, porque yo era la prueba viviente de que, en
ocasiones, la alegría y la tristeza, el miedo y la gallardía, organizan un
baile de máscaras en el fondo de tu corazón, y te dejan temblando, sin saber
con exactitud qué está ocurriendo.
Había sido una gran noche.
La habían hecho grande todas las personas que la pasaron conmigo, y que
la pintaron del color de la risa. (Hacía mucho que no me reía así, tanto, que
mis propias carcajadas me parecían extrañas, ajenas, como una voz en off
enlatada que alguien había puesto por si acaso, por si la mía fallaba). Saqué
ganas de donde no las había, y del armario descolgué la alegría y el entusiasmo
exacerbado, además de un vestido muy bonito que nunca encuentro ocasión de
lucir y con el que me divierte decir que parezco la versión gotiquilla y oscura
de una de las Meninas de Velázquez.
Así que, prácticamente, iba hecha un pincel. No sólo el
pincel: iba hecha el pincel, la paleta entera, el artista, y la pintura. Era un
óleo, una pieza de arte abstracto que esa noche había decidido salir a pasearse
por ahí, a decirle al mundo que ahí estaba yo.
Pero. Siempre hay un pero. La nota agridulce la había dado
un desgarrón en el vestido de la seguridad que me había decidido a lucir, una
grieta en esa escultura de amor propio que había erigido por y para mí. Darme
cuenta de todavía hay grietas en mi castillo por donde se cuelan corrientes
frías de miedo que me congelan por dentro, que me calan los huesos. Un
comentario, certero como un disparo con una flecha envenenada. Resistencia. Mi
pequeño ejército de la autoestima luchando contra esas mareas, batallando en la
tormenta por que no se me hundiera ese barco tan bonito en el que navegaba
aquella noche. Y mientras, yo me encontraba a la deriva, muy lejos de los
amigos con los que caminaba por la calle, y de su plática, teñida de esas ansias
de cambio y revolución con los que nos suelen asociar a los jóvenes. A veces me
hacen sentir vieja. Qué le voy a hacer, creo que soy demasiado pesimista
como para proponerme utopías de tal calibre.
Supuse que eso era la vida. Risas que se cobijan de la
tormenta; veneno y miel, amor que se pierde entre suspiros y miradas furtivas.
Sentir que lo tienes todo cuando estás rodeada de un puñado de personas que te
quieren. Seguir caminando aunque te
duelan los pies, sólo porque quedarse quieta no es una opción.
Claro que seguiríamos avanzando. Pero primero, teníamos que
ir cambiando el mundo.