Me gustaba pensar que sus ojos estaban hechos de marfil y cristal. Pocos ojos había visto tan hermosos como los suyos, y eso que una de mis aficiones favoritas era nadar entre los luceros de las personas sin cara ni nombre que diariamente me tenía que cruzar, bucear en ellas, coleccionarlas, y guardar en mi retina las suyas.
Pero no, sus ojos eran únicos. Eran claros y limpios como un amanecer de invierno, pero, a la vez, duros como el marfil y deslumbrantes como un diamante, eran capaces de hundirse en tí y mirar no sólo la fachada, sino el interior, hacerle una radiografía a tu esencia y saber ver lo bello de ella, la tristeza muda y todos los secretos que mi boca calla pero mi alma le cuenta.
Eran unos luceros fríos como el hielo e inmensos como un océano, que me invitaban a nadar en ellos hasta morir de agotamiento o amor, porque eso era ella. Amor. Amor que podía matarte para revivirte después.
Frío y calor. Luna y sol.
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