"¿Dónde estás?" "¿En qué mundo vives?"
Son dos preguntas que la gente suele hacerme, me sienten permanentemente lejos y quieren saber qué es lo que pienso, dónde queda mi universo secreto, de qué color está teñido, qué clase de monstruos habitan en él, si allí brilla el sol sobre los campos de fresas o tan sólo es una especie de jungla oscura habitada por demonios, fantasmas, y marionetas de cristal y hueso.
Cuando me lo preguntan, cierro el portón de hierro con llave y me la trago, es mi mundo y es mi deber mantenerlo cerrado, pero igualmente, no sabría responder con exactitud a la pregunta.
¿Estoy aquí? ¿Estoy allí?
¿Vivo? ¿No vivo?
Hasta que un día, que caminaba aparentemente sola por la calle, pero en realidad me encontraba pululando por las complejas redes de cañerías y engranajes de mi pequeño gran universo interno, lo entendí.
Entendí que no bastaba solo con vivir en uno mismo, porque muchas veces no era suficiente. Si yo, por ejemplo, tenía la desgracia de sufrir súbitamente un ataque al corazón o me atropellaba un conductor borracho que triplicase la tasa de alcoholemia al torcer la esquina, yo no moriría.
No completamente. Yo no solo vivo en mí.
Vivo en los que me quieren y los que me aprecian, e incluso en los que me odian y no pueden dejar de pensar lo desagradable que soy y todo el asco que les doy.
Vivo en los días lluviosos y en el aroma a húmedo que se queda después; en las primeras horas del alba donde el sol se despierta y en las últimas del crepúsculo donde la luna está cansada y se va.
Vivo en los textos que escribo y en los libros que leo, en los besos que doy y en los abrazos que recibo, en cada paso que ando y en cada uno de los latidos de mi corazón. Habito en la gente que amo y en cada uno de los compases de mis canciones favoritas; en las calles de mi ciudad, de la tuya, de la suya y de la de ellos, soy como una flor que esparce semillas y esporas allá donde va, y nunca está en un solo sitio.
Estoy bañándome en una playa tímida de Irlanda, explorando castillos en Escocia, mirando las estrellas en el pueblo de mi abuela; pero también estoy domando bestias en mi mente, buceando en el azul de unos ojos queridos, dando un abrazo que se me quedó en la memoria y paseando por unas calles mojadas y grises, todo al mismo tiempo y todo sin moverme del sitio.
¿Por qué estar en un lugar cuando puedes estar en infinidad a la vez? Por eso, cuando sientas que me echas de menos, búscame, puedo estar en cualquier parte. Puedo acariciarte en forma de brisa cálida o helada, según mi estado de ánimo, o abrazarte en forma de canción.
No soy una, soy mil. Búscame y me encontrarás.
Sin palabras. Suficiente con las tuyas. Ese mundo interior es un tesoro.
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